Vivir en Sampa [*] significa una aventura diariamente renovada. Las complicaciones comienzan al salir de casa; nunca sabemos qué tipo de tránsito nos espera: un recorrido que lleva medianamente diez minutos puede llevar ese tanto o extenderse veinte minutos, media hora o incluso más. Si la salida fuese, después de alguna de aquellas lluvias torrenciales, es muy posible que alguna calle del trayecto esté inundada; entonces, el hecho es pegar la media vuelta, inventar otro camino o arriesgarse a que el auto sea arrastrado por las aguas. Pero quien no tiene auto y depende del colectivo, enfrenta una situación aún peor: a mi cocinera, por ejemplo, el trayecto de regreso a su casa al finalizar el día puede llevarle un período de una hora y cuarto hasta tres horas; ya hubo días en que, en función de las lluvias, demoró hasta cinco horas. Entonces, es necesario para comenzar una gran dosis de buen humor, lo cual no siempre es posible y, además, tampoco es el fuerte del paulista. Son frecuentes los automovilistas somnolientos a quienes les cuesta percibir el cambio de luz del semáforo o tipos que alucinan una carrera de Fórmula Uno y salen atropellando a todo el mundo; en esas horas, es costumbre el pulular de dedos fálicos en riste y palabrotas de todo tipo.
Otro gran hábito, que se impuso hace ya algún tiempo entre los paulistas, es andar con las ventanillas de los automóviles cerradas, evidentemente a causa de los asaltos. Todos sabemos que, si el ladrón estuviese armado, podría forzarnos a abrirlas y de nada servirá la artimaña, pero en fin, se hace lo que se puede…
En los colectivos los asaltos son frecuentes, realizados a la vista de todos, impotentes y atemorizados; entonces, hay gente que evita llevar dinero en la cartera: se lo esconde en el corpiño, en las medias, se convirtió en una práctica común; entretanto otros, prefieren justamente llevar en un lugar visible el dinero para el ladrón, por miedo a que los maten. Se busca siempre tener habilidad ….
Hace unos dos años, me sucedió de estar yendo hacia un recital lírico -donde cantaba mi cuñada- en el anfiteatro del MASP [3] , en la Avenida Paulista, y trataba de estacionar el auto al lado del museo. La cochera era pequeña y exigía una de aquellas maniobras tediosas y demoradas y allá estaba yo, con el piloto automático puesto, entre apurado y distraído. Todo sucedió en pocos segundos: terminé la maniobra y mientras estoy cerrando la ventanilla del auto para salir, veo que dos hombres bajan la vereda; no les presté mayor atención, hasta que uno se detiene frente a mi puerta y veo por el retrovisor al otro a su lado, empuñando un estilete. Entonces, fue como si surgiese un autómata dentro de mí que rápidamente trabó la puerta por donde saldría, retiró la llave del auto, tomó la cartera y salió corriendo por la puerta del otro lado, dejándola abierta. Una voz salía de mi garganta: “¡Conmigo no! ¡Conmigo no!”. Solamente cuando corría calle abajo para pedir ayuda, tomé conciencia de que todos esos actos habían sido ejecutados a través de mi cuerpo y que aquella voz, sin duda, era la mía. Me acordé de Henri Bergson, cuando describe una “personalidad instintiva, sonámbula, subyacente a aquella que razona”, que generalmente permanece eclipsada en el hombre civilizado, pero que emerge y asume el control cada vez que la vida exige respuestas adaptativas inmediatas, sin tiempo para la toma de conciencia necesaria. En esas horas, dice Bergson, es como si el instinto sustituyese a la inteligencia. [*]
Así sucedió conmigo; cuando entretanto, la inteligencia nuevamente asumió el control, quedé aterrorizado: “¿Y si los tipos hubiesen estado armados y me hubiesen disparado cuando corrí?” Pero eso no sucedió: logré llegar a un café, con mesitas en la vereda, que queda calle abajo, conté el intento de asalto que sufrí y dos hombres subieron conmigo hasta donde estaba el auto para que yo lo retirase y lo llevara a un estacionamiento. Los ladrones, evidentemente, se evaporaron cuando me vieron pidiendo ayuda. De todo eso, lo más curioso es que el miedo que surgió retrospectivamente no estuvo presente en la hora h: la personalidad sonámbula que emergió en mí actuó con convicción, prestancia y eficiencia, tal vez por intuir que aquella era la salida menos peligrosa. Posteriormente, a través del raciocinio lógico, fue posible incluso justificar tal intuición, ponderando que quien intenta con un estilete reducir a alguien es porque no dispone de un arma de fuego, que es mucho más eficiente en todos los aspectos. Pero la inteligencia, en aquella emergencia, no disponía de tiempo para realizar ese tipo de razonamiento; por eso fue necesario accionar la intuición. Muchas personas, en situaciones semejantes, ya se vieron invadidas por ese recurso espontáneo de la mente, ese otro instintivo virtual actualizándose en el lugar del yo; en ese sentido, su emergencia tal vez constituya una de las formas eficientes de subjetivación, frente a situaciones de emergencia, en lo cotidiano de la gran metrópolis. Por lo menos, en ese caso, fue ella la que me posibilitó salir ileso y, además, lograr llegar a tiempo para el recital.
Entretanto, conviene distinguir ese instinto sabio -sobre el cual nuestra conciencia no tiene control- de la impulsividad y de la precipitación, comúnmente asociadas al pánico, a la desesperación, y que la mayoría de las veces llevan a las reacciones más desastrosas: pura descarga afectiva de alguien incapaz, en aquel momento, de acoger y sustentar la angustia generada por la realidad amenazante. La emergencia de la personalidad sonámbula, por el contrario presupone que la acción pueda justamente refrenar la impulsividad y abrir espacio a la memoria imaginativa, capaz de intuitivamente iluminar el sentido de la situación y rápidamente inventar una solución que le sirva. Bergson acostumbraba a decir que el hombre bien adaptado a la vida no se identifica ni con aquel sumergido en los recuerdos del pasado, el soñador, ni tampoco con aquel que existe en el presente puro, que acciona sus hábitos motores sin abrir espacio a la memoria imaginativa, el impulsivo. [5] En las situaciones de peligro, esa adaptación significa no ser invadido por fantasías persecutorias -capaces de proyectar un peligro mayor que el presente- y, al mismo tiempo, ser capaz de sustentar la angustia generada, sin necesitar descargarla a través de la primera respuesta motora disponible. Presupone así, una capacidad del sujeto de acoger y sustentar la angustia: ser capaz de sentirla, identificarla, sin quedar estrangulado por ella. Todo sucede en fracción de segundos y la resultante final, ya sea una solución adaptativa o una acción impulsiva, peligrosa, va a depender de la coyuntura de las fuerzas que componen el acontecimiento en cuestión; uno de los elementos cruciales de esa coyuntura es el tipo de envergadura interior del sujeto, más precisamente, su nivel de tolerancia a la angustia.
Entretanto, el hábito de cerrar las ventanillas de los autos no existe solamente por causa de los ladrones, sino también por causa de los mendigos. Es tan grande el número de indigentes de todo orden: niños, mujeres, hombres, el Juanito que fue alcanzado por una bala perdida y necesita ser operado, la campaña de los custodios privados, el vendedor de repasadores, o de frutas, etc…etc… que se volvió absolutamente imposible no sólo atender a todos los pedidos, sino hasta incluso escucharlos. Cerrar las ventanillas de los autos constituye entonces, un mecanismo de defensa eficiente para no ser importunado. Pero no siempre funciona.
Hace algún tiempo atrás, volvía a mi casa desde el consultorio, eran cerca de las once de la noche. Detengo el auto en un semáforo de la Avenida Brasil con las ventanillas cerradas, naturalmente. Se aproxima un chico de unos cinco o seis años, no más que eso, vendiendo chiclets. Noto que tiene una expresión afligida y resuelvo abrir la ventanilla para decirle -antes que me ofrezca- que no como chiclets. Hete aquí que, frente a mi negativa, él desata un llanto desesperado y, de repente, me doy cuenta de que lloramos los dos, él y yo. Emerge en mí una voluntad casi irresistible de subirlo al auto, llevármelo a casa, darle un baño, comida, ponerlo en la cama y hacerle mimos en la cabeza -como normalmente hago con mi hijo a la hora de dormir. Pero enseguida me defiendo de ese afecto, haciendo el papel de un hombre ingenuo y desinformado: “¿Qué hace a esta hora en la calle un chico como vos? ¿No deberías estar en tu casa durmiendo? ¿Dónde está tu mamá?” . “Ella está ahí (me señala la otra esquina); es que hasta ahora no logré vender nada” -me dice entre sollozos. Tomo la billetera y le doy veinte reales, diciéndole: “Ahora buscá a tu mamá y andá a tu casa a dormir”. Su carita se iluminó, tomó el dinero, agradeció y se dirigió hacia la esquina donde me dijo que estaba su madre. Y yo fui para casa, bastante afectado todavía; siento vergüenza de mi impotencia y una gran confusión: ¿Debería haberlo llevado para mi casa? ¿Pero qué derecho tengo yo? ¿Y después, qué haría con él? ¿Y sus padres?
En otra ocasión, volvía con mi hijo de la escuela, cuando vi a otro de esos chiquitos llorando desconsoladamente en una esquina; paré el auto para saber qué le sucedía y él me contó que había vendido treinta reales de golosinas, pero que fue asaltado y ahora le pegarían si llegase a su casa sin dinero. No tuve duda; saqué la billetera y felizmente tenía el dinero exacto que él necesitaba. Ni siquiera me pregunté si lo que me había contado era verdad o mentira. Ni si es educativo dar limosnas. Creo que el día que ya no fuese más sensible a la posibilidad de evitar un acto de violencia contra un pequeño, ya no me respetaré como ser humano. Pero eso no me basta; cada vez que paso por situaciones semejantes, me vuelve el deseo megalómano de llevarlos a todos para casa, criarlos, educarlos. Como si el descrédito casi absoluto (de que las autoridades competentes hagan aparecer soluciones saludables a esas realidades) hiciese refluir hacia la dimensión personal y privada de mi ser, lo que deberían ser las preocupaciones del ciudadano. Yo sé que existen esfuerzos colectivos orientados en esa dirección por parte de instituciones filantrópicas; inclusive contribuyo a una de ellas, la Fundación Abrinq Nossas Crianças. Pero también sé que ellas no dan cuenta de la realidad que existe ahí. Entonces, ser padre de todos los chicos de la calle funciona como el delirio megalómano, oriundo del desplazamiento de las aspiraciones del ciudadano escéptico, descreído, hacia la esfera competente -también dentro de ciertos parámetros- del padre de familia. [6] Esta es otra forma de subjetivación generada por la gran metrópolis, aunque posea características marcadamente defensivas contra la impotencia insoportable, producida por el impacto de la realidad social sobre nosotros.
Estos son entonces, dos ejemplos de producción mental metropolitana; en ambos casos, tenemos formas de subjetivación de cuño adaptativo, ligadas a la supervivencia: en el primer caso, generada para escapar de un asalto externo; en el segundo, de un asalto interno: vivencia afectiva insoportable. Pero San Pablo no produce solamente situaciones de sobresalto, posee también espacio potencial para vivencias de libertad y de paz espiritual. Todo depende de saber usufructuar de las cosas buenas que puede ofrecer.
El anonimato constituye, por lo menos para mí, una posibilidad de soledad productiva, siempre que necesito de descanso y paz espiritual y me agarra una cierta claustrofobia de las paredes de mi casa. Entonces, me gusta andar por el centro de la ciudad, allí por las inmediaciones de la Praça da Sé, calle São Bento, etc., o sino por el otro lado: Conselheiero Crispiniano, calle Sete de Abril, Barão Itapetininga. Como soy un cultor de la música, especialmente de la ópera, algunas disquerías me proporcionan la excusa para esas andanzas. De hecho, comienzo por visitar alguna de esas disquerías: la Casa Lomuto, uno de los mejores sebos de la ciudad, cuando estoy por la Praça da Sé e inmediaciones, o la Gerasom, local de CD’s y videos-láser, cuando deambulo por el lado de Sete de Abril. Después, voy andando al voleo, mirando vidrieras, escrutando curioso aquella población que viene y va; pero todo funciona como un pretexto para poder tomar aire en la gran ciudad, poner las piernas un poco en movimiento y practicar la soledad del anonimato. En general, durante esos recorridos logro poner mi mente al día: elaborar afectos mal digeridos, definir proyectos en marcha, recuperar un poco de mi inserción en la vida colectiva metropolitana. Al contrario de muchas personas, circulo por esos parajes despreocupado, sin miedo; por precaución evito llevar bolsos, relojes Rolex u otras cosas que puedan movilizar la avidez de los descuidistas. Y si tuviese la tarde libre, puedo terminarla en el sauna del Hotel Nikkey, en la Liberdade -el barrio oriental de la ciudad- donde, además de un buen masaje de shiatsu, puedo aprovechar para comprar huevos de tenca ahumados, en la calle Galvão. Bueno. Es otra forma de poder estar conmigo mismo, meditando mis rollos mentales, sin necesitar confinarme a las cuatro paredes de mi casa o de mi consultorio. Esta forma de subjetivación, solamente propiciada por la gran metrópolis, yo la denomino: “ganar horizontes”; ella me posibilita ubicar desde nuevas perspectivas cuestiones mentales que necesitan conquistar amplitud, a través del contacto solitario y anónimo con personas y realidades de lo más variopintas.
Es evidente que las situaciones aquí descriptas están lejos de cubrir toda la gama de procesos de subjetivación producidos y fomentados por la gran ciudad; pero ellas pueden funcionar como ejemplos de la variedad y de la riqueza de nuestra vida mental, esa usina en perpetua producción. Faltó hablar de las formas de subjetivación artística: experiencias cinematográficas, teatrales, musicales; y también de las prisiones domésticas: la televisión, la computadora y el aislamiento del que muchos amigos se quejan, que los impele a quedarse en sus casas y nunca logran encontrarse. Actualmente, una de las amenazas que ronda al paulista es la de encarcelarse en el circuito cerrado de los encuentros simbólicos: teléfono, Internet y cosas por el estilo, tan bien tematizados por el film Denise, está chamando.
Pero, se podría argumentar que la mayoría de las experiencias aquí descriptas, cubre un repertorio característico de un sector más acomodado de la población de la ciudad, sin contacto interno con aquella realidad más mezquina y numerosa del “pueblo oprimido en las filas, en las villas, favelas” y sus formas de subjetivación características. Es probable que sí, pero describir esas formas implica una investigación más amplia, con relatos variados, que desgraciadamente no estuve en condiciones de realizar. Entonces, me gustaría terminar diciendo que a pesar de “la fea humareda que sube borrando las estrellas” también es posible descubrir en Sampa alguna luz, un cierto brillo: me acuerdo siempre de ese resplandor que iluminó la mirada del chico de las golosinas cuando le di el dinero; y también, de la sonrisa radiante de mi hijo, al percibir que su categoría de niño podía ser tomada en serio. Entonces, es posible que, al irnos dejando afectar por la “dura poesía concreta de sus esquinas”, nos venga la inspiración para inventar nuevas formas, reconvertir a la ciudad en lo “contrario, de lo contrario de lo contrario de lo contrario” y construir alguna forma de vida cotidiana posible. Quién sabe si los “dioses de la lluvia” nos pueden ayudar un poco: en cuanto no destapen los desagües de la ciudad, es sólo con ellos que podemos contar.
Traducción: Andrea Álvarez Contreras.
T.A.A. Traducción Autorizada por el autor (Comunicación personal)
Buenos Aires, 25 de febrero de 1999.