Cuando estoy en “esos días” en que me acometen accesos de ira contra Susy, mi mujer, y empiezo a criticarle -como un huérfano- a los gritos que hace todo mal, que no se ocupa de lo que le corresponde a su papel de esposa y madre, en fin, cuando me agarro de cualquier cosa para desahogarme y cuando llegado el momento, ella ya no sabe qué hacer para que yo la corte … ¡se pone a cantar!. Sí. Cuando quisiera matarme y no puede (por los chicos, claro) se pone a canturrear, a tararear un trocito de la Sinfonía Nº 40 de Mozart. Ese que dice:
Tarará
Tarará
Tararáraaa (sube)
Tarará
Tarará
Tarararáaaa (baja)
Y en ese momento, su rostro deviene en un principio inocente y en serena adolescente de bucólico prado con distraído autismo “mirá lo que yo hago con lo que vos me decís”. Luego el canto le da más fuerzas para devenir progresivamente desafinada pero entusiasta soprano Aida Verdi marcha triunfal … Ritornelo de victoria.
Y yo, primeramente enmudezco -de asombro siempre- y a continuación me derrumbo, para devenir primero soldado bonapartista en retirada Rusia en invierno. Y luego … Muro de los lamentos imaginador de fúnebres venganzas para el resto del día, en que ya no podré pensar en otra cosa.
Letanía de captura. Letanía de derrota.
Y siempre es así. Ella tiene su recurso melódico que la organiza para la fuga, su himno de guerra y yo no puedo hacer nada contra eso. Porque ¿Qué le voy a decir? … ¿Que no cante Mozart, aunque los dos sabemos que éso no es sólo Mozart? ¿Le voy a prohibir que cante? ¿Con qué argumentos? …
Ella construyó su máquina de guerra y yo quedé empantanado en mi máquina de demolición.
Ritornelos y letanías. Hilos de Ariadna luminosos, sonoros, que nos guían hacia la salida y cavilaciones obsesivas autocompasivas que nos hunden en el laberinto a merced de los rugidos del Minotauro.