El cuerpo, un abismo.
“Una mañana Zaratustra saltó de su lecho como un loco, gritó con voz terrible e hizo gestos como si en el lecho yaciese todavía alguien que no quisiese levantarse de allí… ¡Desátate las ataduras de los oídos: escucha. ¡Arriba! ¡Arriba!… Yo Zaratustra, el abogado de la vida, el abogado del sufrimiento, el abogado del círculo, te llamo a ti, el más abismal de mis pensamientos. Dichoso de mí. Vienes, te oigo. Mi abismo habla, he hecho girar mi última profundidad para que mire hacia la luz. Dichoso de mí. ¡Ven! Dame la mano. ¡Ay! ¡deja! ¡ay, ay! – náusea, náusea, náusea – ¡ay de mí!”
Lo que se debilita en el humano es la potencia de vida.
El agotamiento, el hastío, la rutina, la queja, el resentimiento, la mala conciencia, la culpa, se apoderan de la voluntad de poder, que es más quien quiere, que quien puede y no permite delegación en sujeto alguno. Un querer interno. La memoria pierde la lucidez para salir de la noche. Así, la noche se hace una red muscular, se cierne sobre el cuerpo como una coraza metálica y adormece la necesidad de articularse, la sed de respirar, el hambre de los sentidos, es decir el deseo de vivir, ese misterioso estandarte que nos acucia cuando está presente y nos mata cuando se distrae. Algunos llaman a esto enfermarse.
Zaratustra salta y grita. Sacude el cuerpo para recordarle su vigor. Busca despertar los sentidos del embotado y disponer al abúlico a internarse en el laberinto de la existencia. Que las fuerzas activas afirmen la vida dice. Las fuerzas activas que se imponen, despliegan formas que estaban plegadas y capacidades capturadas para seguir transformado el cuerpo. Algunos llaman a esto salud.
Y sin embargo, la memoria del salto, la memoria del grito se desvanecen. El cuerpo olvida que alguna vez saltó de un lado al otro del abismo, que alguna vez su voz hizo crecer flores entre las piedras.
La náusea es el síntoma de la sinrazón que la razón no entiende. ¿Por qué la náusea? Quién pudiera saberlo. Algo sucede que la mente no registra. Algo que el cuerpo hace, que no hace, que quiere hacer. Una vitalidad que se enreda entre las malezas de lo insoportable. Un silencio que es una voz inaudible. La imposibilidad de la intención. Un misterio. La deserción de los pequeños impulsos de la tonicidad. Una oscuridad. Y también la lucha entre los cuerpos diferentes que jaquean al cuerpo. El cuerpo se hace un desconocido, un extraño. ¿Un error de la propriocepción? ¿Un colapso neural? El Uno mismo está siendo atravesado por diversidad de unos mismos y nota que un abismo se abre entre sus pies.
El despertar los sentidos y el deseo de la verticalidad.
“Por fin al cabo de siete días, Zaratustra se irguió en su lecho, tomó en la mano una manzana de rosa, la olió y encontró agradable su olor. Entonces creyeron sus animales que había llegado el tiempo de hablar con él. Oh Zaratustra, dijeron, hace ya siete días que estás así tendido, con pesadez en los ojos: ¿no quieres por fin ponerte de pie? Sal de tu caverna: el mundo te espera como un jardín. El viento juega con densos aromas que quieren venir hasta ti y todos los arroyos quisieran seguirte en su carrera… Sal de la caverna. Todas las cosas quieren ser tus médicos”.
Erguirse es un acto de los músculos, de los tendones, de las articulaciones, de los impulsos del sistema nervioso, de la memoria, de la música, de los afectos. Un vigor busca abrirse paso por el cuerpo. Una disposición interior predispone a un aire nuevo en el organismo que oxigena el recuerdo de la tonicidad, que despierta el ansia de la vertical. El deseo de salir de la caverna del cuerpo.
Zaratustra atraviesa siete días y siete noches que lo separan de un jardín, del que no tiene mapas, pero del que comienza a sentir un aire que circula, aromas, voces de animales amigos, arroyos que corren y una naturaleza sanadora.
Ponerse de pie, le dicen los animales a Zaratustra, como si esto fuera tan fácil. El aguila y la serpiente entran por la variable del voluntarismo. Y no todo es cuestión de voluntad, de esa voluntad. Lo dice un zorro viejo.
Habrá que recordar qué es ponerse de pie; cómo el cuerpo llega al movimiento: si es una idea, un impulso, una acción, o todo junto; qué es el peso del cuerpo, ese extraño acompañante sin el que seríamos fantasmas o sombras; hacerse amigo del suelo, de un suelo consistente que de seguridad a los apoyos; eliminar el exceso de esfuerzo, arte difícil para el que ha olvidado cómo es estar sobre sus pies; aceptar el desafío del trance antigravitatorio; y además despertar la intención, la pequeña intención, del movimiento, del pequeño movimiento.
¿No son demasiadas obligaciones para un cuerpo que padeció un corte en la cadena de su cotidianeidad?
El pasaje de la horizontal a la vertical requerirá un cuerpo capaz de albergar la puja entre fuerzas disgregadoras y organizadoras. Un cuerpo capaz de sostener las multiplicidades.
La serpiente y el águila son los rehabilitadores.
“Oh Zaratustra, dijeron los animales, todas las cosas bailan para quienes piensan como nosotros: vienen y se tienden la mano y ríen y huyen y vuelven…
Ay ¡náusea! ¡náusea! ¡náusea! Así habló Zaratustra y suspiró, tembló; pues se acordaba de su enfermedad. Más entonces sus animales no lo dejaron seguir hablando. ¡No sigas hablando convaleciente!, así le respondieron sus animales, sino sal fuera, adonde el mundo te espera como un jardín. ¡Sal fuera, a las rosas y a las abejas y a las bandadas de palomas! Y, sobre todo, a los pájaros cantores: ¡para que de ellos aprendas a cantar! Cantar es en efecto cosa de convalecientes, al sano le gusta hablar. Y aún cuando el sano quiere canciones, quiere sin embargo distintas canciones que el convaleciente… Tener que cantar de nuevo, ese es el consuelo que me inventé y ésa mi curación…Oh Zaratustra, para estas canciones se necesita una nueva lira… cura tu alma con nuevas canciones”.
Zaratustra es el convaleciente. No es enfermo, no es sano. Estado Ni. Un paciente que atraviesa estados de paciencia pasiva, sumisa en la espera de la esperanza, lejos de las potencias transformadoras y también de paciencia activa, que planifica la esperanza, plástica, órfica.
Convalecer necesita puentes, mesetas, rellanos en la escalera y tiempo para generar una nueva confianza, porque la confianza se agota como los receptores de los sentidos que se obnubilan con los excesos y con las faltas de estímulos.
En el proceso del convalecer de Zaratustra, la serpiente y el águila, son los rehabilitadores, los intercesores en las recaídas. Serán sus voces hasta que él, Zaratustra, escuche su propia voz y pueda ser el médico de sí mismo. A veces son rehabilitadores apolíneos que apuntalan, organizan, ordenan, ejercitan y a veces son rehabilitadores dionisíacos, que invitan a la embriaguez de los sentidos, a la exaltación de la vida.
¿Otra vez la náusea? ¿Otra vez la noche?
La serpiente y el águila piden a Zaratustra que calle, porque el hablar recrudece la enfermedad, un hablar que rememora y reitera. Ellos tratan de acallar los pensamientos que condujeron a la náusea y orientar a Zaratustra por la senda de una nueva estética de vida.
Son los pensamientos mismos los que enfermaron, los que se hicieron náusea y ellos instan al maestro a apropiarse de la vida que circula por su cuerpo y a descubrir su canto de convaleciente.
La serpiente y el águila se regocijan en sus parloteos. La vida respira, oye, huele, saborea, ve y el mundo es un jardín que embriaga de aromas, sabores, sonidos de los pájaros. El convaleciente que quiera cantar la vida habrá de inventar nuevas canciones y una nueva lira.
Algo ocurrió con las viejas canciones. ¿Qué son las viejas canciones? ¿Por qué una nueva lira y nuevas canciones para curarse? ¿Qué proponen los animales a Zaratustra?
La convalecencia no es un camino unidireccional que va de un lugar a otro. Es un camino laberíntico y escarpado. Con cortes de ruta, con obstáculos que obligan a volver sobre lo andado, precipicios que inspiran al salto o al reconocimiento de los límites. Más vale desplegar la voz para que la oigan del otro lado. Los arroyos a veces interrumpen el camino y un bailarín puede hacer una pirueta que haga puente entre una orilla y la otra. Y qué decir del modo de caminar. Porque el camino es una manera de andar, de arrastrarse, de reptar, de ser buey, de ser carreta, de volar. Todo sirve para el deseo de trasladarse, para el nomadismo.
El convaleciente quizás tenga que interrogar sus viejos hábitos de vida, sus viejas canciones, sus ritornelos.
La serpiente y el águila habrán de ir con cautela. La náusea no sólo es la expresión de que algo está enfermo en Zaratustra, también la fuente de su inspiración y parece que él no está dispuesto a resignarla.
La embriaguez del convaleciente.
“La gratitud mana constante como si acabase de suceder lo inesperado, la gratitud de un convaleciente, pues la convalecencia era inesperada… la embriaguez del convaleciente tras una larga privación y una larga impotencia: el goce de una fuerza que vuelve, de una fe que despierta de nuevo a un mañana… de aventuras inminentes, de mares que de nuevo se abren, de objetivos que están permitidos de nuevo, en los que de nuevo se cree”.
Algo inesperado sucede.
Habrá que investigarlo, conocer las causas, las variables intervinientes. ¿Qué hora del día era? ¿Estaba solo? ¿Cómo estaba vestido? ¿Qué edad tenía cuando sucedió?
Pero lo inesperado no es deliberado, no es premeditado. Es una estrella fugaz que salta en el cielo y desaparece. Un relámpago. Sucede.
¿Qué es este inesperado, sino la potencialidad de un cuerpo capaz de acordar con la música del universo?
La gratitud que mana en el convaleciente es una pasión alegre que afirma la vida y no porque diga que sí a todo, como el asno, porque no sabe decir no y dice sí a todo lo que es no. El sí del convaleciente es el que sabe decir no y pone la negación al servicio de la potencia de afirmación. Dice que no al soportar y acarrear de los pesos y así afirma la levedad.
El convaleciente embriagado goza de una fuerza que vuelve, de una estética de vida como obra de arte fugaz. Fugaz como la salud y como la enfermedad. Eterno retorno de la convalecencia.
“Todo arte tiene efecto tónico, acrecienta la fuerza, enciende el placer (es decir, la sensación de fuerza), suscita todos los más sutiles recuerdos de la ebriedad, hay una memoria peculiar que desciende en tales estados: regresa aquí un lejano y fugaz mundo de sensaciones.”