Voy a hablar sobre la clarividencia y la locura a partir de un film que, probablemente, muy pocos conozcan, aunque está disponible en los videoclubes: se llama El Desierto Rojo, de Michelangelo Antonioni. Para mi propósito aquí, no tiene importancia alguna no haber visto el film.
Antonioni dice: “Hoy, las historias son aquello que son, si es necesario sin principio ni fin, sin escenas-clave, sin curva dramática, sin catarsis. Las historias pueden construirse con harapos, fragmentos. Pueden ser desequilibradas como la vida que vivimos”. En ese film, El Desierto Rojo, no vemos otra cosa que harapos, fragmentos, desequilibrio. No hay una historia, sólo un esbozo de historias, harapos de vida, fragmentos, residuos y, por todas partes, la vida desequilibrada. En ese film, vemos a un personaje perdido, deambulando en medio de terrenos baldíos, excrementos humeantes en medio de torres de antenas interestelares, chimeneas industriales, vapores. Se llama Giuliana. Es Giuliana con frío, con hambre, con miedo, con prisa, con susto, con enojo, con espanto. Después es Giuliana contemplando el agua contaminada por los desechos de las fábricas, después es Giuliana atravesando descampados áridos, llenos de residuos industriales; es Giuliana tratando de abrigarse en un fuego que no calienta; es Giuliana sumiéndose en el aire que sofoca; es Giuliana entre los cuatro elementos -el agua, la tierra, el fuego y el aire-, pero elementos que ya no le dan al hombre ni calor, ni frescor, ni seguridad, ni horizonte, ningún contorno.
Después vemos a Giuliana, con un marido desafectado, con un amante que no la satisface, con un hijo que no le alcanza; girando en torno a un supuesto accidente pasado, y que en el film se revela haber sido una suicida frustrada.
Pero todo eso es insuficiente porque el film mismo de Antonioni es otra cosa. Es muchísimo más fuerte que esos pocos clichés respecto de la soledad en un mundo moderno deshumanizado o sobre la incomunicación de los hombres.
Ante todo, el film es una cierta mirada, un gran fresco de colores y formas deslumbrantes, tuberías muy coloridas, llamas frías saliendo de las torres y chimeneas, el ocre por todas partes, chapas de color, cascos complejos de navíos, el azul de los muelles, hierros macizos -toda una metalurgia- pero también los colores de la tierra, el mundo mineral. Es imposible no quedar fascinado con tal colorido, con tamaño dominio de los colores de una limpidez estentórea, pero siempre atravesada por todos los brillos no solares, por todas las nieves, brumas, humaredas cenicientas o amarillentas de las fábricas: gases por todas partes.
El futurismo encuentra aquí una dimensión abstracta y lo abstracto provoca un vértigo en que la realidad del mundo pierde su aspecto figurativo, real, y gana tonos oníricos, alucinatorios, perturbadores. Al mismo tiempo, en ese film suenan sirenas, silbatos, ruidos de máquinas, de chimeneas, de vapores de navíos: todo un zumbido de fondo que hace vibrar cada imagen, intensificando la sensación alucinatoria que invade al espectador, al espectador común -cualquiera de nosotros-, y de la espectadora mayor que es el personaje central de ese film: la protagonista.
Lo que nosotros vemos, claro está, es la realidad -fábricas, aguas espumantes, la realidad de la técnica, de la tierra, del aire poluído-, pero es la realidad llevada a su punto extremo, como cuando observamos atentamente un objeto y va perdiendo su obviedad y comienza a aparecer su extrañeza -como el peine de Manoel Barros-, a aparecer en su irrealidad.
En ese mundo de Antonioni tenemos la sensación de estar vagando en un sueño brumoso, de que estamos metidos en una alucinación visual y auditiva. Los colores saltan de la pantalla con su frialdad corrosiva, las formas adquieren raros contornos, curvas tubulares, silos intrincados, enormes bolas de vidrio encolumnadas en un descampado, objetos no identificables por todas partes, reflejos y turbios de todos los matices. Y una especie de hipnosis invade la mirada y ya no podemos discernir si lo que vemos es el extremo de la belleza o del horror, si es realidad o irrealidad, si es sueño o pesadilla. Es como si ya no hubiese un juicio de realidad posible: todo se tornó extraño, familiar, siniestro, real e imaginario al mismo tiempo, físico y mental, indecible. En medio de todo eso, de ese mundo excesivo -exceso de colores, exceso de brumas, exceso de solidez, exceso de extensión, exceso de frialdad, exceso de polución- personajes deambulantes vagan como almas en pena. Es un deambular por todas partes, sin objetivos, sin finalidad. Y en el transcurso de ese deambular no hay reacción posible frente al mundo. Pareciera que la relación misma con el mundo perdió su organicidad.
Los personajes están desconectados del mundo, de la situación que atraviesan. Todo lo que les resta en medio de ese deambular fluctuante, en que se preguntan como el personaje central “¿quién soy yo?”, todo lo que les resta a los personajes es ver. Giuliana no deja de asombrarse con todo y con todos, con la pared blanca y vacía de su futura tienda, con el casco del navío, con una fruta podrida, con el sandwich del obrero, con el afrodisíaco, con el paisaje. Ella que ya no reacciona orgánicamente frente a un mundo coherente, en medio de su espanto sólo logra esto: ver. Sólo que ahí, el ver gana una nueva cualidad, pues no es un ver pragmático, no significa mirar una situación con el fin de evaluar cómo intervenir, como en general se ve. No es ver para hacer sino ver para ver, como diría Bergson, ver para divisar aquello que no es visible, ver para captar de la realidad su dimensión de exceso, de exceso de belleza, de exceso de horror, de exceso de intolerancia, de exceso de deslumbramiento.
Existe ahí toda una nueva función de la mirada que el cine trae ya a colación desde el neorrealismo italiano. Los personajes ya no interactúan unos con otros, ni con las situaciones que se presentan frente a ellos. Quedan paralizados, ya sea frente a la guerra, a la furia, a la naturaleza, a la decadencia social, a la propia ruina, ya sea frente a la cotidianeidad misma. ¿Qué sucede con esos personajes bestiarios frente a todo eso? Es ahí donde tienen acceso a visiones, a una especie de clarividencia que adquiere dimensión, en círculos concéntricos, adentrándose en las dimensiones más vastas del tiempo. Pues bien, es esa clarividencia superior la que caracteriza a la mirada de Giuliana, una clarividencia que ve aquello que existe en su exceso de color, de horror, de terror, de incomprensión, de magnitud.
Fue Gilles Deleuze quien, por vez primera, insistió sobre esa nueva mirada que surgía en el cine, esa clarividencia cuya aparición coincide con cierta crisis que intervino en la propia historia del cine y en el mundo con la Segunda Guerra Mundial. Pero ¿crisis de qué? Y aquí todos nosotros estamos involucrados en esa situación histórica y en ese giro histórico. Porque esos personajes cinematográficos viven la crisis de la creencia del eslabón perdido. Es como si se hubiese perdido el eslabón entre las cosas, como si se hubiese perdido la creencia en la organicidad que reúne cosas y personas en una totalidad coherente. Esa coherencia del mundo parece deshecha y desintegrada.
Cuando se pierde la creencia en el mundo se pierde la creencia en la acción, en la reacción, en el movimiento y se pierde también la creencia de que una acción pueda cambiar una situación en el mundo. Y, de alguna manera, cuando se pierde todo eso sobreviene el fin del cine de acción, del cine de movimiento, ese cine que concibe el mundo como una totalidad orgánica.
Y ahí es otro el cine que surge: ya no es un cine basado en el movimiento, en la acción-reacción; ya no es un cine del movimiento -es un cine del tiempo. Y en ese otro cine del cual Antonioni forma parte y del cual formamos parte todos nosotros, todo cambia: encadenamientos débiles entre las situaciones, encadenamientos débiles entre los personajes y las situaciones que ellos viven, encadenamientos débiles entre los espacios recorridos por ellos. Surge una realidad de dispersión: personajes perdidos vagando por espacios sin identidad, espacios cualesquiera: por ejemplo, un descampado, terrenos baldíos, ruinas de guerra, construcciones paralizadas, como en los filmes de Wim Wenders, personajes deambulando sin sentido. Cada personaje entabla con lo que le acontece, una relación de indiferencia y extrañeza. Y, la mayoría de las veces, a partir de ese quiebre en la creencia, de esa inanición de la acción, se deshace un poco el mundo, el espacio continuo, la continuidad de una intriga, la continuidad de una historia. Se desintegra la continuidad misma del tiempo. Y ahí vemos un mundo lacunar, sin totalidad ni encadenamiento. Los personajes dejan de ser agentes para tornarse meros espectadores de una situación que los supera por todos lados, que excede demasiado su capacidad motora de emprender cualquier reacción, y los obliga a ver y escuchar aquello que está más allá de cualquier respuesta posible. Los personajes, entonces, quedan ligados a una visión. Se vuelven videntes. El personaje invadido por una clarividencia hace que las cosas -hasta las más banales- tomen el aspecto de un sueño o de una pesadilla. Los objetos ganan cierta autonomía, más allá de su función pragmática en el interior de una situación. Ellos ya no sirven para nada concreto, pero son investidos por una mirada que toca, una mirada táctil, esa mirada aprehensora de la cual habló Narciso.
Es toda una nueva mirada que palpa. El tacto del ojo. La realidad sigue siendo realidad, claro está, pero cuando es investida por esa mirada se vuelve onírica y los órganos de los sentidos de los personajes se liberan del yugo de la acción porque ver ya no es ver para hacer sino para ver. Y esa mirada moviliza en los personajes fuerzas de otro orden distinto del de las fuerzas motoras. Y ahí lo que se percibe es que en esa intriga deconstruida ya no hay privilegio de una situación dramática, no hay momentos fuertes, no hay escenas-clave, al decir de Antonioni. ¿Y por qué? Porque cualquier instante -hasta el más banal- puede ser el instante de clarividencia, cualquier espejismo puede ser de espanto o de miedo, cualquier hueco de tiempo hace emerger de dentro de sí su propio acontecimiento.
En verdad, es así como funciona no sólo en el film de Antonioni sino también en el film de nuestras vidas: un tiempo no pleno, lleno de huecos, huecos en que desfallecemos y que Antonioni ayudó no sólo a radiografiar sino también a construir. Él infiltró en sus films esos intervalos temporales en que existe todo un nuevo fluir del tiempo. Y, en esa nueva temporalidad, surgen intensidades inéditas, nunca vistas.
Pues bien, en estas imágenes investidas por la mirada, en esta clarividencia liberada de las exigencias de la acción, se cumpliría un programa de Castañeda: liberar la percepción de la acción, hacer ver hasta los intervalos más moleculares, los elementos más energéticos. Es la realidad que se tornó alucinatoria. Y, en ese sentido, la descripción más objetiva se vuelve la más subjetiva. El extremo de la realidad objetiva toca el extremo de la realidad subjetiva, como las fábricas en el film de Antonioni. Y, sin embargo, es alucinación todo el tiempo. Es como si, en ese momento, el sueño o la alucinación -que es lo más subjetivo- tocase la materialidad hecha de onda luminosa y de interacción molecular -que es lo más objetivo. Y ellos se reencuentran en esa tesitura microscópica de lo real, en esa realidad microfísica –la más objetiva- que ya es al mismo tiempo, la más subjetiva. Y ahí, real e imaginario se tornan indiscernibles.
Sea como fuere, al menos queda claro que la clarividencia -tal como yo la entiendo- no es pasividad ni complacencia con lo dado. La clarividencia es movilización de otras fuerzas y de otras facultades humanas e inhumanas. La clarividencia produce una nueva relación con lo intolerable, con lo insoportable, en que se mezclan fantasma, crítica, constatación, compasión. Y la clarividencia no sólo nos libera de la acción, sino también nos libera de los clichés, de esos clichés con los cuales clasificamos el mundo en forma pragmática.
Cuando el mundo es el mundo de los clichés, ya es conocido, ya es aceptado como tal, ya no puede revelar reserva alguna de intolerable. Nosotros reducimos el mundo a clichés a fin de aguantarlo, manipularlo y prever su curso. Pero, cuando en una clarividencia, somos obligados a ver la cosa por entero, la cosa en su exceso, lo que vemos es la imagen y no el cliché de la cosa. El cliché está hecho para que no se vea la imagen. Y, para que la imagen aparezca, es necesario que ella abandone el cliché a fin de que la realidad surja en su completa insoportabilidad.
Bien, podría terminar aquí, pero quiero agregar algo acerca de la locura. Esas características que mencioné respecto de El Desierto Rojo, ese film de Antonioni, son también las características del cine contemporáneo en general, del cine moderno. Pero, curiosamente, esas características confluyen con aquello que percibimos del universo de la locura y, en un cierto sentido, el universo de nuestra propia locura. Por ejemplo, el débil encadenamiento entre personajes y situación, la fluctuación del personaje en medio de una situación, la desconexión en relación a las acciones, el deambular, una cierta parálisis motora -a pesar del deambular, y ese acceso a visiones, el ejercicio de una clarividencia en la cual las cosas aparecen en todo su exceso, todo un circuito indecible entre realidad y pesadilla, entre realidad y alucinación, la autonomía de los objetos en relación a su propia función, la desconexión de los espacios, la desconexión de los tiempos, la desintegración del hilo narrativo de la historia, una especie de descrédito en la realidad del mundo, etc.
¿Quién no reconocería ahí el universo de un psicótico? Es como si el cine contemporáneo hubiese enloquecido. Es como si el cine hubiese asimilado trazos normalmente atribuibles a los locos. Es como si el cine, para ser y parecer contemporáneo, fuese paradójicamente obligado a enloquecer. Y el cine es tanto o más contemporáneo, cuanto más integra en su forma características de la locura, sin por ello necesitar tematizar a los locos mismos.
Ese film de Antonioni podría no tener por personaje alguien perturbado como Giuliana, y sería un film igualmente perturbador por su forma enloquecida de mirar. Es en ese sentido que en el cine contemporáneo la locura está siempre en cuestión, incluso cuando los films no presenten en su guión personaje alguno identificado como loco. Es una idea extraña pero sólo en la medida de cómo el cine, al expresar una cierta contemporaneidad, capta de ella aquello que el loco también expresa de esta misma contemporaneidad y del modo más ridículo.
Voy a ejemplificar -sé que ese raciocinio es un poco rocambolesco- esa resonancia entre mundo contemporáneo y locura contemporánea. Hace algunas décadas atrás, en otro texto sobre un tema diferente, un etno-psiquiatra llamado George Devereux lanzó una idea sugerente de que el hombre moderno es esquizoide fuera de los muros manicomiales y esquizofrénico dentro de ellos. Es como si entre el hombre “normal” y el “loco” hubiese una especie de homologación estructural; o sea, el esquizofrénico del manicomio estaría sólo intensificando y concentrando en él trazos de comportamiento típicos de la sociedad que lo rodea, ya sea en el ámbito de la sexualidad, de la puerilidad, de la fragmentación, etc. No en vano, concluye Devereux, la esquizofrenia es incurable, ya que sus principales síntomas son sustentados por los valores más característicos de nuestra civilización.
Bueno, no pretendo extenderme en esta idea ni en los debates a los que dio origen en el campo psiquiátrico. Sólo quiero aprovecharla para clarificar esa relación que estoy sugiriendo entre cierta forma del cine contemporáneo, ciertos aspectos aparentes de la locura y cómo ambos -cine y locura- expresan un estado del mundo contemporáneo.
En una de las últimas secuencias de ese film -una de las más bellas-, Giuliana está vagando por el muelle del puerto y se encuentra con un navío atracado. Y comienza una conversación con un marinero extranjero. Ella habla una lengua, él otra. Ella, en medio de los hierros, de las sombras, colores, ruidos, pregunta si el navío en cuestión lleva pasajeros. Ella dice la siguiente frase (él no entiende nada): “No es que lo haya decidido; no puedo decidir porque no soy una mujer sola, por lo que a veces es como … separada. No, no de mi marido, no … los cuerpos están separados. Si me fastidia, no sufre”. Es un poco ésa la sensación que el cine moderno explora, la de los cuerpos deshechos y separados.
Pero no se trata de un lamento sobre la incomunicación en el mundo moderno, más bien de un nuevo contexto, de un nuevo régimen en el cual las cosas ya no se relacionan por encadenamiento orgánico, y sí por otro tipo de conjunción. Ellas forman otro tipo de articulaciones y en el medio de ellas hay intervalos, fisuras; y en el medio de esas fisuras, de esas hendiduras, se introducen otras visiones; y del medio de esas visiones surgen otros acontecimientos. Incluso cuando, en un momento del film, ella dice “yo estuve enferma” (ella dice que estuvo un tiempo internada en un hospital y después uno descubre que era una clínica psiquiátrica), ella continúa: “estuve enferma; debo pensar que todo lo que acontece forma parte de mi vida”. Ahí, nosotros reconocemos el habla probable de un terapeuta de la clínica pero también sentimos cuán improbable es que eso efectivamente acontezca, eso de que ella sienta que le acontecen como parte de su vida.
Antonioni no está estetizando una vivencia que es dolorosa pero muestra cómo el cine es capaz de revelar esos acontecimientos contemporáneos que a nadie en particular le suceden, ya que es propio del acontecimiento ser impersonal, no pertenecer a alguien ni ser la intriga personal de un yo, sino que constituyen bloques de sensación, bloques de percepción, bloques de afecto, bloques imprevistos que atraviesan este yo, aquel yo, un tercer yo y que nos tocan con sus mismísimos ojos y que nosotros tocamos con nuestros propios ojos.
Todas esas imágenes que vemos en El Desierto Rojo recuerdan esa bruma solar, los vapores, el gas, todo un estado naciente de la percepción al cual hace referencia Deleuze cuando comenta una novela de Lawrence de Arabia: Los siete pilares de la sabiduría, donde hay un espejismo en medio del desierto -Lawrence lo va narrando-, un espejismo en el cual las cosas suben y bajan como bajo el efecto de un pistón y los hombres levitan suspendidos en una cuerda. Es un ver brumoso, es un ver perturbado, es un esbozo de percepción alucinatoria, una ceniza cósmica.
Pero, insisto, es un estado naciente de la percepción, donde la visión y el sufrimiento se mezclan y van del ceniza hasta el rojo en un aparecer y desaparecer del mundo del desierto, y todas las aventuras de la visión que van del transparente invisible hasta el fuego púrpura, donde toda la visión hace arder los ojos.
Deleuze va a observar con esas visiones que los grandes escritores logran crear, estos bloques de percepción que ya no son la percepción de alguien sino son entidades estéticas con las cuales ellos, escritores, queman sus propios ojos. Por ejemplo, Melville (el autor de Moby Dick) tenía dentro suyo una especie de océano íntimo que ningún marinero conoce, aunque resuene con el océano de los marineros, pero que después de ser externado estéticamente, esa visión transforma el mar, crea una visión-mar, una nueva entidad-mar, una Potencia-mar. También Lawrence, que está en el desierto y no en el mar, tiende dentro suyo un desierto íntimo que ningún beduino conoce, aunque se asemeje un poco al desierto de los beduinos. Y después, cuando es externado estéticamente, se crea una nueva entidad-desierto, una Potencia-desierto. A partir de esas entidades, nacen nuevos afectos, nuevas percepciones, nuevas potencias.
Y lo mismo sucede con Antonioni: desde dentro de esa locura específica que es el personaje suyo o su film, se aprehende un cierto estado del mundo y de él se extrae su maravilla infinita, su inmenso frío glacial, la inextinguible luminosidad de las cosas, la abyección inapelable, un desequilibrio irremisible, desequilibrio del mundo en que vivimos y que tocamos con los ojos, desequilibrio de la locura que nos ronda y que hoy es nuestra, de todos nosotros, irremediablemente.
Traducción: Andrea Alvarez Contreras
(T.A.A.) Traducción autorizada por el autor
Buenos Aires, 2 de Septiembre de 1998.