Transcurridos varios años desde la muerte de Pichon Riviére, cabe preguntarse acerca de la vigencia psicoanalítica de quien en vida no se preocupó mayormente en escriturar su pensamiento en forma directa y personal, por lo que resulta alguien conocido “de oídas”, por boca de quienes fueron sus oyentes. Aparece pues como una figura oral y anecdótica, sobre todo porque la anécdota cobraba valor de suceso transmisor cuando este maestro despreocupado de serlo – asumía un protagonismo capaz de sumar a la agudeza de un ‘comentario -en general más pronóstico que diagnóstico- el fluido penetrante de su humor inesperado. Un humor que permite entrever fugazmente nuevas perspectivas, al correr por instantes el velo de la ironía que con frecuencia empaña la tragedia en su faz latente. Una ironía trágica, como posible clima del entorno tebano, frente al empeño de Edipo por desentrañar un crimen cuya autoría parecía ignorar Quizá en esto radicaba el énfasis de Pichon Riviére en capturar los indicios pronóstico de lo que podría suceder, sin desentenderse por eso del presente diagnóstico.
Días atrás, leyendo en un suplemento literario un texto de Cortázar, volví a evocar un verso de John Keats -probablemente leído en los tiempos de mis primeros contactos con Pichon Riviére- que aproxima algo de su arte clínico. Dice Keats en un pasaje de su poema.’ “contemplé un instante”; el poeta alude con eficaz ambigüedad tanto a un presente vivísimo y fugaz, como a la desmesura entrevista durante ese instante.
Esta fugacidad tan propia de la buena práctica psicoanalítica que no desecha la sorpresa, también componía su anecdotario clínico, donde mezclaba a los retruécanos desenfadados, la sutil burla de sí mismo en que parecía hacer el “tonto” producía entonces un efecto de descolocación que podía generar reacciones tardías y aisladas según el “tempo” de cada uno. Un abanico que iba de la empatía al fastidio y que puede explicar las distintas versiones posteriores del mismo suceso. Evidentemente no buscaba consenso, aun teniendo marcada
influencia sobre quienes seguían su enseñanza.
Ha de tener razón Nietzsche cuando señala en uno de sus aforismos que: “quien sienta que ejerce un gran influjo interior sobre otro, habrá de dejarle sueltas las riendas, más aún, verá con gusto e incluso provocará en el seguidor una oposición ocasional pues de lo contrario se creará inevitablemente un enemigo”.
No me atrevería a asegurar que esa falta de interés por tener las riendas que dirigen fuera una virtud pichoniana; más bien lo pienso en función del lugar que el ocio ocupó siempre en su vida. Un ocio que alejaba la posibilidad de administrar su economía, su tiempo y en ocasiones sus relaciones personales. En este ocio tan trabajador de la subjetividad, debió radicar una de las causas de su poca escritura.
Otro aforismo nietzscheano declara.’ “la ociosidad es el comienzo de toda psicología ¿Cómo? ¿Será entonces la psicología un vicio?”. Duda expresada con bastante picardía por Nietzsche, y que habría asumido con placer Pichon Riviére él mismo un constructor de aforismos.
He llamado trabajador al ocio de Pichon Riviére; ocio para madurar, que en ocasiones parecía corresponderse con lo que Nietzsche, hablando de la medicina del alma, dice acerca del beneficio que supone quedarse tendido y quieto pensando poco; un medicamento barato, que si ponemos buena voluntad se volverá más agradable a cada hora que pasa. No garantizaría que esta medicación sea la más barata, pero probablemente el filósofo aludía, con ociosa ironía, a un momento que no podía ser sólo irrupción de la psicología, sino una puerta para avanzar más allá de la racionalidad reflexiva, que solo acrecienta lo ya conocido.
Quizá Nietzsche caminaba caminos de ensoñación pre-psicoanalíticos, atravesando el espejo de la conciencia y, aunque su vocación de hombre super volitivo disimulara irónicamente su fecunda gravedad personal, necesitaba de ese ocio para construir su pensamiento filosófico en ‘elación a Pichon Riviere me atrevería a decir que su ocio meditativo podía colocarlo detrás del espejo, el de Alicia y sus personajes insólitos. Es esta una manera de aludir a la naturaleza pre-psicoanalítica de su clínica, la misma clínica que condujo a Freud
por los caminos inconscientes partiendo de los propios. Pichon Riviére tenía una actitud (empleo este término en el sentido de predisposición para la acción) no nacida de su contacto con el psicoanálisis, sino previa… Era un original psiquiatra poseedor de un quehacer clínico muy eficaz para el quehacer psicoanalítico. Una clínica desprendida del origen médico que podía ir más allá del fenómeno psicopatológico, en tanto metodología para ocuparse del devenir de un campo clínico, cualquiera fuere el área social en cuestión. Un devenir que Deleuze ilustra con la siguiente paradoja: Alicia es más grande que cuando era
más chica y más chica que cuando sea más grande. Pichón Riviére era hábil en esto de reestablecer la temporalidad en situaciones detenidas, resignificando el pasado desde la fugacidad presente capaz de ensayar futuro.
Me parece interesante destacar esta cualidad pre-psicoanalítica de Pichon Riviére. Algo semejante podemos conjeturar de filósofos como Schopenahuer y Nietzsche a quienes Freud sé resistía a leer, pretextando proteger la originalidad de sus observaciones clínicas ¿Un ocio preventivo y pichoniano el de Freud?
Mencioné anteriormente que Pichon Riviére era un constructor de aforismos, lo digo porque una de las degradaciones de su pensamiento, que con más frecuencia se advierte, deriva precisamente de ese carácter aforístico de muchas de sus ideas. Los aforismos en sí no son cuestionables y suelen ser propios de todo pensador que por no escribir, documenta la transmisión oral de esta manera memoriosa; pero ocurre que los silogismos valen mientras siguen siendo condensaciones elegantes y cargadas de significado que, en cuanto formulaciones mesuradas en su brevedad, reflejan de una manera inquietante la desmesura que les dio origen. Esta calidad original se pierde cuando la repetición inoportuna banaliza su sentido, quedando sólo la cáscara de su ingeniosa puerilidad hecha lugar común.
Pichon Riviére era muy distinto cuando en sus intervenciones, no desmentía el oficio de psicoanalista respetuoso de la singularidad de cada situación, que en aquellas ocasiones en que apelaba a formas aforísticas procurando ganar tiempo o salir del paso. Es justo decir que en general volvía sobre ese automatismo corrigiendo el rumbo, ya que no ignoraba que el quehacer psicoanalítico de la memoria supone no hablar de memoria.
Pues bien, falto de riendas en la transmisión y sin escritura de su producción pensante, cabe de nuevo preguntarse qué vigencia tiene hoy este maestro que mantenía afanes juveniles – también algo ociosos -por las ideas anarquistas. Sin duda hay distintas respuestas. Es conocido el desarrollo notable que alcanzaron algunas de las escuelas de psicología social que llevan su nombre. Este desarrollo, sin duda importante, no representa como es lógico, al maestro más significativo para la formación de aquellos que seguimos los caminos del psicoanálisis. En mi caso debo reconocer que marcó mi interés, no tanto por extender el psicoanálisis a las prácticas sociales, sino por una manera vocacional de ser psicoanalista no ajena a esas prácticas que a menudo me encaminaron hacia hospitales y colegios más que para trabajar en ellos, con ellos como instituciones.
Es posible recuperar el valioso lugar que ocupó Pichon Riviére en el establecimiento del psicoanálisis en Buenos Aires y la posterior trayectoria de pensador original, articulada a su experiencia clínica en el campo de la mejor psiquiatría hospitalaria. Cuentan para ello los numerosos psicoanalistas y operadores de otras disciplinas, sobre todo en el área de la salud mental, que recibieron su influencia directa. Claro que esta multiplicidad de personas no garantizan de por sí tal recuperación, pero es memoria viviente para acceder a lo que fue su gravitación.
Esta comunidad contemporánea de quienes pueden reconocer sus marcas, configuran un abanico de perspectivas muy variadas y hasta disímiles, comparables con el mito babilónico que alude a la construcción de utopías y su consiguiente confusión de lenguas dispersando gentes. Desde la óptica psicoanalítica no se trata de reconstruir alguna torre teórica con las enseñanzas de Pichon Riviére, que se promedie en consenso; de él afirmé, en un texto anterior, “parecía un faro inventando el mar”; hoy tal vez, sólo diría -y es bastante- que contribuyó a iluminar el mar del inconsciente cuando la existencia de éste no era moneda corriente por aquí. Un alumbramiento mayéutico, (gustaba llamarse socrático) pariendo pensamiento. su conocido “copensar”.
No dudo que pesó su grave presencia, su peso de gravedad. Insisto en este vocablo aludiendo a la “gravedad” de todo psicoanalista destinado a dejar marcas de su cometido. La idea de “gravedad” como eje constitutivo del quehacer psicoanalítico resulta interesante. Hace años creí haber leído en algún pasaje de la obra de Freud una afirmación acerca de que los pacientes graves acrecentaban la teoría El recuerdo se completa con cierta oposición de mi parte, sosteniendo que si bien esto podía ser cierto, también la teoría resultaba, en ocasiones, factor de agravamiento, cuando la misma no era conceptualización de una práctica, sino la mera práctica de una teoría deformando el campo clínico.
Durante bastante tiempo no lograba identificar aquel párrafo freudiano, y entre tanto lo fue asumiendo como propio, con el correspondiente beneficio de la duda.
Más tarde pensé que la gravedad aludida podía ser pensada como la del propio analista. Una propia gravedad que pasa a ser materia de la teoría, estimulada durante la abstinente escucha de la gravedad del paciente, más aun cuando éste asume la condición de analizante.
Mientras componía este texto ocurrió que la doctora Beatriz Taber, preparando un seminario, dio con la cita en el comienzo del historial de “El hombre de los lobos”. En este historial Freud, con intención de responder a las objeciones de Jung y Adíer, aporta datos muy evidentes acerca de la sexualidad infantil negada por sus opositores. En el pasaje en cuestión, señala Freud “los beneficios que representa la gravedad schwere) de una neurosis que obliga a sostener largo tiempo una investigación psicoanalítica con un paciente. Los análisis favorables en breve lapso quizá resulten valiosos por el “sentido de sí” (selbstgeuhl) del terapeuta (…> pero las más de las veces son infecundos para el avance del conocimiento científico (. .) el analista ya sabía lo necesario para la solución del caso (.- -) sólo puede aprenderse algo nuevo de los análisis que demandan mucho tiempo (… cuando se consigue descender hasta estratos profundos y primitivos del desarrollo anímico y recoger soluciones para los problemas de las patologías posteriores. En rigor sólo merece llamarse “análisis” al que ha avanzado hasta ese punto (…) El analista deberá comportarse de manera atemporal como el inconsciente mismo”.
No hay duda que esta es la cita que en mi memoria se sintetizó con la rotundez de aquella otra: “los pacientes graves hacen avanzar la teoría”. La no explícita consideración del beneficio que representan, para el paciente, los resultados rápidos, los hacia aparecer ensombrecidos por el énfasis en destacar solo los logros para la teoría, luego de una larga exploración de los cuadros graves. Esto debió haber impulsado mi objeción crítica, de hecho válida aunque injusta, en cuanto a lo que aquí afirma Freud; válida en cuanto señalaba los efectos iatrogénicos de la teoría, cuando el analista se empeña en buscar, más el reencuentro con su deseo teórico, que un posible encuentro con lo que dicen los síntomas acerca del sufrimiento de quien demanda. Esta situación atrogénica puede llegar a impulsar al paciente a “decir” según lo que advierte como deseo del analista.
Entonces todo cierra mal -aunque parezca bien- organizando un tratamiento, también de muchos años, donde ni se beneficia el paciente ni surgen nuevos conocimientos psicoanalíticos. No habla Freud de esto al destacar que los resultados rápidos se afirman en suficientes conocimientos teóricos. Lo anterior hace suponer que es el analista el que también debe atravesar, durante el tiempo suficiente y nunca breve, esa atemporalidad de su inconsciente, hasta descender “a los estratos más profundos y primitivos de su neurosis infantil”, reflejada en la organización de sus propios lobos sintomáticos, hasta ir consolidando ese “selbstgefuhl” como una convicción que trascienda la mera gratificación narcisista Esto debe haber sido lo que disparó mi idea de la propia gravedad del analista como pasta de sus teorizaciones. No cabe duda que Freud llevaba más de veinte años de esforzada “atemporalidad” inconsciente, cuando escribió este historial y que sus convicciones psicoanalíticas eran cada vez más sólidas frente a quienes abandonaron, luego de breve tiempo, la ardua exploración, organizando no menos rápidas teorizaciones. Esta convicción de Freud no era ajena al autoanálisis (yo encuentro razones para llamarlo propio análisis), mantenido no solamente en los inicios de sus exploraciones sino durante toda su vida con los Fliess, (quizá hubo más de uno, entre ellos Breuer), con sus histéricas, en sus debates con seguidores y opositores y fundamentalmente en lo que representa, como propio conocimiento, la elaboración de historiales, que como “El hombre de los lobos”, ahondan su gravedad en la neurosis infantil Ese largo tiempo atravesando gravedades propias y ajenas es imprescindible para resolver aquello que, por pertenecer en condición reprimida a la atemporalidad inconsciente, no envejece en su eficacia sintomática; una eficacia organizando síntomas que sólo cesa cuando es recuperada para la temporalidad hecha conocimiento. Un conocimiento no inmutable, con la plasticidad de lo que puede ser resignificado, descartado, confirmado y dando consistencia a la teoría que no se afirma en desconocimientos sintomáticos con raíces en la neurosis infantil. Esto es lo que entiendo por gravedad como propia materia del conocimiento psicoanalítico cuando es consecuencia, no de un autoanálisis (siempre con riesgo de los círculos viciosos autoeróticos), sino como el propio análisis que sostuvo Freud, siempre con referencia a la alteridad que he nombrado como Fliess, opositores y seguidores, pacientes, elaboraciones teóricas y dé se Freud, el análisis personal. Freud interrumpe su interés por los historiales cuando comienza a adentrarse en la teorización de la pulsión de muerte. Entonces profundiza la lectura de los filósofos -Schopenahuer sin duda-. Una alteridad, la filosofía, propicia a la consideración de la muerte como materia del propio análisis.
Todo esto me llevó a proponer dos momentos sucesivos en cuanto al proceso de teorización; en realidad se trata de dos niveles de procesamiento teórico. Una primera y arcaica significación etimológica define a la teoría como aquello que se dice a partir de lo que se ve en la escena teatral; aquí el escenario no es otro que aquel donde se despliega clínicamente las escena psicoanalítica, escenario que por obra del repliegue abstinente del psicoanalista, ocupará el analizante Por fuera y a posteriori a lo que aconteció en ese campo, comienza o quizá ya comenzó, otro momento de la teorización donde entra francamente en juego la aludida gravedad del analista. Por otra parte la idea de una gravedad impulsando teoría se afirma, si aceptamos que Freud, Klein, Lacan, Pichon Riviére eran en sí sujetos graves, como lo acreditan biógrafos y contemporáneos, más allá de los chismes; una gravedad no aparece ajena a la estatura que tuvieron como creadores originales. La gravedad como pasta de un psicoanalista, para nada queda restringida a valor patológico, (el schwere freudiano) aunque no lo excluye.
¿Y de qué analista que realmente haya acrecentado la edificación teórica de la disciplina puede decirse lo contrario, cuando se esfuerza por ajustarse al antiguo aforismo “conócete a ti mismo”? Un esfuerzo que formará parte sustancial de un oficio que siempre lo es con referencia a la alteridad como antídoto contra el “carácter psicoanalítico”; verdadera patología profesional opuesta al concepto de gravedad que vengo exponiendo.
Insisto en que la gravedad, promotora de teorización, no puede quedar reducida a la patología del psicoanalista, ni a su constelación edípica. En cambio, es más ajena a las cristalizaciones sintomáticas hechas rasgos de carácter, y totalmente extraña al aludido carácter psicoanalítico, que suele traducirse en estereotipos profesionales que nada tienen que ver con el oficio clínico, y en el frecuente intento de dar gato por liebre, presentando como abstinencia lo que es sólo indolencia clínica de un sujeto psicoanalista neutralizado. Gravedad no neutralizada pero sí hecha lucidez que dará consistencia clínica a quien tenga afinidad con la teoría. Una fuerza de gravedad contenida el tiempo oportuno por el resorte de la abstinencia, que no anula la presencia personal, sino que sólo la demora. Alude también a gravidez,
connotando creatividad y al gravamen, precio inevitable de toda práctica ética con otro. Y porqué no al agravio narcisista, siempre al acecho cuando prevalece la voluntad de no claudicar en el propio conocimiento, que no sabe de la piedad por si mismo. Son variaciones etimológicas que trascienden la gravedad como enfermedad y que ponen en juego el propio análisis y, en ocasiones, las ganas de escribir que no se llevan bien con la obligación formal de hacerlo, pero que suele resultar deseo que obliga a hacerlo.
Pichon Riviére solía componer durante sus transmisiones un escenario virtual cuyo centro ocupaba con un desempeño promotor de ese deseo que obliga Por eso, sus oyentes solían escribir más que él, aunque algunos tendíamos a dejar en barbecho los borradores. De hecho eso hacia. él, aunque ya señalé que su ocio para nada era, indolencia clínica y menos ritualización. Sí se comentaba algo acerca de algún adormecimiento célebre seguido de repentino despertar, al que luego aludiré. Lo curioso era que él parecía hacer coincidir aquel teorizar -a partir de lo que se ve en el escenario- con un procesar in-situ, sustituyendo el momento de la escritura posterior al acto clínico, por un decir actoral que teorizaba ahí. Parecía tener una particular vocación (tal vez más que vocación los tentáculos de la tentación) por la tragedia. La escena trágica, explícita o larvada, esta siempre presente en las situaciones que son de incumbencia psicoanalítica, abriendo una brecha por la que atisbar la desmesura del inconsciente. En este sentido se
emparenta, en sus consecuencias, con la inspiración y la intuición, esos estados limítrofes con lo inconsciente. De hecho quienes intentamos no renunciar a “estar” pertinentemente psicoanalistas en situaciones de numerosidad social, alejados de los hálitos psicoanalíticos y asumiendo riesgos de naufragar en el intento, no ignoramos con que frecuencia los afanes por escribir teóricamente acerca de lo acontecido, resultan pálido reflejo de lo que se vivió en el escenario mismo de los hechos. Entonces una y otra vez se monta el tablado postergando la escritura; un empeño donde el actor-operador suele estar expuesto a su propia gravedad, y que, impregnado por la tragedia, intentará la salida dramática en acto, sin demasiado ánimo para teorizar a posteriori su experiencia. Más que sentirse obligado por el deseo de escribir, en algún momento tendrá que obligarse disciplinadamente a hacerlo para eludir el riesgo de naufragar por los cantos de sirena de la tragedia, nadando en conflictos propios. Aquí la obligada escritura teórica semeja el mástil al que se sujetó Ulises. La tragedia y sus encerronas son más promotoras del dolor psíquico como sufrimiento constante, que de los altibajos con momentos de alivio, propios de la angustia. En este sentido la tragedia es una de las caras de lo real inmutable, de difícil aprehensión. Suelo decir que el dolor psíquico es metáfora del infierno (en realidad corresponde decir lo contrario), esa tremenda representación de lo
real donde quien sufre no advierte una salida; en cambio la escena dramática y sus movilidades se aproxima a lo imaginario, alimentando: las posibilidades simbólicas. Haber aludido a lo real me da mayores posibilidades de avanzar en la idea de la gravedad, ampliando su significación; no basta para esto apelar a las variaciones etimológicas de gravedad, aunque ellas sugieran algo más que la habitual connotación de enfermedad. Vale entonces intentar abrir la idea por el costado más duro del equipamiento constitutivo de un sujeto. Un costado que es, a la vez, externo a la subjetividad y su basamento indispensable. Me refiero a esa difícil noción psicoanalítica con que aludimos a lo real como nivel articulado a lo imaginario y a lo simbólico.
Una posible versión de lo real –capaz de alcanzar cierta calidad simbólica sin un inevitable destino a quedar en mera imaginería- consiste precisamente en “imaginar” dos anclajes de lo real, figurando dos naufragios entre los que se tensa la epopeya de vivir en subjetividad. nacer y morir. Se diría el núcleo duro de lo real con múltiples manifestaciones.
En un extremo -el inicial- la aparición de ese pequeño objeto cósmico recién venido- nacido, viable resultado de formidables programaciones filogenéticas naufragando en un mar de deseos familiares que abrigan, alimentan, y, sobre todo, ponen en juego las palabras que al nombrar, imprimen el psiquismo humano y las marcas culturales del entorno y la época.
Esa partícula cósmica, resto del naufragio (también llegada a puerto), habrá de ser por siempre parte de lo real, prestando asiento al sujeto por constituirse, al engrampar el precario paquete instintivo de linaje filogenético del que es portador con el desenvolvimiento pulsional del futuro sujeto ¿Será este fragmento núcleo indispensable para la sofisticada noción psicoanalítica de represión primaria como motor inicial del inconsciente? ¿Lo será de esa otra noción de ombligo del sueño donde claudica toda significación abismando lo cósmico?.
Preguntas que ya supone el despliegue pleno del pensamiento simbólico y la imaginería de los sueños, vale decir el despliegue de un sujeto en su epopeya de vivir entre esos dos inmutables bastiones de lo real. Pero vivir es camino tanático rumbo a la sabida-insabida muerte; de la pasta y estatura de ese sujeto, dependerá un vivir en miseria hacia la muerte o un vivir ¿en riqueza? hasta la muerte. Coreografia pulsional de Eros y Tanatos dibujando la estela hacia otro naufragio, en que los restos de un cadáver, definitivamente por fuera del cartesiano “cogito ergo-sum”, serán prueba de una vida ya vivida.
Un psicoanalista es un baquiano en los senderos del inconsciente. Este término puede iluminar bastante el intento de integrar la gravedad como materia de la teorización psicoanalítica, articulada con la noción de lo real que aquí he figurado en dos naufragios.
Ocurre que la idea de baquía -y de ahí baquiano- está estrechamente ligada a la de naufragio. Baquía significa “resto de deuda”, la que asumía un contingente náufrago que lograba embarcar en otro navío, frente a los que no pudiendo hacerlo quedaban a espera de ser rescatados. Ese resto náufrago (baquía) producía hábiles baquianos conocedores del territorio en que debían permanecer. Tal vez al regreso de quienes venían a rescatarlos, algunos de ellos decidían continuar explorando el nuevo territorio en que ya habían aprendido a vivir y no sólo a sobrevivir. Algo semejante a quien en la vida no es
un sobreviviente en relación a una muerte futura ya instalada, sino un baquiano inventando la vida y sus caminos.
Volvamos a este baquiano del psicoanálisis que fue Pichon Riviére. Voy a examinar brevemente algunos episodios de su vida que dan cuenta de esas baquías en las proximidades de las manifestaciones de lo real.
Una conocida anécdota lo muestra en una situación por cierto insólita para un psicoanalista y que él nunca desmintió. Durante meses venía a su consulta una mujer agobiada por pesadillas que se repetían noche a noche impidiéndole dormir. La paciente había sufrido tiempo atrás un gran susto, en circunstancias dramáticas, cuando el auto que conducía su marido quedo detenido en las vías de un tren que avanzaba. El marido logró arrancarla del asiento donde quedó paralizada por el terror, instantes antes de la colisión. Como consecuencia del accidente, noche a noche se despertaba gritando el tren. el tren! Sesión a sesión repetía la misma escena de la tragedia, actuando literalmente el relato traumático, siempre igual. Un día Pichon Riviére, al parecer dormido, despertó con los gritos de terror de la paciente, parándose en medio del consultorio y a su vez gritando ¡dónde!. ¡dónde!. El hecho es que la paciente muy sorprendida, al principio perpleja, y luego casi con humor, abandonó, a partir de la escena, su pesadilla.
Pichon Riviére sólo agregaba que la irrupción sorpresiva en la realidad onírica de la paciente, la había movido de la repetición traumática.
Es fácil acordar con la idea de que la paciente, atrapada en la dimensión real del horror mortal e imposibilitada de procesar simbólicamente la situación, pudo zafar de su encerrona traumática. Pero también se puede ir más allá de esta comprensión y reconstruir los hechos, conjeturando por ejemplo que ella estaría dormida en el momento de la detención del coche, ya que esto ocurrió de noche y fue despertada por los gritos del marido el tren! el tren! Habrían sido estos gritos la causa de una inoculación traumática y no el posterior salvataje ni el espectáculo del choque destrozando el automóvil. Cuando Pichon Riviére, ahora él mismo dormido -aunque posiblemente no tanto y quizá haciendo el tonto a sabiendas- asume, o mejor dramatiza los gritos del marido frente al tren que avanzaba, la paciente, pese a su estado oniroide, se encuentra suficientemente despierta para reaccionar ante la escena grotesca que dramatizaba la tragedia, rompiendo la fascinación paralizante que la amarraba al horror real. De hecho el analista, en su insólito comportamiento, venía a ocupar el lugar de la paciente despertada por los gritos (los mismos del marido), y ella pasaba a ocupar un lugar diametralmente distinto, ahora testigo de una escena que sin duda movía al desconcierto y luego a risa.
Es fácil imaginar múltiples vías -no ya las del tren- por donde restablecer los caminos de simbolización después de este episodio. El humor no fue poca cosa para disolver la transferencia traumática, transferencia que probablemente ahondaba sus raíces en antecedentes infantiles de incestuoso linaje tanático.
Voy a abundar en dos viñetas más que evidencian la baquía -insisto en el término- de este piloto de tormentas hábil en no naufragar fácilmente en lo real, aunque por momentos apareciera hundido en sus profundidades o tal vez en las que vengo llamando su gravedad. En ocasión de separarse de su primera mujer fue a vivir a una casa que tenía un patio cerrado muy soleado. Para nosotros resultó sorpresivo e incómodo ver como la amplia biblioteca que circundaba las paredes de su consultorio apareció transformada en una montaña de libros con sus laderas de desparramos; un verdadero librerío para nada “library”, sino más bien un caos ominoso, aproximando lo real irrecuperable donde parecía zozobrar tanta letra simbólica. Fueron días que sumaron semanas y luego meses y siempre ahí el librerío. Se presentificaba para mí como polo de gravedad complementando otros desórdenes que por entonces acuciaban a Pichon Riviére: las anfetaminas más implícitas que evidentes, pero reales, y su salud muy quebrantada que lo llevaría al poco tiempo a una importante operación gástrica.
Ahí permanecía la montaña de libros sin que pareciera preocuparle demasiado y sin ánimo de ser Mahoma camino hacia ella. Un día, durante un grupo de estudio, se dirigió al desorden, tomó al acaso uno, dos, tal vez tres libros y los hojeó rápidamente. No era un libro especial el que buscaba, sino algo que nutriera la posibilidad de un enfoque distinto, rompiendo tal vez un bache de aburrimiento. Finalmente optó por uno del que leyó algunos pasajes, supongo que reconociendo antiguas lecturas. Ese libro extraído del caos en equilibrio representaba un fragmento que desequilibraba el conjunto. También el acto era desequilibrante del estancamiento. La clínica psicoanalítica es clínica interesada en un abordaje desde el fragmento, en tanto éste representa alguna producción del inconsciente. El aburrimiento suele ser -en su efecto paralizante global- una de las caras de lo real de difícil abordaje simbólico. El fragmento oportuno abre posibilidades (disipativas dicen los cuánticos) de una nueva ordenación significativa. El acto fragmentario y sorpresivo de extraer un libro buscado al azar, pero elegido a sabiendas, sin duda resignificó la situación en cuestión y también el librerío, ahora con miras a que la montaña arribara, tiempo después, a la biblioteca.
Estábamos tan acostumbrados a lo inesperado de sus comportamientos, que sólo el tiempo superaría el facilismo de pensar ¡son cosas de Pichon! Hoy diría que este episodio era representativo del abanico de su gravedad, en todos los sentidos etimológicos ya expresados. Desde esa gravedad lograba aprehender y simbolizar el desorden representado por aquel librerío caótico en equilibrio, introduciendo significación.
Ahora sería posible mirar con otros ojos esa montaña y hasta repetir el beneficio de su gesto. Quizá la pila de libros y el hecho, sea antecedente del “faro inventando el mar”.
Una última semblanza – de semblante se trata- el de su rostro mermado con el que circulaba en sus últimos tiempos. Un rostro que enmarcaba una sonda nasogástrica para alimentarse sin riesgos de bronconeumonías aspirativas. Una voz en murmullo completando el presentido final. Pero en cualquier momento un nítido comentario, impensadamente vivo y no solamente lúcido, atravesando mermado rostro, sonda y murmullo, recordaba la talla de hombre -no ajeno a sus debilidades de este baquiano de las gravedades.
Publicado en la revista “Actualidad Psicológica”, Nº 231, Buenos Aires, mayo de 1996.