Prólogo al libro “El paciente de las 50.000 horas”

INTERPRÓLOGOS DE LOS PSICOARGONAUTAS:
EMILIO, TATO Y HERNÁN

Emilio, mi analista, mi hijo juicioso, mi padre travieso.

Este prólogo, después de la lectura de tu libro, no es un prólogo sino un post-logo. Está escrito con la superioridad de quienes conocen el final de la película y con las ganas de hablar de ella guardando el secreto del desenlace para aquellos que no la vieron. Me siento con la responsabilidad que atañe al privilegio de los críticos amigos que han sido invitados para una avant-première y después tienen que decir algo apasionante para que la gente concurra en masa. Por eso voy a presentar las fotografías de propaganda que me parecen más demostrativas en esta antesala de la gran representación del psicoanálisis.
Las fotografías de una antesala de cinematógrafos suelen anticipar imágenes al espectador. Yo, en cambio, prefiero inventar aquellas fotografías que muestren también al Emilio Rodrigué autor-actor en su vida de “entrecasa”, algo así como invitar al lector a que participe de nuestros íntimos almuerzos de los jueves.
Comencemos.
Primera fotografía: Hay un vendedor de milagros que toca a nuestra puerta y nos dice: “Amigo mío, vengo a cambiar su antiguo tiempo-reloj por un nuevo tiempo-vivencia. Un tiempo distinto donde la profundidad se mide por la intensidad de las relaciones humanas y no por la cantidad de años que acumulamos en la convivencia”. Jugando, jugando el comprador se va probando las burbujas atóxicas de la liberación hasta que encuentra la que corresponde a su talla.
Otra fotografía: El psicoanalista tradicional está representado por un enorme cerebro enriquecido pero avaro de palabras y de gestos corporales; cuerpo negado para sí mismo y para el paciente. Es un gran voyeur profesional y perverso de la anti-acción. Se viste a la moda (de su cuello, debajo de la camisa y a veces por encima cuelga algún pendiente) pero cultiva la tradición, como quien sabe apreciar un mueble antiguo. Está enfermo. Padece de una fobia de contacto. Tiene un problema (¿uno?) con su cuerpo. Tiene miedo a tocar y a que le toquen.
La siguiente: El psicoanalista se aburre. Es un niño fastidioso. ¡Mamá me aburro!. ¡Vamos a casa!. ¡Cuéntame un cuento!. ¡Estoy harto del cuento de las paranoias y de las melancolías, por favor! (yo sé que a esta altura Martha se sonríe). Sólo pide un poco de amor, aunque no demasiado. El paciente, sensible a los requerimientos infantiles, le cuenta el cuento de la transferencia cognitiva y así el psicoanalista se duerme con una sonrisa entre los labios. Dulcemente.
Otra fotografía: En el medio de la noche, el psicoanalista ha tenido un sueño horrible. La pesadilla del análisis didáctico. Sueña que su paciente se encuentra detrás de él, sentado en un sillón, silencioso mientras él debe decir tumbado en un diván, una por una cada sensación que va sintiendo, sin contener nada, porque no confesar es mentir, es hacer trampa. Entonces le dice la mitad, pero el paciente es astuto y analista a su vez, lo mira silencioso y carraspea como para demostrar su irritación. Mueve su pierna impaciente. Lo quiere todo. Y el psicoanalista, que es un paciente, como un bebé se pone a vomitar pidiendo tregua. El psicoanalista paciente se apiada y todo tiene un final feliz, como en una película de Rock Hudson y Doris Day.
Otra fotografía: Aquí hay un desnudo prohibido por la censura. El psicoanalista y el paciente (Emilio y Dorado) hacen un strip-tease simultáneo. ¡Atención, señores!. Esta oportunidad no es común en el terreno del psicoanálisis. Aquí sí tenemos a Emilio Rodrigué by himself. Reconociendo que el único supervisor posible del psicoanalista es al fin y al cabo el propio paciente. Su dolor es auténtico. Quiere saber. Y además necesita que lo ayuden. Está buscando la verdad como buen científico que es. Pero como solamente algunos lo hicieron, está dispuesto a someterse a la autoinoculación. Es un marginal, un rebelde permanente, en principio, de la familia de los Rodrigué y luego del mismísimo psicoanálisis y de los hombres todos. Tómelo o déjelo. Él es así. Si Melanie Klein se tomó en serio el juego de los niños, él se tomó en broma el juego de los adultos (creo que éste es el punto culminante del argumento). Si Freud llega hasta “Más allá del principio del placer”, él llega hasta “Más allá del principio del juego”.
(¿Qué te parece Emilio este título para tu próximo libro?).
Otra fotografía: En la oscuridad de la noche bahiana, a la hora en que los lobos aúllan, un candidato a psicoanalista, envuelto en negra capa, escribe con aerosol furtivamente en las paredes: “Si Freud viviera sería heterodoxo”.
Última fotografía: Rodrigué en cuclillas pensando, con un long-play de Pink Floyd en la mano izquierda y zapatillas Adidas en la derecha. Está intentando resolver un dilema. ¿Con cuál de los dos Cooper se queda?. Uno, el de la Anti-psiquiatría, le invita a incinerarse en su propio juego y le tienta a comprobar los beneficios del principio hedónico en todos sus niveles. Otro, el del aerobic, le invita a recorrer el camino del sacrificio, corriendo sin descanso, sin fumar y sin beber alcohol, ocho kilómetros por día. Es el ser o no ser del nuevo psicoanálisis. Esta es la cuestión. Resumiendo: un atleta del cambio. Un Buda trotamundos del ultracentro que multiplica la sabiduría y el misterio hasta sus últimas consecuencias (por eso Tato, Armando y yo le llamamos “El Chino”). Un exorcista que se pone verde cuando se traga las babas del demonio y un vendedor de helados que se pone rosado por el sol de las playas en Bahía y por el buen vino español en Zaragoza.
Ajustarse los cinturones, señores. La función va a comenzar.

Emilio, querido sabio junior, que estás en Ondina.
por Hernán Kesselman (en el Prólogo al libro de Emilio Rodrigué: “La Lección de Ondina”. Editorial Fundamentos. Madrid, 1980)

No sé por qué esta breve carta-epílogo comienza con un recuerdo en la casa de Chamaco, tu sobrino, el día en que cumpliste tu medio siglo de vida, más o menos.
Hicimos un aparte en la fiesta y me contaste -con tus ojos pícaros de investigador en los rostros de los amigos- que habías decidido jubilarte. Yo sabía que había misterio en la decisión y que esperabas que, como los demás, te reconfortara diciéndote que no dijeras eso, que era un disparate, que tenías aún mucho por vivir, por gozar, por aprender, por enseñar, por co-investigar, por descubrir. Entonces, con esa tu sonrisa de osito divertido, me explicaste que justamente por eso querías jubilarte. Que JUBILARSE para vos quería decir jubileo, júbilo: basta de restricciones, basta de miedos a los que hay que resignarse para toda la vida. Habías plantado un árbol, tenido un hijo y escrito un libro. Había llegado el momento de saber qué es todo lo que está más allá del deber cumplido.
Esa fue para mí tu primera enseñanza. Además, un “enseñaje” para tí mismo, intransmisible. Te liberó de las demandas y diagnósticos -que suelen ser todo lo que la gente proyecta en tu figura. Porque siempre has sido un subversivo, dentro de la no violencia. Si no, no se comprende que siendo tan cruel en algunas verdades, todo el que te conoce te quiera tan tiernamente.

Otro recuerdo me viene de Milán, cuando nos propusiste a Armando y a mí que fuéramos al Duomo, a ver los vitrales de la Pasión entrando por el lugar que decía SALIDA. Armaste un lío tremendo y le ganaste al guardián demostrándole que no existía ningún reglamento que prohibiese entrar por la salida.
Y así enseñaste que es posible empezar desde la muerte hacia el movimiento, la vida.
Consagrabas desde entonces, otro interrogante fenomenal y polémico para el psicoanálisis: la posibilidad de llegar hasta el fondo, desde la satisfacción del deseo y del placer en lugar de aceptar mansamente el camino del dolor hasta la sepultura.

Otra imagen que tengo es la de aquel día cuando Cristina te trajo a Iñaki, un bebé de meses, y tu forma de saludarlo fue pegarle con la pinza de los cubitos en la cabeza. Estábamos charlando entre mayores, de cosas trascendentes, pero tú como siempre eras el “chico único” de la conversación. Nos reímos mucho y nos pareció incomprensible. Pero estabas conectándote con el niño desde tu ser niño. Nada más y nada menos.

Te recuerdo que fuiste mi profesor en los seminarios de “Técnica de Análisis de Niños”, por entonces yo te llevé una historia clínica de una niña humilde, una negrita de las “villas miserias” (chabolas) de los suburbios del hospital en el que trabajaba. Te contaba varias observaciones clínicas sobre el caso y como era la hora de la siesta empezaste a adormecerte. Sin embargo cuando me preguntaste qué es lo que más me había llegado de este caso y te dije que esta niña me tenía fascinado porque parecía una “Shirley Temple indígena”, abriste los ojos, sonreíste y me pediste que no siguiera más, que ya lo había dicho todo. Por lo menos todo lo que había que decir para aprender a entenderse con un niño.
Los niños como los adultos, se comprenden en las comparaciones del espacio imaginario. Y como lo vimos con Mimi, este verano último, aceptando las diferencias en lugar de negarlas.
Al principio sentí eso con Colita, lo que tú sentiste con Iñaki. Luego asumí que era tu objeto de concentración en tu auto-amor de transferencia. Me puse celoso de Colita, pensé que quién fuera perro para que lo necesitaras y quisieras tanto. Pero luego me dije que Colita a tu lado tendría “suerte de perro”, es como tu “otro yo”, descartable como las jeringas. El eco de tu frontispicio, tu rata de experimentación, un pedazo de vos mismo. Esa fue otra enseñanza valiosa: no sentirse afuera de los lugares que son para otro.
Y la última que me llegó de tus lecciones: “Lo importante de ‘La lección de Ondina’ es que no es importante”. Ahí creo que -junto con Tato- pensamos que lo importante es el grado de entusiasmo con una forma de creer. Es la ilusión más cercana a la realidad misma.

Por eso te saludo desde mi otro ángulo de la escena: el del Mozart de la geriatría -como me bautizaste. Y te digo: sabio, junior, capitán de navíos de la libertad, Presidente de nuestra futura Casona de invención. ¡Buena idea la de invitarnos a pensar esta lección de Ondina, es decir, por abrirnos las puertas de tu casa!. Mozart le agradece a Schubert esta “sinfonía inconclusa” del Psicoanálisis y la literatura. Allá vamos.

Del libro “El Paciente de las 50.000 horas”, Emilio Rodrigué, 1997

Prólogo al libro “El paciente de las 50.000 horas”
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