Cuenta Kafka que el Emperador de la China movilizó todas sus fuerzas en la construcción de una Muralla en bloques asimétricos para defenderse de los nómades venidos desde el Norte, en cuanto estos ya estaban instalados en el corazón de la capital. [1] Esa deliciosa narración nos permite introducir una primera paradoja. Por más poderoso que sea, un Imperio ya es traspasado por todos lados, infiltrado por todos los poros y subvertido desde su centro por ese Otro venido de lejos. Si el Imperio insiste tanto en demarcarse y está desde siempre en su propio corazón, y su rumor no puede ser sofocado. Por lo tanto, la polarización binaria que el Imperio propone es un intento de compensar la permeabilidad, la contaminación, el mestizaje que la dilatación misma de las fronteras del Imperio provocó. Los estudiosos observan que la identidad de los pueblos europeos, aún en los inicios de los Estado-nación, se forjó en oposición dialéctica a sus Otros nativos, en un racismo colonial que eliminaba las diferencias internas y espiritualizaba una unidad ficticia con finalidades políticas, en contraposición a una alteridad fabricada. De ahí, una primera premisa histórico-filosófica: en esa otra escala, Edward Said mostró de la manera más convincente que el conocimiento que el Occidente tiene del Oriente no pasa de una racionalización construida a partir y con el objetivo de perpetuar una dominación real. El Oriente concreto fue sólo el escenario donde Occidente proyectó su representación del Oriente, forjada previamente con una inmensa cantidad de discursos, en el sentido que Foucault le dio al término. El Occidente forjó un Oriente hecho completamente con su propio repertorio (occidental), sus esquemas mentales, su lógica, sus preconceptos, jerarquías, intereses, fantasías, racismos, ciencias, religiosidad, literatura, etc. El Oriente del Occidente es un objeto, una fabricación, una construcción del Occidente –de ahí el por qué del diálogo con ese Oriente concreto está destinado de antemano al fracaso más estrepitoso. Algo similar sucedió con la locura, tal como fue analizada por Foucault: tampoco la psiquiatría es el conocimiento de la enfermedad mental, sino la racionalización de una dominación concreta, y la locura que la psiquiatría conoce es un objeto construido a partir de esa asimetría de base. De modo que la psiquiatría, y las disciplinas que de ella derivan, son incapaces por vicios de origen de iniciar un diálogo con las voces de la desrazón. Y así como el contraste con la locura es fundante para la constitución de la subjetividad racionalista (la desrazón es el Otro necesario, no obstante descartable del cogito cartesiano), del mismo modo que la supuesta barbarie y salvajismo del nativo fueron necesarios para fundar la civilidad del europeo moderno. La subjetividad moderna está íntimamente vinculada a esa dialéctica que esencializa al Otro para, negándola, constituirse a sí. La transformación del Otro en un absoluto esencializado es parte de esa estrategia de división binaria que sirve a la constitución de sí del sujeto occidental. Como dice Toni Negri, el colonialismo es una máquina abstracta, de repartición de identidades y alteridades. [2] Es en vano colocarse en ese campo dialéctico y reivindicar, por ejemplo, la asunción positiva de esa alteridad negada, tal como algunas décadas atrás algunos sugerían, inclusive Sartre. Tal vez, sería necesario deshacerse de antemano de dicha lógica dialéctica y de la máquina binaria que la preside –y a partir de ahí, repensar el concepto mismo de identidad y alteridad. Como lo sugiere el crítico hindú Homi Bhabha, cualquier cultura ya es una formación parcial e híbrida, y una totalidad nacional o un binarismo colonial no dejan de ser recortes impuestos que se abaten sobre ellas. Nisiquiera el nuevo orden imperial, excepto en momentos de crisis mayor como el actual, ya no procede predominantemente por binarismos, habiendo incorporado en sus estrategias parte de la reivindicación de los posmodernos relativa a la diferencia, a la multiplicidad, a la diversidad, al flujo libre. Hay quien sostiene, entre ellos Deleuze & Guattari, que el racismo mismo ya era menos binario de lo que se suponía, ya operaba por grados de desvío en relación al hombre blanco, con inclusiones diferenciadas. Es como si la supremacía blanca funcionase atrayendo la alteridad y subordinando las diferencias de acuerdo con grados de desvío de la blancura. Es decir, no sería un odio nacido de la distancia, sino de la proximidad. Negri amplía ese razonamiento y muestra que la soberanía moderna dependía de la dialéctica entre el europeo y el nativo, en un binarismo que llevaba al Otro a su extremo y después lo negaba para constituirse, la soberanía imperial es más astuta porque integra a los otros a su orden y entonces, orquesta esas diferencias en un sistema de control, en la administración de microconflictividades.
EL MISMO Y EL OTRO.
Si eso parece verosímil, en un momento de crisis como el nuestro tiene algo de perturbador. Parece reactivar la dialéctica más binaria entre la identidad y la alteridad, llevándola al paroxismo. He aquí algunos de los postulados de Samuel Huntington, en su libro El choque de civilizaciones, escrito muchos años antes del 11 de septiembre de 2001. Él dice: las diferencias religiosas o de civilizaciones no son negociables (diferentemente de las diferencias ideológicas en el seno de una misma civilización), odiar es humano: para su autodefinición, las personas necesitan de enemigos; el conflicto entre la democracia liberal y el marxismo-leninismo es un fenómeno fugaz y superficial si se lo compara con la relación seguida y profundamente conflictiva entre el Islamismo y el Cristianismo.
Hacia dondequiera que se mire a lo largo del perímetro del Islam, los musulmanes tuvieron problemas para vivir en paz con sus vecinos. [3] Al comentar el número de conflictos en que están involucrados los musulmanes en la última década, afirma: las fronteras del Islam son sangrientas, como también lo son sus entrañas. La propensión musulmana hacia el conflicto violento es evidente, basta mirar hasta qué punto las sociedades musulmanas están militarizadas. Siguen algunas causas que explicarían esa propensión: el origen bélico del propio islamismo (religión de la espada); la intolerancia de los musulmanes (fe absolutista); su condición de víctima, la inexistencia de un Estado-núcleo, la explosión demográfica y la gran cantidad de jóvenes desempleados, fuente natural de inestabilidad. Se percibe que por detrás de un estudio histórico, geopolítico, pretendidamente objetivo y repleto de estadísticas, va apareciendo paulatinamente la demonización del Otro, la construcción progresiva de esa alteridad demonizada, la perspectiva subrepticia de la superioridad de la civilización occidental y cristiana frente a la barbarie ajena.
Si en la dialéctica colonial la identidad nacional de los pueblos europeos fue construida en base a un racismo de cuño biológico, en el post-colonialismo la segregación gana una fundamentación cultural. La sustitución de la raza por la cultura tiene efectos aún más perversos. Todo se explica en términos de cultura, el atraso de unos, la superioridad de otros, la corrupción de terceros, la crisis, el hambre, el analfabetismo, el despotismo, de modo que la cultura es esencializada en una concepción de concurrencia entre las diversas civilizaciones. En la concepción de Huntington, por ejemplo, la cultura islámica alcanza para explicar por qué la democracia dejó de emerger en la mayor parte del mundo musulmán. Como contrapartida, la influencia del colonialismo, de la guerra fría, la cooptación de las elites locales, la globalización, nada de eso tiene importancia, porque el único factor decisivo es el embate entre las culturas rivales. La civilización occidental por un lado, y el resto como dice el mapa presente en su libro, siendo ese resto la civilización china, la islámica, la hindú, la africana, la ortodoxa (rusa), la budista (japonesa) –la latinoamericana no deja de ser un subproducto de la occidental, con componentes indígenas. La lucha entre ricos y pobres, o entre ideologías, o el análisis de las circunstancias concretas cede el paso a la primacía de la identidad cultural, del sistema de valores, instituciones, trazos religiosos, étnicos. Al postular el mundo multipolar y multicivilizacional Huntington ignora que pertenecen todos a un mismo Imperio económico atravesado por n líneas de fractura de otro orden, en el cual hay dominantes y dominados que obedecen a dictámenes más complejos. Por lo menos, el autor tiene la honestidad de admitir que la hegemonía de la civilización occidental no fue conquistada por la fuerza de sus valores, ideas y religión, sino por el uso de la fuerza, es decir, por su capacidad de aplicar la violencia de manera organizada y racional. Podríamos ampliar esta constatación histórica, y notar hasta qué punto la pretendida universalidad occidental, impuesta por la fuerza, obedece a un patrón muy poco universal, el del hombre-macho-blanco-racional. No es casual que mujeres, indígenas, negros, locos, homosexuales y tantas otras “minorías” y “derivas” les ha costado tanto para ser reconocidos como sujetos de derecho. Cierto universalismo humanista puede fácilmente camuflar la dominación de un patrón mayoritario que le sirve de sustentación, con sus reglas implícitas de lo que debe ser considerado humano, racional, sensato, de lo que es un diálogo o una comunicación intersubjetiva válida, en detrimento de toda una agonística de las diferencias, de las singularidades, de las extrañezas. Todo eso para recordar el consenso de Occidente, con sus creencias en torno de la verdad, de la ciencia, del progreso, del mercado, de la democracia, del Estado-nación, pueden traer incluida una dosis nada despreciable de racionalismo eurocéntrico. Sería necesario, como dice Yann Moulier Boutang, pensar una razón mestiza, [4] en resonancia con lo que la filosofía de las últimas décadas suscitó, al poner en jaque una racionalidad humanista y su nihilismo inconfensable.
Volviendo a Huntington: mucho antes del atentado en Nueva York, él afirmaba que el problema de Occidente no era el fundamentalismo islámico, sino el Islam. Una civilización diferente, cuyas personas estarían convencidas de la superioridad de su cultura y obcecadas con la inferioridad de su poderío; contrariamente al Occidente, donde las personas estarían convencidas de la universalidad de su cultura y de la superioridad de su poderío, llevándolos a extender su cultura por todo el mundo. Sea como fuere, muchos autores ya se referían, hace más de una década, a conflictos y guerras de civilizaciones. Incluso la Guerra soviético-afgana fue considerada una guerra de ese tipo, donde era invocado un principio puramente islámico, con repercusión extraordinaria en el mundo musulmán. Así, como la guerra árabe-israelí, o la primera guerra del Golfo, y después el conflicto en la ex -Yugoslavia. Pero con el 11 de septiembre la tesis de Huntington parecía confirmarse. Inclusive para explicar la conjunción de la fe y de la tecnología. Porque Huntington defiende que la agenda de modernización adoptada por algunos países del mundo musulmán da aliento, paradójicamente, a una islamización creciente. Porque establece una amplia red de entidades que prestan servicios de salud, asistencia, educacionales y otros, supliendo las lagunas de los gobiernos y echando raíces entre los más desasistidos por el proceso de modernización, también entre migrantes urbanos y masas desenraizadas recientemente. Al mismo tiempo, la expresión política islámica ejerce gran atracción entre universitarios, ingenieros y médicos, intelectuales, hijos de una generación más secularizada, y crece en la misma proporción en que las oposiciones seculares son reprimidas por gobiernos despóticos. De hecho, podríamos decir que la islamización responde a un proceso de desterritorialización del capitalismo, ofreciendo una reterritorialización subjetiva, jurídica, semiótica. Pero también social, económica, educacional, política. Huntington, a partir de su lente civilizacional, lo formula así: en un mundo muy fluido, las personas están en búsqueda de identidad y seguridad. El resurgimiento islámico sería una reacción contra el Occidente y la occidentalización, no contra la modernización.
Desde una perspectiva distinta, Toni Negri ve en el fundamentalismo, no un flujo histórico reverso, resurrección de identidades y valores primordiales, arcaicos, pre-modernos, sino un repudio a la transición histórica contemporánea en curso, es decir, no un movimiento pre-moderno sino posmoderno, una vez que rechaza todos los poderes que emergen del nuevo orden imperial. Este rechazo es “actual”, en el sentido en que se refiere a una situación presente y a un dominio euro-occidental al que también el posmodernismo occidental protesta. En ese sentido, el posmodernismo sería la concepción contestaria predominante entre los victoriosos, mientras que el fundamentalismo lo sería entre los perdedores. Como dice Robert Kurz: “El fundamentalismo del humillado mundo islámico no es una tradición del pasado sino un fenómeno posmoderno: la invisible reacción ideológica al fracaso de la modernización occidental”.
SUBJETIVIDAD MULTITUDINARIA.
Dos últimas palabras sobre Huntington. Su concepción del choque de las civilizaciones desemboca en un purismo cultural y en una condena perentoria de las mezclas. En el caso americano, por ejemplo, el autor dice que el multiculturalismo debilita el tesoro occidental. Como se ve, no se trata de purificación étnica, sino cultural. Lo más espantoso, o lo más comprensible, es que eso sea defendido precisamente en el momento de tamaña internacionalización, cuando sería el caso de repensar justamente el principio de la identidad nacional o civilizacional, a la luz de estas mezclas. Es lo que otros autores, en la otra punta del espectro político, han propuesto, al mostrar hasta qué punto la cultura en sí misma, y cualquiera de ellas, es ya una mezcla, una hibridación de elementos muy dispares, una negociación entre fronteras, composición heterogénea. Tómese al norteamericano mismo, ¿qué es él sin los chicanos, los negros, los italianos, los judíos, los propios indios que -como dijimos- él mismo diezmó y/o integró? En el caso del Brasil, esa perspectiva es también más pertinente. Cualquier frontera enunciativa es también una gama de voces e historias disonantes, disidentes, de mujeres, colonizados, grupos minoritarios, portadores de sexualidades vigiladas. Como dice también Homi Bhabha, la demografía del nuevo internacionalismo es la historia de la migración post-colonial, con las narrativas de la diáspora cultural y política, los grandes desplazamientos sociales de comunidades campesinas y aborígenes, las poéticas del exilio, la prosa austera de los refugiados políticos y económicos. [5] Entonces, ¿qué es un sujeto en ese contexto, sino aquel que se forma en los entrelugares, en las fronteras, en los itinerarios?. De ahí, los variados estudios mostrando que en los tránsitos y flujos de población contemporáneos, en los desplazamientos de masa a los que asistimos con la caída de los Estados-nación, se crean nuevas comunidades sensibles, nuevos sentidos de mundo, nuevas tierras imaginadas (Benedict Anderson). La desterritorialización brutal de los últimos años hace que las personas no sólo recorran los fundamentalismos reterritorializados, sino también inventen, por los más diversos medios, incluso a través del cine y de las imágenes, también por qué no a través de Internet, de la música, de la danza, de las protestas políticas (como cuando se dice: “pueblo de Seattle”), nuevas formas de asociación y aglutinación, nuevas “tierras”, nuevas “naciones”, nuevos pueblos”, allí donde ellos aún nisiquiera existen. No se trata de “tierras” geográficas, sino de territorios sensibles y afectivos, espacios de solidaridad, nuevos mapas de pertenencia y afiliación translocales. Como dice Negri, la constitución del mercado mundial, con su práctica cotidiana, con la movilidad de los sujetos que suscita, a pesar del vacío de universalidad [6] que él presupone, incitando a la más absoluta agresividad de uno contra el otro para disputarse las migajas de ese mercado, como se ve en los diversos Balcanes esparcidos por el mundo, podría paradójicamente, brindar la oportunidad de una reinvención de la universalidad. Varios films recientes, sobre todo de la región de los Balcanes, dan testimonio de esa apertura. La cooperación productiva se ensancha, los cambios y las redes se intensifican y se extienden, una universalidad material y móvil aparece en el horizonte. La desintegración de lo social puede dar lugar a nuevas tendencias de comunidad, ya no más ligadas a la proximidad tradicional, sino a la contigüidad de trayectorias nómades, en una nueva relación entre la desterritorialización obligatoria y una nueva territorialidad deseada. Negri pregunta: ¿no sería posible comenzar una reconstrucción del mundo, una nueva universalidad que, evitando las proximidades tradicionales (familia, etnia, nación) reencontrase en las necesidades de la movilidad, de la producción flexible, de una nueva cooperación ampliada, una vía para construir grupos, asociaciones, contigüidades, políticas nuevas, comunicantes, productivas, liberadoras? En ese caso, contrariamente a la purificación civilizacional de Huntington, frente a los flujos incesantes de movilidad que el mercado mundial suscita, se trata de defender las mezclas sacrílegas, las hibridaciones lingüísticas y culturales. Los mestizajes que se incorporan en los cuerpos de los hombres tal vez prescindan del factor nacional para poder efectuar la fuerza de utopía que en otros momentos la idea misma de nación vehiculizaba. Se trata entonces, de crear nuevos parámetros que subsidien el deseo de comunidad.
La multitud concebida como un cuerpo biopolítico colectivo, en sus poderes de constituir para sí comunidades múltiples, diseña así nuevas posibilidades de relación con la alteridad. Para decirlo en términos más filosóficos: ya no pensar más según la dialéctica del Mismo y del Otro, de la Identidad y de la Diferencia, sino rescatar la lógica de la Multiplicidad. Arriesguemos el ejemplo poético: Fernando Pessoa reivindicaba el derecho de experimentar todos los otros que lo habitaban o rodeaban, y a esa experiencia de metamorfosis múltiple él le dio el nombre de Otramiento. El Otramiento no es dicotómico o binario, sino plural, mutante, antropofágico. No se refiere a mi derecho de ser diferente del Otro o del derecho del Otro a ser diferente de mí, preservando en todo caso entre nosotros una oposición, como tampoco se trata de una relación de apaciguada coexistencia entre nosotros, en que cada uno está preso a su identidad como lo está un cachorro a un poste. Se trata del derecho de diferir de sí mismo, de despegarse de sí, de desprenderse de la identidad propia y construir su deriva al azar de los encuentros e hibridaciones que nos propicia la multitud. Es una lógica completamente distinta de aquella que la subjetividad moderna nos propone, en su dialéctica (nacional o colonial) que esencializa al Otro para, negándolo, constituirse a sí. Es otra subjetividad, post-colonial, post-nacional, post-humanista, post-identitaria. Subjetividad multitudinaria, procesual, abierta a su dimensión de alteridad e itinerancia propia.
BIOTERRORISMO Y BIOPOTENCIA.
Tal vez Foucault siga teniendo razón: hoy en día, al lado de las luchas tradicionales contra la dominación (de un pueblo sobre otro, por ejemplo) y contra la explotación (de una clase sobre otra, por ejemplo) está la lucha contra las formas de sujeción, es decir, de sumisión de la subjetividad, que prevalecen. Tal vez la explosividad de este momento tenga que ver con la extraordinaria superposición de esas tres dimensiones, y quién sabe también nuestra esquizofrenia en valorarlo, en la cual se mezclan júbilo y asombro, admiración y horror, esperanza con el fin de la ficción sobre un supuesto fin de la Historia que nos fue propuesta en la última década, y al mismo tiempo la perplejidad con los micro y macrofascismos que despuntan en el horizonte. Al lado de la reapertura del campo de posibles durante tanto tiempo saturado por una narrativa exclusiva, se insinúa el recelo de que el bioterrorismo paralice la biopotencia emergente.
No sé cuánto de las pocas páginas de Kafka sobre la Muralla China reflejan la paranoia del Imperio contemporáneo, con sus estrategias frustradas para protegerse de los excluidos o extranjeros, cuyo contingente no deja de aumentar en el corazón de la capital, en una cercanía de intimidación creciente y en un momento en que, como diría Kafka, se sufre de vértigo marítimo aún en tierra firme. Tampoco está claro cuánto los nómades de Kafka, en su indiferencia ostensiva en relación al Imperio, pueden ayudar a pensar la lógica de la multitud. En Kafka una ironía fina va solapando la solemne consistencia del Imperio. Es que los ciudadanos del Imperio tienen en relación a él una curiosa incredulidad, él está próximo pero distante, concreto pero abstracto, real pero impalpable, a veces se tiene la impresión de que no pasa de una fantasmagoría, que bastaría cambiar el foco para que apareciesen otras cosas, más relevantes y sustantivas. Hay algo en el funcionamiento del Imperio que es puro disfuncionamiento. Cuando en las Conversaciones con Kafka, Gustav Janouch [*] , le dice al escritor checo que vivimos en un mundo destruido, éste responde: “No vivimos en un mundo destruido, vivimos en un mundo trastornado. Todo explota y estalla como el equipamiento de un velero destrozado”. Explosiones y estallidos que Kafka posibilita ver, que la situación contemporánea descubre, y que no pasa sólo entre las civilizaciones, sino en el interior de cada una de ellas, abriéndolas hacia otras comunialidades. Tal vez el desafío sea intensificar estos estallidos y explosiones del Imperio, pero también del Estado-nación, de los partidos, de las clases, de los géneros, de las identidades, para dejar ver en las diversas líneas de fractura la potencia de mezcla y recombinación presentes en la Multitud.
VIDA CAPITAL: Ensaios de biopolítica. Peter Pál Pelbart. Iluminuras Editora, São Paulo, Brasil, 2003.
Traducción: Andrea Álvarez Contreras.
(T.A.A.) Traducción autorizada por el autor.
Buenos Aires, 7 de julio de 2005.