Alas del deseo, El cine-vuelo

[1] Hombres-casi ángeles, descubrimos el vuelo de los afectos, los invisibles movimientos de expansión y retracción de la vida.

Alas del Deseo, Vuelo de la Creación de los mundos.
Deseo-Vuelo.
En un primer plano, un ojo habita la superficie de la pantalla. Mira desde el cielo el pulsar de Berlín. Se trata de un ojo ángel.
A partir de ahí, y con esa mirada, se recorrerá Berlín, paradigma externo del cuerpo urbano contemporáneo. Nos estamos iniciando en el cine-ojo-de-ángel. Ojos-alas.
Vemos las alas de un ángel –Damiel- volverse invisibles. Es que él quiere volar hasta la ciudad, donde muchos otros ángeles deambulan incógnitos por entre los humanos, visibles sólo para los niños –sólo algunos- y para nosotros, los espectadores. Desde el comienzo conducidos por su ojo, tocamos la sensación de los cuerpos humanos. Su malestar es notorio. En breve, vamos descubriendo que están invadidos por un incesante combate entre fuerzas de vida y de muerte. En su mayoría, son cuerpos delgados como agotados. Los afectos emergentes en sus encuentros no accionan las alas del deseo para nuevas configuraciones que los expresen: quedan girando en los límites de un espacio aislado. En su recorrido, circunscriben una extraña interioridad que asombra a los ángeles –y nos asombra, a través de su mirada. La razón de ese extrañamiento es la explicitación de esa subjetividad privatizada que nos es tan familiar y, al mismo tiempo tan desconocida. “Cada uno es un pequeño estado” –dice Cassiel, otro ángel, en algún momento.
La mayor parte del tiempo, los ángeles se acercan a la cabeza/mente de los hombres para oír sus soliloquios. Son como viñetas de historietas, viñetas tan sobrecargadas de palabras que llegamos a sentir su peso. Algunos espectadores dicen que no les gusta el film precisamente por eso: lo acusan de verborragia. De hecho, las palabras sobran. Germinan de una existencia humana desconectada del acontecimiento. Examinando más atentamente esas palabras, conducidas por la escucha de los ángeles, captamos los signos de una especie de digestión del pasado o de los sueños no realizados. El tono predominante es melancólico: una sensación de pérdida irremediable.
Acompañamos el intento permanente que cada uno hace de administrar la propia imagen –o mejor dicho, la imagen es vivida como propia y que, por eso tiene que ser mantenida a cualquier precio- y esa imagen no deja de escapar. Como dice Marion, la trapecista asustada: “Me miro en el espejo y no veo nada…” Nosotros, los que vemos en la invisible vibración del os cuerpos y de sus palabras es que el deseo pierde las alas y se convierte en motor de muerte. Cada uno tiene su propia forma de arrancar de sí las alas del deseo. Cada uno inventa su propia escena. Sus propios monstruos. Su propia muerte. Las palabras en el film pesan concretamente porque son, en su mayoría, palabras de muerte.
Los ángeles analistas, tienen sólo tres actividades: además de escuchar a los hombres –incluso y sobre todo, su silencio- ellos observan los acontecimientos e intervienen en algunas ocasiones.
Lo que los orienta en su decisión de intervenir, es el estado de vitalidad de los cuerpos y no cualquier tipo de criterio moral: sólo deciden intervenir en el aleatorio curso de los acontecimientos cuando el ensimismamiento –el movimiento estéril de sí y para sí- llega a tal punto que se convierte en puro movimiento de muerte. Ahí, ellos entran en escena e intentan convertirlo en movimiento de vida. Al parecer, ése es su don principal. Su técnica es muy simple: tocar levemente la cabeza o el hombro del cuerpo debilitado. Un toque de ángel: toque de aliento, de mano o de rostro. A veces, ellos fracasan y los hombres se suicidan. Cuando eso sucede, nosotros y los ángeles quedamos aterrados. Sin embargo, cuando logran realizar su angelical designio, el film se vuelve puro encantamiento. Es como si en los momentos de encarnación de ese espíritu ángel, inmersos en el acontecimiento con su voluntad de vida, la existencia humana resplandeciese en todos sus matices. La levedad y la transparencia de los ángeles integrada al peso y a la opacidad de los hombres, transforma la consistencia de los cuerpos, incluso la del propio film. Igualmente con el color: del blanco y negro pasa al color. También el ángel otrora inquieto, se apacigua: su rostro se vuelve sonrisa, que se derrama por la pantalla y queda reverberando en las imágenes siguientes. En esos momentos se metamorfosea también lo humano: su cuerpo entristecido se revigoriza y él comienza a soñar conexiones posibles. Se prepara para volar. Por ejemplo, un hombre deprimido en el subterráneo, al ser tocado por el ángel yergue la cabeza y dice: “Todavía estoy aquí, si yo quisiese… necesito querer”. Ángel de la guarda del deseo.
Cada ángel conducido por los distintos efectos de sus encuentros con los hombres, va definiendo preferencias. Cassiel acompaña más asiduamente a un viejo narrador de historias, testimonio de las escenas y acontecimientos de la guerra que, permiten trazar la genealogía del cansancio de los cuerpos en la actualidad. Damiel prefiere a Marion, la trapecista. Su invisible presencia despierta en ella –y también en nosotros- la esperanza de salir del ensimismamiento del cuerpo, de una apertura hacia el otro, de una atracción entre los diferentes, hombre y mujer, por ejemplo. Una promesa de amor. Y el cine-ojo-de-ángel de Damiel/Wenders/Alekan/Knieper/Handke [2] nos va llevando poco a poco a apasionarnos por Marion (Solveig Domartin, la Marion de Damiel, en aquel entonces mujer de Wenders). A lo largo de ese enamoramiento, se va aguzando la curiosidad de Damiel en relación a la diferencia de los sexos: las escenas del encuentro hombre/mujer pasan a movilizarlo, particularmente. Su ojo-cámara-de-ángel se detiene en algunas imágenes significativas de diferentes tipos de amor que él va descubriendo.

Si algo fracasó, fue el deseo como invención de posibilidades de vida.

Imagen I: un matrimonio de edad, completamente resignado. Desamparados los dos -ella en la cocina frente a la mesa, él en el living frente al televisor- permanecen mascullando un monótono resentimiento por el rumbo del hijo rockero que, no obedece a las imágenes que le habían destinado. Es que, aquello que varía es la señal de la finitud y como ellos no soportan el devenir, evitan dejarse tocar por el mundo: se encierran. La angustia de esa cerrazón, la viven como fracaso de su proyecto de estabilidad/continuidad/eternidad. Y hacen del hijo el chivo expiatorio de ese supuesto fracaso. Pero si algo fracasó en este caso –y, de hecho, fracasó- fue el deseo, en su carácter procesual de invención de posibilidades de vida…
Una variación de ese tipo de amor: un matrimonio de 40 años. Ella con el rostro surcado por la melancolía, pinta tediosamente las paredes del departamento. Él, al llegar a casa irritado e irónico, se siente invadido por la presencia de ella. Se atribuyen el uno al otro la responsabilidad por el hecho de haber sido interceptado el vuelo de su deseo. Pacto entre estrategias de muerte de un deseo enfrascado en la neurosis.

Imagen II: 
La lenta aproximación entre el ángel y la mujer. Él, ángel, se entendía con su lugar intermediario entre la eternidad divina y la temporalidad humana. Dice frases como: “Mi ojo intemporal me indica que hace mucho que estoy fuera del mundo”. Se entendía también con su lugar de puro ejercicio mental –como dice. Y se sincera: “Llega de vivir ‘ad infinitum’ en el espíritu”. Quiere sentir el sabor del acontecimiento en su cuerpo.
Ella, mujer, prueba sus alas en el trapecio del deseo. Desterritorializada -sin origen, sin historia, sin país, tal como ella misma se presenta- de su vida familiar sólo quedan fotografías en la mesa/cómoda/escritorio/camarín/trailer. (Trabaja en un circo itinerante, que en ese momento se encuentra en Berlín y además de eso, el circo mismo está al borde de la falencia). Como todas las demás personas que el ángel conoce en su deambular por la ciudad, Marion vive un trabajo intenso de lucha contra la muerte y, muchas veces, casi sucumbe al miedo. Pero cuando Damiel roza su cuerpo en lo invisible, ella pasa a aguantar la ausencia de rostro y dice: “Una parte mía se asusta y otra, no”. O sino: “Tengo un poco de miedo, pero no me hace mal. Pronto pasa. Sé que después vuelve”. Es que ella, ya sospecha que otro rostro irá a delinearse y así, va pudiendo encarar en el espejo la duración del vacío, hasta que esto suceda. Dice querer “estar pronta para los hombres que esperan una ola de amor en su cuerpo”.
Marion y Damiel ensayan percepción, sensibilidad, gestos… palabras que nos llevan más allá del siniestro pacto de simbiosis. Pero no saben –nosotros tampoco- ni cómo, ni dónde exactamente.

Imagen III: 
Todo lleva a pensar que tal esperado encuentro se hizo posible. Ellos están listos. Estamos en el final del film. Damiel encarna. Es una decisión. Quiere sentir el sabor de la finitud. Se alegra con sus descubrimientos: el tiempo y la actualización de los acontecimientos en su cuerpo. Cambia la armadura de hierro por una vestimenta de hombre y, después de un breve encuentro con Columbo [3] –un ángel encarnado hace treinta años, que le da consejos para su vida entre los hombres- va en busca de Marion. Pero ella ya desapareció. Ante la primera frustración –sensación desconocida por los ángeles- no obstante triste, le declara a Cassiel que no se arrepiente de haber abandonado la neutralidad de los cielos, pues encarnado sabe que “otras alas nacerán en el lugar de las antiguas y lo asombrarán”. Es que, él descubre que la presión del acontecimiento en su cuerpo humano moviliza alas que lo llevarán hacia algún otro lugar de sí mismo, un lugar que encarne las intensidades emergentes. Otro lugar: otro cuerpo, otro mundo. Se volvió ángel-hombre: descubrió el deseo. Marion se tranquiliza. Adquirió un arma contra el miedo: sabe de las invisibles alas del deseo. Aunque sola, en el medio del predio recién abandonado por el circo, ella sonríe: no tiene más miedo del miedo”. Sabiendo que “todo es posible”, se cambia el jean por un vestido de noche, rojo brillante y sale al encuentro. Ya al lado de Damiel, ella dice: “No sé si existirá el destino, pero de una cosa estoy segura: hay que tomar una decisión”. Decide. Conquistó la soledad y es así, y sólo así que consigue abrir una ola de amor en su cuerpo: Marion encuentra su hombre-ángel.

Hay algo de final feliz, pero no de aquella felicidad hollywoodense de hombres humanos.

Ella le dice que él se tiene que decidir. Es como si todas las mujeres estuviesen diciéndole eso a todos los hombres. Es que, en el impacto del primer encuentro encarnado, ella no se da cuenta que él ya tomó su decisión. Si el lugar de aquel más allá del pacto de muerte, era sólo una promesa durante el film –y en los últimos tiempos- ahora él ya está listo. Wenders, con su cine-ala, sólo vino a ocuparlo. Sin embargo, lograr hacerlo es extraordinario- Su ojo-de-ángel encarna en nuestro cuerpo: se abren posibilidades de vida/mundo que, aún virtuales, nuestro simple ojo humano no detectaba. Posibilidades de amor: una “nueva suavidad” que buscaba lenguaje, parece haberlo encontrado.
¿Cómo sería ese amor?
Como en todos los tipos de amor humano, la atracción también en ese caso, está hecha de una complementariedad de escenas fantasmagóricas. Pero aquí, cada uno conoce suficientemente sus propias escenas y las del otro, con las respectivas estrategias de muerte, para no caer en sus emboscadas. Suficientemente para no desempeñar el rol de monstruo en el script del otro, coartada que justifica la impotencia. Desinvestido, el monstruo simplemente pierde sus poderes: se revela su carácter puramente imaginario. El movimiento imaginario, sin esa coartada, se retrae. El amor se vuelve un pacto entre movimientos de vida singulares: Damiel asegura la cuerda para que Marion invente toda tipo de vuelo en su trapecio, sin correr el riesgo de resbalarse. Pacto entre existencias solitarias, a favor del deseo. Marion le dice a Damiel: “Sola o acompañada; nunca viví mi soledad… cuando me sentía bien al lado de alguien, era sólo coincidencia”. Coincidencia de encontrar una imagen así en la mirada del deseo del otro. Y continúa: “Debo poner fin a las coincidencias. ‘Mein Man’, mi hombre, sólo con vos pude estar sola. Soledad significa, finalmente: estoy entera”.
Entre la conyugalidad old fashion, simbiosis narcisística, y el narcisismo single de los célibes posmodernos, ambas estrategias de un deseo que perdió su potencialidad de conexión y creación de mundos; de hecho, ellos parecen haber encontrado otro lugar. El lugar de la soledad como singularidad para la cual el amor sólo puede funcionar como intensificador. Es por eso que Damiel dice: “Yo soy la unión”. Ese “Yo” no es el de una subjetividad encapsulada en la persona de Damiel, ni el “Nosotros” de una unión simbiótica, sino del deseo: movimiento de encuentro, de unión, del cual la subjetividad, transitoria, es sólo efecto.
Es por eso también que Marion dice: Al fin sola, potencialmente sola”, en vez de “Al fin solos” de aquel amor que expulsa al mundo y, consecuentemente desactiva las alas del deseo para garantizar una supuesta eternidad. Al fin solo, al fin íntegro. Cada uno encuentra en el otro apoyo para su singularidad, soporte para su vuelo, necesariamente solitario. Marion se refiere a ese soporte cuando, tocada por su hombre-ángel, en medio de una danza dulce y sensual ella dice: “Es como si dentro de mi cuerpo una mano me acercase suavemente”.
Hay algo de final feliz, pero no de aquella felicidad hollywoodense, de hombres demasiado humanos, que piensan haber encontrado la eternidad y nos hacen creer que la angustia de la finitud ya no regresará –y que, por lo tanto, ya no seremos importunados por el golpe de las alas del deseo. Lo “feliz” aquí tiene más que ver con el poder (re)conciliarse con la propia condición deseante y abrirse hacia el carácter finito ilimitado de su movimiento. El amor aquí deja de ser indispensable. Indispensable es sólo el deseo. El amor es bueno. Es bueno tener un aliado para no temer al alarido del aleteo del deseo y no sucumbir a las trampas defensivas que la muerte nos arma. De la misma forma, la belleza de ella no es la de la mujer histérica que seduce al galán para extraer de él una plusvalía para su imagen de femme fatale-super-star. Belleza glamorosa que se transforma en vacío melancólico, cada vez que la mirada del deseo de él desaparece. Marion es suavidad y firmeza, fragilidad y fuerza, inocencia y sensualidad, ángel y mujer. Aún triste, ella es linda. Y cuanto más encuentra el amor de él, más se afirma su singularidad. La propia imagen va quedando cada vez más nítida, más brillante, más vital. Es que, como dice ella, sus ojos van siendo los de la necesidad.
En su primer encuentro en el bar, Marion la mujer-casi-ángel, le dice a Damiel, su ángel-casi-hombre; “Creo que esta noche es luna nueva, no hay noche más tranquila que ésta… la luna nueva de la decisión. Somos ahora los tiempos, no sólo la ciudad entera sino el mundo entero está involucrado en nuestra decisión”.
Decisión de alzar vuelo en dirección a los nuevos cuerpos/mundos de hombre y mujer, nuevos territorios de amor. “Eso es serio –afirma Marion. Y continúa: “Encarnamos algo, decidimos el destino de todos. Nos embarcamos…”
Nosotros nos embarcamos junto a ellos. Cuando salimos del cine, como Damiel después de su primera noche con Marion, nos quedamos con la impresión de haber “captado la perplejidad”.

Nos quedamos con la impresión de que sólo el cine puede trazar un atajo entre hombre y ángel.

El film comienza y termina con Damiel escribiendo en su libretita de anotaciones, la experiencia de su encarnación. Es como si, para registrar su devenir-humano, las palabras no bastasen: por eso, entre el comienzo y el fin del texto existe el film.
Dar forma al descubrimiento de esa soledad indispensable, de ese amor potencializador y de las alas esenciales del deseo, por lo visto, pasa por imagen-y-sonido, pasa por el cine. En Wenders, la materia fílmica sonora vibra. Se agita o, por el contrario, se calma, sea leve e iluminada, sea pesada y oscura, sea opaca y espesa, sea transparente. Los personajes son estados de vida, estrategias del deseo. No hay historia, el enredo es enrarecido. Se trata de intensidades en estado puro.
Nos quedamos con la impresión de que sólo el cine es capaz de trazar un atajo que estrecha la distancia entre hombre y ángel. Magia del cine. Magia de encarnar ese espíritu que, como dice Damiel, está cansado de vivir sin carne. De quedar fuera del mundo.
Muchas veces, el cine se sirvió de la figura del ángel deambulando entre los hombres en la ciudad, eso no tiene nada de original. Sin embargo, en muchos de esos intentos (al menos, los que conozco) no se trata de la encarnación del ángel sino más bien de la desencarnación del hombre: el ángel es su vehículo, su mediador entre los hombres y los ángeles, el que permite el mágico/mítico pasaje de un mundo moderno de hombres desencarnados del deseo, encerrados en sí mismos, hacia un nuevo mundo donde las alas de los ángeles se convierten en alas de los hombres en su deseo, alas accionadas por el encuentro con lo radicalmente Otro. La fuerza de Wenders reside en realizar cinematográficamente esa posibilidad pronta ya en nuestros tiempos.
Wenders termina el film con un reticente à suivre. La última anotación de Damiel nos da la pista para comprender ese final: “Ahora, sé aquello que ningún otro ángel sabe”. Aquello que Damiel sabe ahora –suponemos que Marion también y nosotros con ella- es que la condición humana deseante es un interminable à suivre.
Humanos, limitados al ojo, sólo captamos lo visible de los cuerpos constituidos. Pero los ángeles, limitados al espíritu, aunque captasen el movimiento de los cuerpos inmersos en el acontecimiento, desconocían sus efectos en los cuerpos. Ahora, hombres casi-ángeles o ángeles-casi-hombres, descubrimos el invisible devenir de los cuerpos afectados en sus encuentros, el invisible vuelo de los afectos buscando lenguaje, los invisibles movimientos de expansión y retracción de la vida.
La condición humana deseante es un interminable à suivre. Vuelo ilimitado de creación. Deseo-vuelo.

“FOLHETIM”, Folha de São Paulo. Sábado 11 de marzo de 1989. N° 634
Traducción: Andrea Álvarez Contreras.
T.A.A. (Traducción autorizada por la autora) Buenos Aires, 21 de junio de 1996.

Alas del deseo, El cine-vuelo
Deslizar arriba