La amistad está tan estrechamente ligada a la definición misma de la filosofía que se puede decir que sin ella la filosofía no sería propiamente posible. La intimidad entre amistad y filosofía es tan profunda que ésta incluye el phílos, el amigo, en su mismo nombre y, como suele suceder en toda proximidad excesiva, corre el riesgo de no llegar a realizarse. En el mundo clásico, esta promiscuidad y casi consustancialidad del amigo y del filósofo se daba por descontada y es ciertamente por una intención en algún sentido arcaizante que un filósofo contemporáneo -en el momento de formular la pregunta extrema: “¿qué es la filosofía?- llegó a escribir que ésta es una cuestión para tratar entre amis. Hoy la relación entre amistad y filosofía, de hecho, ha caído en descrédito y es por una suerte de compromiso y mala conciencia que aquellos que hacen profesión de filosofía intentan vérselas con este partner incómodo, y por así decir, clandestino de su pensamiento.
Hace muchos años, un amigo, Jean-Luc Nancy, y yo habíamos decidido intercambiar cartas sobre el tema de la amistad. Estábamos persuadidos de que ése era el mejor modo de acercarnos y casi “poner en escena” un problema que de otro modo parecía escapar a un tratamiento analítico. Yo escribí la primera carta y esperaba no sin temblor la respuesta. No es éste el lugar para intentar entender por qué razón -o quizá malentendido- la llegada de esa carta de Jean-Luc significó el fin del proyecto. Pero es cierto que nuestra amistad -que en nuestros objetivos habría debido abrirnos un acceso privilegiado al problema- fue en cambio un obstáculo y resultó, de algún modo, al menos provisionalmente, oscurecida.
Es por un malestar análogo y probablemente consciente que Jacques Derrida eligió como leitmotiv de su libro sobre la amistad un lema sibilino que la tradición atribuye a Aristóteles y que niega la amistad en el mismo gesto con el que parece evocarla: ô phíloi, oudeís philos, “¡Oh amigos, no hay amigo!”. Uno de los temas del libro es, de hecho, la crítica de aquella que el autor define como la concepción falocéntrica de la amistad, que domina nuestra tradición filosófica y política. Cuando Derrida estaba todavía trabajando en el seminario del cual nació su libro, habíamos discutido juntos acerca de un curioso problema filológico que concernía precisamente al lema en cuestión. El se encuentra citado, entre otros, en Montaigne y en Nietzsche, quienes lo habrían extraído de Diógenes Laercio. Pero si abrimos una edición moderna de las Vidas de filósofos, en el capítulo dedicado a la biografía de Aristóteles (V, 21) no encontramos la frase en cuestión, sino una en apariencia casi idéntica, cuyo significado es no obstante diverso y bastante menos enigmático: “aquel que tiene (muchos) amigos, no tiene ningún amigo”.
Una visita a la biblioteca fue suficiente para aclarar el misterio. En el año 1616, el gran filólogo de Ginebra Isaac Casaubon decide publicar una nueva edición de las Vidas. Junto al pasaje en cuestión -que todavía en la edición procurada por el suegro Henri Etienne decía ô phíloi (oh, amigos)- corrigió sin titubear la enigmática lección de los manuscritos, que se volvió así perfectamente inteligible, y por esto, fue acogida por los editores modernos.
Dado que informé enseguida a Derrida del resultado de mis investigaciones, quedé sorprendido, cuando el libro salió publicado con el título Politiques de l´amitié (Políticas de la amistad), al no encontrar allí ninguna huella del problema. Si el lema -apócrifo según los filólogos modernos- figuraba en el libro en su forma originaria, no era ciertamente por un olvido (descuido): era esencial, en la estrategia del libro, que la amistad fuera, al mismo tiempo, afirmada y puesta en duda.
En esto, el gesto de Derrida repetía el de Nietzsche. Cuando era todavía un estudiante de filología, Nietzsche había comenzado un trabajo sobre las fuentes de Diógenes Laercio, y la historia del texto de las Vidas (y por ende, también la enmienda de Casaubon) debía de serle perfectamente familiar. Pero la necesidad de la amistad y, al mismo tiempo, cierta desconfianza hacia los amigos eran esenciales para la estrategia de la filosofía nietzscheana. De aquí el recurso a la lección tradicional, que en sus tiempos ya no era corriente […].
Es posible que a este malestar de los filósofos modernos haya contribuido el particular estatuto semántico del término “amigo”. Es sabido que nadie ha logrado jamás definir de modo satisfactorio el sentido del sintagma “te amo”, tanto que se podría pensar que él tiene carácter performativo -esto es, que su significado coincide con el acto de su enunciación. Consideraciones análogas se podrían hacer en relación con la expresión “soy tu amigo”, aunque aquí el recurso a la categoría de lo performativo no parece posible. Creo, más bien, que “amigo” pertenece a aquella clase de términos que los lingüistas definen como no-predicativos, es decir, términos a partir de los cuales no es posible construir una clase de objetos en la cual inscribir los entes a los que se atribuye el predicado en cuestión. “Blanco”, “duro”, “caliente” son por cierto términos predicativos; pero ¿es posible decir que “amigo” defina en este sentido una clase consistente? Por extraño que pueda parecer, “amigo” comparte esta cualidad con otra especie de términos no-predicativos: los insultos. Los lingüistas han demostrado que el insulto no ofende a quien lo recibe porque lo inscribe en una categoría particular (por ejemplo, la de los excrementos o la de los órganos sexuales masculinos o femeninos, según las lenguas), lo cual sería sencillamente imposible o, en todo caso, falso.
El insulto es eficaz precisamente porque no funciona como un enunciado “constatativo”, sino más bien como un nombre propio, porque llama en el lenguaje de un modo que el llamado no puede aceptar, y del cual sin embargo no puede defenderse, como si alguien se obstinara en llamarme Gastón sabiendo que me llamo Giorgio. Lo que ofende en el insulto es, así, una pura experiencia del lenguaje y no una referencia al mundo.
Si esto es verdadero, “amigo” compartiría esta condición, además de con los insultos, con los términos filosóficos, que, como se sabe, no tienen una denotación objetiva, y, como aquellos términos que los lógicos medievales definían como “transcendentes”, significan sencillamente el ser.
Quisiera que observen ahora con cuidado la reproducción del cuadro de Giovanni Serodini que tienen antes sus ojos [Incontro di San Pietro e San Paolo sulla via del martirio, N. de T.]. La tela, conservada en la Galería nacional de arte antiguo de Roma, representa el encuentro de los apóstoles Pedro y Pablo en la calle del martirio. Los dos santos, inmóviles, ocupan el centro de la tela, rodeados por la gesticulación desordenada de los soldados y los verdugos que los conducen al suplicio. Los críticos a menudo han hecho notar el contraste entre el rigor heroico de los dos apóstoles y la confusión de la muchedumbre, iluminada aquí y allá por las luces salpicadas sobre los brazos, sobre los rostros, sobre las trompetas. Por mi parte, creo que lo que hace que este cuadro sea incomparable es que Serodine ha representado a los dos apóstoles tan cercanos, con las frentes casi pegadas la una sobre la otra, que no pueden verse en absoluto: sobre la calle del martirio, se miran sin reconocerse. Esta impresión de una proximidad por así decir excesiva es todavía mayor dado el gesto silencioso de las manos que se estrechan por lo bajo, apenas visibles. Siempre me ha parecido que este cuadro contiene una perfecta alegoría de la amistad. ¿Qué es, en efecto, la amistad, si no una proximidad tal que no es posible hacer de ella ni una representación ni un concepto? Reconocer a alguien como amigo significa no poderlo reconocer como “algo”. No se puede decir “amigo” como se dice “blanco, “italiano”, “caliente” -la amistad no es una propiedad o una cualidad de un sujeto-.
Pero es tiempo de comenzar la lectura del pasaje de Aristóteles que me proponía comentar. El filósofo dedica a la amistad un verdadero tratado, que ocupa los libros octavo y noveno de la Ética para Nicómaco. Dado que se trata de uno de los textos más célebres y controvertidos de toda la historia de la filosofía, daré por descontado el conocimiento de las tesis más consolidadas: que no se puede vivir sin amigos; que es preciso distinguir la amistad fundada sobre la utilidad o sobre el placer de la amistad virtuosa, en la cual el amigo es amado como tal; que no es posible tener muchos amigos; que la amistad a distancia tiende a producir olvido, etcétera. Todo esto es archisabido. Hay, en cambio, un fragmento del tratado que me parece no ha recibido la suficiente atención, aunque contiene, por así decir, la base ontológica de la teoría. Se trata de 1170 a 28 – 1171 b 35. Leamos juntos el pasaje:
El que ve, siente (aisthánetai) el ver; el que escucha, siente el escuchar, el que camina, siente el caminar, y así para todas las otras actividades hay algo que siente que estamos ejerciéndolas, de modo que si sentimos, nos sentimos sentir, y si pensamos, nos sentimos pensar, y esto es lo mismo que sentirse existir: existir significa en efecto sentir y pensar.
Sentir que vivimos es de por sí dulce, ya que la vida es por naturaleza un bien y es dulce sentir que un bien tal nos pertenece.
Vivir es deseable, sobre todo para los buenos, ya que para ellos existir es un bien y una cosa dulce. Con-sintiendo, prueban la dulzura por el bien en sí, y lo que el hombre bueno prueba con respecto a sí, también lo prueba con respecto al amigo: el amigo es, en efecto, un otro sí mismo. Y como, para cada uno, el hecho mismo de existir es deseable, así -o casi- es para el amigo.
La existencia es deseable porque se siente que ella es una cosa buena y esta sensación es en sí misma dulce. Pero entonces también para el amigo se deberá consentir que él existe, y esto adviene en el convivir y en el tener en común (koinomeîn) acciones y pensamientos. En este sentido se dice que los hombres conviven (syzên), y no como el ganado, que comparte la pastura. […] La amistad es, en efecto, una comunidad y, así como es con respecto a sí mismo, así también para el amigo: y como, con respecto a sí mismo, la sensación de existir es deseable, así también será para el amigo.
Se trata de un pasaje extraordinariamente denso, porque allí Aristóteles enuncia tesis de la filosofía primera que no es dado hallar bajo esta forma en ningún otro de sus escritos:
1) Hay una sensación del ser puro, una aísthesis de la existencia.
2) Esta sensación de existir es en sí misma dulce.
3) Hay una equivalencia entre ser y vivir, entre sentirse existir y sentirse vivir. Es una decidida anticipación de la tesis nietzscheana según la cual “ser: no tenemos de ello otra experiencia más que vivir”.
4) En esta sensación de existir insiste otra sensación, específicamente humana, que tiene la forma de un con-sentir la existencia del amigo. La amistad es la instancia de este con-sentimiento de la existencia del amigo en el sentimiento de la existencia propia.
Pero esto significa que la amistad tiene un rango ontológico y, al mismo tiempo, político. La sensación del ser está, de hecho, siempre re-partida y com-partida y la amistad nombra este compartir.
5) El amigo es, por esto, un otro sí, un alter ego.
Llegados a este punto, el rango ontológico de la amistad en Aristóteles se puede dar por descontado. La amistad pertenece al protè philosophía, porque lo que en ella está en cuestión concierne a la misma experiencia, la misma “sensación” del ser. Se comprende entonces por qué “amigo” no puede ser un predicado real, que se suma a un concepto para inscribirlo en una cierta clase. En términos modernos, se podría decir que “amigo” es un existencial y no un categorial. Pero este existencial -como tal, no conceptualizable- está atravesado sin embargo por una intensidad que lo carga de algo así como una potencia política. Esta intensidad es el syn, el “con” que reparte, disemina y vuelve compartible la misma sensación, la misma dulzura de existir.
Que este compartir tiene, para Aristóteles, un significado político, está implícito en un pasaje del texto que acabamos de analizar y sobre el cual es oportuno volver:
Pero entonces también para el amigo se deberá con-sentir que él existe, y esto adviene en el convivir y en el tener en común (koinoneîn) acciones y pensamientos. En este sentido se dice que los hombres conviven (syzên), y no como el ganado, que comparte la pastura.
La expresión que hemos traducido como “compartir la pastura” es en tò autò némesthai. Pero el verbo némo -que, como se sabe, es rico en implicaciones políticas, basta pensar en el derivado nómos- también significa: “formar parte”, y la expresión aristotélica podría querer decir sencillamente “formar parte de lo mismo”.
Es esencial, en todo caso, que la comunidad humana sea definida aquí, con respecto a la animal, a través de un convivir (syzên adquiere aquí un significado técnico) que no está definido por la participación en una sustancia común, sino por un compartir puramente existencial y, por así decir, sin objeto: la amistad como con-sentimiento del puro hecho de ser.
El que esta sinestesia política originaria se haya convertido con el tiempo en el consenso al cual confían hoy sus suertes las democracias en la última, extrema y exhausta fase de su evolución es, como se suele decir, otra historia, sobre la cual los dejo reflexionar.
En este texto inédito, publicado junto con Profanaciones, (Adriana Hidalgo), el filósofo italiano reflexiona sobre el significado metafísico de los vínculos amistosos.
Viernes 7 de Octubre de 2005 – La Nación Line
Traducción de Flavia Costa.
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