En el aforismo 246 de “Más allá del bien y del mal”*,
Nietzsche comenta:
¡Que tortura son los libros escritos en alemán para aquel que posee el tercer oído! ¡Cómo se detienen contrariando junto al lento revoltijo de ese pantano de sonidos sin armonía, de ritmos que no danzan, que entre los alemanes es llamado “libro”! … ¡Cuántos alemanes saben, y exigen de sí mismos saber que existe arte en cada buena frase- arte que debe ser percibido, si la frase quiere ser entendida! ¡Una mala comprensión de su tempo, por ejemplo: y la propia frase es malentendida! No existen dudas en cuanto a las sílabas rítmicamente decisivas, sentir como intencional y como atrayente el quiebre de una simetría muy vigorosa, prestar oídos sutiles y pacientes a todo staccato, a todo rubato, acertar el sentido de la secuencia de vocales y diptongos, y de modo rico y delicado cómo se puede pintar y variar de color en sucesión: ¿quién entre los alemanes que leen libros, estaría dispuesto a reconocer tales deberes y exigencias, y a escuchar tamaño arte e intención en el lenguaje?
¿Quién osaría descifrar un discurso como se descifra una partitura musical? ¿Y aguzar el tercer oído -que es el que aprehende lo incorporal del texto- para los sonidos armónicos, los ritmos que danzan? ¿Cuántos estarían en condiciones para captar su tempo -en el sentido musical del término- y discriminar los staccatti, los rubati, los glissandi; o a estar atento al momento en que aparece una fermata? ¿Y -cuando se pasa de la escritura al habla- aprehender la variación de los colores y de los matices: los tonos oscuros y densos transmutándose en claridad fluctuante, capaz de levitar en los límites del fraseo? Y lograr discriminar un tremolo, allá donde el discurso reverbera y se agita, abriendo paso hacia un afecto sin lugar? ¿Y captar los diferentes cambios de la voz humana, anunciando ora un dolor camuflado, ora una alegría contenida, y; a veces, devastando espacios afectivos a través de suspiros rítmicos, lacrimógenos o explosiones exuberantes, alumbradas de placer? ¡Cuán difícil es -en una sesión de análisis- sutil y pacientemente dejarse afectar por la multiplicidad metamorfoseante del discurso del analizando, suspender la interpretación precipitada, esperar que el propio cuerpo se haga eco y responda, y que los afectos emergentes den forma y sentido al habla interpretante!
A mi entender, éste es el gran desafío de todo psicoanalista que quiera traspasar el uso representativo del lenguaje y abrirse a la danza multicolor de los afectos, usando la escucha y el habla como canales para su pulsación. Tarea penosa, ardua, dado que nuestros hábitos son, en su gran mayoría, tejidos por mallas del lenguaje representativo. A veces, en el medio de una sesión, cuando me siento seducido por la tentación de esos hábitos, suspendo todo el contenido del habla del analizando y permanezco largos minutos escuchando sólo la música de su discurso: sus melodías, sus ritmos, sus timbres y todos los cambios y fluctuaciones que siguen. Generalmente, cuando vuelvo a las palabras, tengo un nuevo ángulo de interpretación, me dejé afectar de otra forma, puedo -con mi habla- crear pasaje hacia un nuevo sentido. En esos términos, ¿no sería posible concluir el enigma del lenguaje, aquel que destila de modo invisible, incorporal -y cuyo impacto nos alcanza bajo la forma de afecto-, solamente puede ser descifrado por oídos musicales? Nietzsche pensaba que sí. La práctica psicoanalítica me ha llevado, cada vez más, a darle la razón.
Continuación del ensayo que pertenece al libro: “OUTR´EM-MIM (ensaios, crônicas, entrevistas)”. Plexus Editora. São Paulo, Brasil 1998.
Traducción: Andrea Álvarez Contreras
T.A.A. Traducción autorizada por el autor.
Buenos Aires, 27 de septiembre de 1999.