II
¿Qué decir ahora de los aspectos concretos de la correspondencia freudiana?
Me parece oportuno avanzar la idea de que está escribiendo siempre el hombre y sólo a veces el psicoanalista. Para nosotros eso es una gran ventaja; el observador nunca está del todo fuera de la medida de los hechos, como demuestra Heisenberg, el psicoanalista lo sabe también. Nadie puede esperar entonces un hilo seguro y absoluto que sirva como guía en la lectura.
Estos documentos abarcan gran parte de su vida: el espacio comprendido entre 1871 y 1939, es decir, sesenta y ocho años. El derecho de Freud a parecer persona, y persona en permanente evolución, no por menos obvio, deja de ser olvidado en el análisis de escritos de este tipo. Veremos desfilar al humano como contexto indispensable del gigante de la ciencia, con flagrantes contradicciones, animado de proyectos que no concluye, llevando consigo lo elemental y cotidiano junto con el análisis fino y contundente. Lo excepcional en la vida de un hombre puede ser encerrado en pocas líneas, pero su génesis es prolija y minucioso el contexto que lo dota de sentido histórico.
Como psicoanalistas no tenemos derecho a asombrarnos de que genio y vulgaridad aniden juntos, de que en un mismo ser se den cita ambivalencias inconciliables para un edificio de pretensiones áureas y lo que es más, que la mezquindad de cada día sea capaz de alumbrar la idea impar, que el mismo fuego que a muchos seres les permite cocerse en su propio jugo mediocre, sin otra leña, cocine también resultados extraordinarios. Si el amor de Martha le aleja del método del oro y de un análisis sosegado de la cocaína, al mismo tiempo le permite acercarse, como último recurso, a la clínica y desde ella al método terapéutico que dará lugar al psicoanálisis, entonces los Herbart, Brücke, Hughlings Jackson y el mismo Breuer, reaparecerán transformados en una nueva ciencia. Sólo una lectura aprés coup permite establecer conexiones de sentido a estos iniciales tanteos. La historia se repetirá luego propiciada por otros accidentes.
El ejemplo de Freud como escritor de cartas no es excepcional, aunque sí particularmente prolífico. Los siglos XVIII y XIX contienen numerosos ejemplos de esa afición por la cultura de la comunicación epistolar llevada a veces hasta el abuso. “Construirse escribiendo” podría ser la fórmula. Cartas enviadas a su misma ciudad de residencia, billetes apresurados, auténticas piezas estilísticas, protestas amorosas, pedidos de dinero, ideas hilvanadas que circulan incansables entre los corresponsales, que se confían ora con entusiasmo, ora con cautela. Y la censura -la propia y la de los que le sucedieron mas tarde-, la envidia, el despecho, la emoción cambiante, tal y como surgieron, sin demasiados afeites.
La correspondencia freudiana pone de manifiesto que el genio creador convive con el hombre cotidiano, y no se puede dejar de experimentar alivio ante este hallazgo. Los aspectos épicos, se traban en un tejido de miserias y en el fluir diario de una existencia en la que Freud va descubriendo cosas que pertenecen al común de los mortales, en las mismas páginas vemos desfilar la historia viva, incluso cuando todavía es intuición: la Viena de la Exposición Universal, un Imperio Austrohúngaro ya decadente, el anciano Kaiser, el París que apenas había restañado los trazos de la Comuna, los escenarios de Sarah, los balnearios de la belle époque y el desfile de tantos y tantos hombres de ciencia desde sus comienzos titubeantes hasta su cénit e incluso la inexorable decadencia.
Igualmente resulta fascinante seguir el curso de las ideas en ciernes, que se despegan de los sistemas vigentes y que aún carecen de fuerza para constituir otros futuros, que fluyen como de paso, hasta adquirir forma definida en relación con otras muchas posibles. Unas veces las vemos nacer en la misma vida cotidiana, otras en medio del caso clínico, también en la lectura de una obra determinada. Tal sucede con el narcisismo, la sexualidad infantil, la represión y tantas otras nociones.
Freud era excepcional en momentos estelares de su existencia y humano, incluso demasiado humano, en el decurso habitual de sus días. Consuela advertir la contradicción, el error, la emoción que se escapa de los límites del savoir faire, en el creador del psicoanálisis por cuanto acerca la tarea del analista y rompe el mito del dios, o siquiera del semidios al que las canonizaciones nos tienen tan acostumbrados.
Veremos así al adolescente irónico que se acerca al amigo Silberstein -quizás mediocre, como él mismo dirá luego, pero al que siempre adivinamos cálido- que sirve de caja de resonancia en sus devaneos incipientes, los primeros amores e incitaciones, Ichthiosaura, Gisela, después Martha, a quien imaginamos abrumada pero capaz al mismo tiempo de contener con el simple decurso de su existencia los incontenibles vaivenes del amante, también el vigoroso hálito de la hija de Charcot, que habría propiciado un matrimonio de fortuna.
El contacto con la filosofía, desde Aristóteles a Feuerbach pasando por Brentano, su primer maestro importante, en este terreno rastrearemos a Kant, Schopenhauer, y a Hegel, el hombre que hizo piedra angular de su pensamiento a la contradicción, a quien dijo no entender bien, sus ambivalencias con Nietzsche, la lectura de Strauss, los ensayos de Macaulay y de Stuart Mill; la filosofía que, pese a sus protestas en contra, nunca habría de abandonar.
La religión, los orígenes y la existencia de Dios tienen también cabida en sus preocupaciones por esa época: ser judío, como proclamará en París o en un vagón de tren y, al mismo tiempo, rechazar con humor la monotonía de Yaveh. Freud seguirá aquí caminos diferentes a los de Nietszche: Dios, el padre y la sexualidad, frente a Dios, el hombre y la agresión.
Martha, esa joven que copo sus pensamientos, se diluye lentamente en su vida, queda presente en algunos sueños, silenciosa y firme en la Bergasse 19, hasta los tiempos finales en que hará presencia la Gestapo, vigilante tanto para preservar a sus propios hijos de las “investigaciones” del padre, como para atender, solícita, a los contertulios de los miércoles. Será recordada de forma postrera en el testamento. En esos primeros años, las peripecias son más soñadoras y menos consistentes: el amante que ejerce de Pigmalion y también de Otelo, en vaivenes imprevisibles. Pero los años de Martha representan la pujanza de la juventud, del descubrimiento que tantas veces toca con las manos para escaparse después, las insistentes prioridades científicas, el vértigo de la coca, mitad ciencia mitad aventura existencial, junto con el hallazgo de confines que se dilatan más allá de Viena: París y la perfección de Notre Dame y Charcot y también Brouardel y Pierre Marie y Sarah Bernhardt y después Berlín, como pequeño remanso proclive a la reflexión, para volver a la ambivalente Viena, a dar la batalla definitiva bajo la protección inicial de Breuer a quien por entonces debe 4000 gulden.
Wilhelm Fliess llega en el contexto del descubrimiento, cuando es la clínica el único campo que le queda al alcance, la correspondencia ahora aparece un monólogo interminable que, salvando las distancias, retoma el peculiar diálogo interrumpido con Silberstein en otra dimensión, ya más reducida: desfilarán las protestas de amistad, las incipientes neurosis, la sexualidad, los sueños, sobre todo los sueños, y el autoanálisis. Ya habíamos asistido a relatos oníricos de corte más ingenuo en los años anteriores Sueños y autoanálisis forman un todo coherente e inseparable, lo uno lleva a lo otro. Incursiones respectivas a las profundidades del sujeto y el consiguiente viaje iniciático. Es la época de la “enfermedad creadora” en el decir de Ellenberger…
Quipú Ediciones, Madrid, 1995
Fragmento publicado en el libro del Dr. Hernán Kesselman. “La Psicoterapia Operativa”, (Tomo I “Crónicas de un psicoargonauta; Tomo II “El Goce Estético en el Arte de Curar”), Editorial Lumen, Buenos Aires, 1999.