La gente escribe de modos muy variados y no me refiero al estilo literario, sino a un cierto agrado por maneras de escribir en los que el cuerpo toma una postura u otra, la mano elige el instrumento: esas plumas de otros tiempos, una lapicera de marca, lápices con sacapuntas cercanos para cuando las puntas pierden su esplendor, la piel dice qué ropa le gusta que la toque, el olfato, la vista, el gusto, eligen una habitación u otra, a veces espacios al aire libre, una plaza, la montaña, recuerdo un poema de Borges, aquél del hombre gris que entreteje endecasílabos a orillas del río Cedar, a veces se busca la inspiración en un café, cuando el mozo pregunta ¿lo de siempre?, qué momento inspirador es esa cotidianidad sin sobresaltos, están allí los poetas de las servilletas de papel, los grandes poetas de las grandes obras, que resisten las modernidades, ahora la computarizada, pero para el poeta de las servilletas, siempre hubo modernidad a resistir, lo fue la máquina de escribir en su momento; discurría yo sobre estos temas cuando me entero lo de Descartes, qué curioso me dije ¿Descartes escribió sus obras: Las meditaciones, El discurso del Método, recostado en su cama? y comienzo a indagar (¿por qué mi interés?, a mí me cuesta permanecer en la cama salvo que la fiebre me devore el cuerpo, en cambio sé que hay quienes dirigen sus empresas desde la cama, qué distintas somos las personas, me digo y sé que no es una frase que aporte demasiado al progreso de la humanidad, pero igual me la digo) y sigo averiguando y me entero que muchos escritores escribieron acostados en una cama, Proust, Joyce, Ontetti, son un ejemplo; veamos, ¿cómo es esto?, yo misma recomiendo la horizontal para dejar el cuerpo en la quietud aparente del tono muscular, porque en la vida no existe la quietud total, pero sí ese estado en el que los músculos descansan del esfuerzo antigravitatorio de la existencia que se mueve por la superficie de la tierra, pero es atraída hacia las esferas del infierno, y repito una frase que leí en un libro de anatomía: nos levantamos más altos de lo que nos acostamos, y agrego: la horizontal es maravillosa; con todo este bagaje a cuestas me enfrento con Descartes y compruebo que efectivamente el padre del racionalismo a quien imaginamos hombre serio, sin embargo siempre fue un místico contrariado, además de escribir en la cama, soñó sus escritos, él fue inspirado en sus sueños, ¿te imagnás?, no sólo escribió acostado, acostado soñó lo que luego le dio la fama, y sigo investigando su vida, y descubro algo más, que Descartes que había nacido rico se volvió pobre y tuvo que trabajar, en su caso de filósofo, que en aquellos tiempos como en estos no es un trabajo muy bien remunerado, y él se las tenía que rebuscar para que el pago de sus servicios le permitiera sobrevivir y seguir escribiendo, y así consiguió un trabajo en la corte y fue instructor de la reina Cristina de Suecia, que vivía cómoda en su palacio, pero tenía el berretín, el antojo, el deseo, como dicen ahora, de tener un instructor que fuera a instruirla a la cinco de la mañana y podemos suponer cómo es el invierno sueco a las cinco de la mañana, pero Descartes tenía que mantenerse y allí iba, supongo que abrigado, pero el frío del febrero sueco no perdona y justamente en uno de esos días de febrero de 1650, contrajo una neumonía, en tiempos en que el antibiótico ni siquiera asomaba en el horizonte de la medicina, y así, a los 54 años, dejó esta vida y partió hacia otros territorios, pero no sin dejar un epitafio: Bene qui latuit, bene vixit: Quien bien se escondió, bien vivió, extraño epitafio, pero no tan extraño si se piensa que él tenía ideas raras, no las escritas en sus libros por eso de la Inquisición, sino otras que supo guardarse muy bien; la moraleja de este cuento es que a Descartes lo mató dejar la horizontal, lo mató dejar el reposo relativo de sus músculos, no el de su cabeza y el de su mano ejecutora, pero no soy sectaria y quizás haya otras moralejas, que espero el lector tenga a bien proponerme para mi próxima entrega.
Descartes y la horizontal