(JORNADAS DE HOMENAJE A GUATTARI.Facultad de Psicología. 30 de agosto de 1997)
Comencé a estudiar a Deleuze y Guattari en 1973. En esa época, en Argentina, había muchos freudo-kleinianos, bastantes freudo-marxistas, no tantos lacanianos. A pesar de la calurosa presencia de los compañeros de militancia psicopolítica, me sentía teóricamente solitario, pero esas páginas, “fulgurantes y elípticas”, como decía Robert Castel, me hicieron sentir extrañamente acompañado. Cuando comenzaba a tener interlocutores y co-experimentadores, tuve que exilarme. Fui a parar a Río de Janeiro, donde fundé con otros desterrados, una Organización “casi” esquizoanalítica. Me sentía algo menos solitario. Seguí estudiando y aplicando Esquizoanálisis, hasta que en uno de los congresos que organizamos conocía Félix Guattari. Conversé mucho con él, polemicé con él en algunas mesas redondas y me despedí de él con n episodio gracioso. Le pedí que me dedicase mi ejemplar del Antiedipo que estaba enteramente subrayado en cinco colores diferentes. El me dijo: “no los estudies así, cortá un pedazo de una página y tratá de inventar algo al respecto”. A partir de ahí me volví a sentir sólo millares de veces, y me siento solo, a menudo, actualmente. Extraño a mis amigos, en especial a los que perdí por causas políticas, a mi familia a la que también perdí por causas biológicas, a mi patria, que reiteradamente siento perdida por causas éticas. Pero ya nunca me sentí solo teóricamente. Me acompaña infaliblemente esa simple e insólita exhortación: “tratá de inventar algo”. Tal incitación venía de un sujeto que, sin ningún título académico y ya conocido en el mundo entero, parecía junto con, pero hasta más aún que su fabuloso colaborador, Gilles Deleuze, haberlo reinventado “todo”. Esa humilde y humorística “autorización”, procedía de alguien para quien, todo lo que él había inventado, no tenía otro valor que el de intensificar en todos los otros, en cualquier otro, una potencia de inventar que, para Guattari, era lo único que importaba. En realidad yo ya sabía eso, pero necesité vivirlo en un encuentro para creerlo. Me había acostumbrado demasiado a la tradicional diferencia jerárquica entre los que “saben” y los que “no saben”. Esa célebre verticalidad que hace que algunos hasta finjan no saber para parecer que lo saben todo, la misma que hoy hace que ya no importe lo que se sabe o lo que se deja de saber, para que el mundo esté como está.
En rigor, no sé si llegué a inventar algo especialmente interesante, pero a partir de ese encuentro, tanto el teórico como el convivencial, traté de vivir dedicado por entero a generar el mismo efecto en mis prójimos: familiares, colaboradores, alumnos, “pacientes”, etc.