Aquí estos, constata después el cartógrafo cansados del vacío del complejo de marido y amante y de toda la parafernalia que implica, resolvieron abandonar todo y partir a la calle, a los campos, a los lejanos países de Oriente o para las aún más lejanas tribus primitivas. “On the road” es, de hecho, su palabra de orden. Se creó una verdadera comunidad internacional de viajeros. El cartógrafo observa que, sólo en la comunidad en que está, conviven personas de por lo menos cuatro países diferentes. lo que eso nuevos nómades le dicen querer encontrar es la pureza original que, según creen, les fue perversamente robada. Es esto lo que van a buscar entre los “primitivos”: quieren encontrar otras formas de vivir. Respecto a eso, le cuentan experiencias fascinantes. Una de esas hippies le cuenta que estuvo viviendo durante algunos meses en una casa berebere en el norte de Marruecos. Ella cuenta que, a pesar de ser ese un mundo tan diferente del suyo, se integró con bastante facilidad, convirtiéndose en un miembro más de la familia. Y le dice al cartógrafo que eso sucedió porque era muy agradable vivir entre ellos: un marido, dos esposas y un montón de hijos. Comenta que quedaba absorta de ver cómo por lo menos hasta donde podía percibir aquellas mujeres que compartían al mismo hombre se llevaban bien entre sí.
Una de ellas era vieja, bizca y muy jocosa. Se pasaba el día sentada en el piso del patio, preparando el té de menta y contando historias sin fin. La otra, de unos 30 años, era exuberante y muy activa, se pasaba el día cuidando de la casa; la mayor parte del tiempo se quedaba cocinando su deliciosa comida y escuchando las historias de la esposa mayor. La noviecita hippie supo que, cuando el marido de la casa era más joven y rico, llegó a tener cinco mujeres.
Y cuenta: fue adoptada como hija, incorporando todo el repertorio de gestos, muecas y tics, procedimientos, figuras, expresiones de rostro, palabras… La misma vestimenta: pilas y pilas de ropa, unas más coloridas que otras. La familia hasta la mandó al sastre de la aldea para que le confeccione una prenda especialmente para ella. Y el tío, que tenía un puesto de joyas y bijouterie en una feria ambulante (caravana de tiendas que recorría semanalmente las aldeas) después le traía pulseras, aros, anillos y khol, aquella piedra ceniza brillante cuyo polvo daba a los ojos de todos, hombres y mujeres, un aire tan misterioso. Ella participa de los toilettes de los viernes en el haman, casa de baño colectivo de la aldea, con todas las mujeres de la familia. Era una fiesta ese día: sentadas en el piso de mármol e inmersas en el vapor, unas frotaban con un paño áspero la piel de las otras, para eliminar células muertas y mugre de toda especie; unas lavaban los cabellos de las otras con un barro especial, el hassul (todas tenían los cabellos largos, negros y trenzados); unas pasaban henna en los cabellos de las otras (los de nuestra amiga, por ser rubios, quedaban entre el naranja y el granate). Se pasaban henna también en las plantas de los pies y en las palmas de las manos, que se conservaban rojas hasta el próximo baño: aquella planta decían, servía para proteger las extremidades del cuerpo de los malos fluidos. Se arrojaban baldes y baldes de agua unas sobre otras; horas después salían de allá arregladas y perfumadas, prontas de cuerpo y alma para el fin de semana. Todas las mujeres de la casa. Nuestra amiga incorporó también los hábitos y la forma de comer de aquel pueblo. La disposición de las personas, a la hora de la comida, era una cartografía que obedecía a la geografía de los afectos del momento: se reunían en grupos de tamaño variable, en función de las elecciones. Cada uno en torno a una mesita hecha de una bandeja de cobre, sobre la cual se colocaba la tinaja de barro, el tagin, en que era servida la comida; los tamaños, tanto de bandeja como de tinaja, variaban de acuerdo al número de comensales: se comía con las manos, todos juntos, de la misma tinaja. La amiga hippie del cartógrafo le cuenta que la experiencia de comer de ese modo la hizo decubrir placeres desconocidos: la sensualidad de la propia textura y temperatura de los alimentos; el encanto de compartir todo eso. Ella obedecía también a los mismos horarios: se levantaba religiosamente de madrugada, como todas las mujeres de la casa, para preparar el pan que más tarde, de mañanita, los niños llevarían para asar al horno de la aldea. Compartía igualmente, el mismo sueño y los mismos sueños: también para dormir, la distribución de las personas funcionaba como una cartografía de los afectos del momento. El marido dormía en un cuarto aislado con una de las esposas, y la otra (que no tenía el sentido de “la otra” del complejo esposa y amante) dormía en otro cuarto con los niños. Ese cuarto, a la noche se transformaba en una inmensa cama colectiva, hecha de pieles de cordero y alfombras que las mismas mujeres tejían. Como las bandejas y las tinajas, el número y la disposición de las pieles y las alfombras variaban, en función de la distribución afectiva de las personas aquel día. La amiga del cartógrafo dormía en el cuarto colectivo y cuenta que muchas veces en el medio de la noche sucedía que, de repente, se despertaban todos juntos: era cuando alguien soñaba en voz alta y todos pasaban a compartir ese sueño. En aquellos momentos, los sueños eran colectivos … Cartografías nocturnas.
El cartógrafo se da cuenta de la importancia que debía tener para su amiga hippie ante la estrategia de deseo dominante en su sociedad la posibilidad de vivir en un mundo en que se “escucha” el cuerpo vibrátil y se sigue la geografía de los afectos que ese cuerpo indica: un mundo en que las personas tienen una especie de juego de cintura en lo invisible. Mientras tanto, él nota que esos nuevos amigos suyos los hippies idealizan aquel mundo: consideran que se trata de un mundo natural, puro y verdadero, que correspondería a una etapa anterior de la historia de la humanidad o hasta anterior a la historia misma. Entonces percibe que, también para los hippies, la evolución de la humanidad es lineal sólo que, en su versión, ella comienza en la naturaleza y a ella deberá volver con la ayuda de Dios (o mejor dicho, de los dioses, los de todas las religiones), poder terminar con la sociedad industrial que habría desviado a la sociedad de su supuesto curso primitivo y natural. En verdad, piensa nuestro amigo investigador, para los hippies naturaleza e historia son incompatibles: sólo quedan en la geografía de los dos primeros movimientos del deseo.
El cartógrafo nota que, estos, a diferencia de sus contemporáneos militantes, por no investir su tercera línea, la de la visibilidad de los territorios con su historia, no se preocupan por oponer resistencia a la nación norteamericana en su afán imperialista. Pero, en compensación, por mantener investidas sus dos primeras líneas, logran embarcarse en la posibilidad abierta por el “mito americano” de desarrollar sensibilidad micropolítica y, con ello, aprender a discriminar, inclusive de esa América en nosotros, los beneficios y los maleficios.
De los beneficios acogen, para iniciar, los más evidentes: los mass media, la fractura de materia de expresión y la internacionalización esas materias de expresión. Les gusta el rock además les gusta la música de cualquier lugar, rico o pobre, y no tienen nada en contra de la introducción de la electrónica en la música. Les gusta la gente del mundo entero, inclusive según cuentan siempre hay por lo menos un amigo americano del Norte en sus viajes, concretos o alucinados. Otro aspecto que admiten es la intensificación de la desterritorialización. No sólo se disponen a ser el “caballo” de las líneas de fuga, en vez de asegurar sus riendas sino que hasta van más lejos aún en esas líneas: “viajan” tanto concretamente, abandonando sus territorios, como sensiblemente, usando alucinógenos para lograr, de hecho, dejarse deconstruir en sus padrones por la desterritorialización, como ellos mismos dicen, y convertir sus cuerpos vibrátiles aún más sensibles a las latitudes y longitudes de sus afectos. El cartógrafo imagina que es, ciertamente, por ello que esos acid kids hablen tanto de “vibración”. Le cuentan que pasan buena parte de sus viajes a través del cuerpo vibrátil discriminando los buenos y malos encuentros, discriminando lo que les trae buenas vibraciones “goods vibs”, como dicen de aquello que les trae “más vibraciones”. Incluso es ahí, que se dan tantos de los maleficios de la América aquella en nosotros: le cuentan al cartógrafo que sienten un verdadero terror frente aquellos que llaman “caretas”. Por lo que el cartógrafo entendió, se refieren a las personas que se dejan seducir por la captura. Dicen que, su vibración es tan pesada y tan mortíferas sus fuerzas “una de horror”, como acostumbran llamar a esa sensación que tienen la certeza de que nunca la olvidarán. Para el cartógrafo, lo que están queriendo decir es que la consistencia de la potencia de muerte de la captura, conciencia que adquirieron en aquellas “experiencias” suyas, es inolvidable. Tiene la impresión de que ellos hicieron realmente un “viaje” de desadherencia radical del sistema de captura.
El cartógrafo piensa que ese sistema, para ellos, se desengañó: despegaron para siempre. El otro aspecto que los hippies rechazan de esa América en nosotros es el carácter urbano, industrial y tecnológico de la sociedad en la cual viven. En ese punto, son totalmente reactivos y pregonan una sociedad pre, para y antiindustrial, tecnológica y urbana. A lo urbano oponen lo rural; a la mercancía oponen el arte y el trueque directo de objetos; a la utilización de la química en los géneros alimenticios oponen la vuelta a los “integrales y “naturales”; a la tecnología y a la industria oponen el artesanado; a las actitudes y comportamientos supuestamente “artificiales” de esa sociedad oponen comportamientos y actitudes (también supuestamente) auténticos y naturales. Por eso no frecuentan vidrieras (por lo menos no las usuales), se visten de un modo radicalmente diferente, más inspirado en el folklore que en la moda urbana actual. Aquello que consideran “natural” corresponde, en verdad, a las máscaras de los países no industrializados: mezclan desde el sarong indio al kimono japonés, pasando por el poncho peruano o la djelaba árabe. Sus casas también son radicalmente diferentes: no son casas de familia sino de comunidad. La sala (tan intensamente investida en la empresa doméstico familiar) se parece más a un hall de estación ferroviaria. Llena de mochilas y sleeping bags por los rincones, es una especie de no man’s land de pasaje de las más variadas personas, desde las de la propia comunidad hasta los viajeros de cualquier parte del mundo, inclusive de América (del Norte) viajeros que se instalan ahí provisoriamente. Además, provisoria es la estadía de cualquier miembro de y en la comunidad. En eso también difieren radicalmente de los sedentarios que invisten la empresa doméstico matrimonial. En compensación, los cuartos y la cocina son los más investidos. El cuarto es para los rituales, casi sagrados, de los encuentros amorosos en general, con parejas variadas y, muchas veces, en grupo: nunca se habló de sexo con tanta franqueza. La cocina es para los rituales también sagrados de preparación de una comida para estar en comunión con la naturaleza. hasta su ritmo es otro: adoptan, por principio la lentitud. Usufructúan el placer de cada gesto y rehúsan acatar el tiempo frenético y la homogeneización de la rentabilidad dominante. En ese punto, como sus colegas militantes, los hippies a su modo también odian las instituciones. Eso se da porque confunden todo y cualquier modo de territorialización con el modo de la captura, toda y cualquier cultura con la dominante o mejor, con la política de centralización de la cultura. Llegan a considerar que se liberaron de la cultura y conquistaron el acceso a lo que denominan “contracultura”. El cartógrafo reflexiona que, sólo pueden pensar eso porque creen en la existencia de una supuesta naturaleza humana originaria (pre, para o contracultural), que estarían rescatando. Por debajo de lo que consideran el suelo visible y mentiroso de la realidad dominante, instauran un underground como dicen y pretenden estar descubriendo, en ese subterráneo, el rostro auténtico y verdadero de la humanidad. El cartógrafo admite que, en ese punto, hay en ellos una ingenuidad conmovedora: se sueñan como ángeles puros, dulces hadas, princesas, duendes. Vinieron a la tierra envueltos en bondad vaporosos y alucinantes para salvarla de la rigidez y de la impureza de los caretas y burgueses. Ellos también inventan sus mitos para sobrevivir: el mito del origen natural del hombre y de su candor original. Es en esa figura mitológica que se funda su subjetividad. Es en esa figura que se simulan sus afectos desterritorializados: la figura de aquello que se perdió nace de su propia búsqueda reflexiona el cartógrafo. Y él asocia ese mito suyo de lo “primitivo” al de la “identidad cultural” de los militantes. Y, también en ese caso, ve en la reivindicación de lo arcaico como esencia la aceptación de un estigma que sólo tiene sentido en relación a la centralización de sentidos y valores, incluso cuando a dicho estigma le sea atribuido un valor positivo.
Entristecido, nuestro amigo se da cuenta que, la contrapartida de esa elección tampoco es de las mejores: si por un lado ellos aceptan y cuidan sus investiduras del deseo (y eso es potencializador); por el otro, al entender la máscara vigente como única, sueñan con la posibilidad de no tener máscara alguna y resisten a toda y cualquier especie de territorialización. Con eso, terminan siendo dos tipos de destino, igualmente peligrosos.
Uno trae consigo el peligro de debilitamiento y desintegración excesivos: es cuando no llegan a construir territorio alguno, haciendo de la línea de fuga su casi única morada. La consecuencia de eso es el riesgo de hacer un viaje sin retorno en la desterritorialización. Es que a las máscaras vigentes ellos no oponen otras máscaras ni, lo que sería mejor, otra política de constitución de máscaras. A las máscaras vigentes oponen la vida, su energía, suponiendo que estaría aplastada bajo el peso de la artificialidad de las máscaras, sean cuales fueren. Y de tanto buscar el rostro original, no fabricado, que estaría escondido detrás de las máscaras, acusadas por principio de caretas, de tanto no conformarse con los descubrimientos que hacen, cada vez que detrás de la máscara no hay rostro sino sólo afectos desterritorializados buscando simularse de tanto repetirlo, terminan embarcándose en el movimiento de la materia no formada de esos mismos afectos. Se intensifica aún más su desterritorialización, hasta sobrepasar aquel “umbral”: se esquizofrenizan.
El segundo destino trae el peligro contrario, el de excesivo endurecimiento: es cuando logran crear territorio el de la comunidad con su repertorio de gestos, hábitos y muecas, procedimientos, figuras, expresiones de rostro, palabras, etc. , pero se cierran a tal punto a todo y a todos que terminan creando un “Edipo de comunidad”, a veces más inflexible, más duro aún que el “Edipo de familia” que pretenden tener superado. De tanto no querer dejarse “recuperar” por la captura de la careteada ambiental, su deseo termina quedando íntegramente recuperado por los rígidos preceptos de sus sectas: se instalan en una marginalidad crónica. Sus terceros movimientos siguen al pie de la letra el restrictísimo código de la cartilla de su grupo. Terminan, ellos también, presentando el síndrome de la captura. (No sé si esas observaciones del cartógrafo te están haciendo pensar como yo, en las personas que aún hoy viven en reductos que mantienen ese tipo de micropolítica. Me refiero a los lugares como Visconde de Mauá aislada aldea en la montaña entre São Paulo y Rio de Janeiro es decir, bien en el eje más industrializado del Brasil. Es triste ver hasta qué punto llegaron la marginalidad y el endurecimiento de territorio, en los casos en que ese tipo de lenguaje ya nisiquiera tiene el soporte de una corriente colectiva que le dé un estatuto de verdad).
El cartógrafo continúa sus reflexiones: esos dos destinos de la resistente hippie están interrelacionados y son fruto de un recrudecimiento de la “crisis”. Si la ambigüedad de las señales, con su efecto de inseguridad, ya les era familiar, el desenvestimiento de toda y cualquier especie de territorio y la droga deben haberla vuelto más intensa. El proceso de psicotización va aún más lejos y, ahí, realmente, la hippie en nosotros conoce “una de horror”: hace un bad trip que muchas veces no tendrá retorno. Por la misma razón, se intensifica también su paranoia. Si ésta era ya un recurso bastante empleado para enfrentar la crisis, aquí ella se transforma en la única salida posible para dar algún sentido y valor a sus afectos enloquecidos. Y en ambos casos, “el viaje de liberación” se transforma en viaje de horror y muerte.
El cartógrafo le relata a las noviecitas sus impresiones, pidiéndoles que digan si son procedentes al final, se está basando sólo en casos que vio en la comunidad visitada. Sus sospechas se confirman: las noviecitas le cuentan que muchos de sus amigos hippies fueron a parar a hospitales psiquiátricos o, en la mejor de las hipótesis, a las comunidades terapéuticas en boga. Algunos no regresaron jamás de la locura. Otros murieron.
Concluyendo sus reflexiones, el cartógrafo constata: el principal problema de eso ángeles caídos que entienden el deseo como naturaleza, energía en estado bruto que, liberada los llevaría al paraíso, es que no aceptan el carácter de “fabricación” del deseo, no soportan enfrentarse con la condición de simulación así tan expuesta. Fue ésa la manera que encontraron para resistir al finito ilimitado: simular un territorio más artificial aún, territorio de lo primitivo, natural, anti, pre o paraindustrial, en plena sociedad industrializada de los pies a la cabeza.
(Ahora, por cierto, está quedando más claro para vos lo que yo decía allá en el comienzo del libro, que si la práctica del cartógrafo en aquel entonces, aún no formado es inmediatamente política, eso no quiere decir que ella sea en el sentido de la “liberación del deseo”. Vos debés haber notado que, si es verdad que fue la hippie en nosotros quien comenzó a preocuparse con la “política del deseo”, si fue ella quien comenzó a abrirse al cuerpo vibrátil, a la geografía de los dos primeros movimientos del deseo que sólo ese cuerpo capta, es verdad también que, por otro lado, ella vive esa dimensión disociada de la simulación. Ella no lucha con el carácter de artificio del deseo, separa los afectos de lenguaje y es por eso que puede pensar en “energía pura”. Tal vez pudiésemos hacer ese mismo tipo de observación respecto a Wilhelm Reich, uno de los maestros y ancestros de la hippie en nosotros. Entre los teóricos que consideran el inconsciente en el funcionamiento psíquico. Reich fue, sin duda, un pionero en el gesto que apunta a esta cuestión de la “política del deseo”, en el gesto que apunta hacia la existencia de una relación entre economía política y economía libidinal, entre historia y geografía. Además de eso, él nos legó un exhaustivo relevamiento de las cartografías de su época, especialmente un precioso mapa del territorio fascista de las masas. Pero si fue él quien liberó esa línea de investigación, por otro lado la cartografía de su obra no logró crear el territorio teórico de la indisociabilidad de aquellas dos economías: en sus escritos, ellas continuaron separadas. Es ciertamente esa separación que lo llevaba a pensar el deseo en términos de una “energética”. Pero para eso necesitaríamos examinar con cuidado y éste no es el lugar ni el momento).
Fragmento de un capítulo del libro de Suely Rolnik, Cartografía Sentimental: transformações contemporâneas do desejo. Ed. Estação Liberdade. São Paulo, Brasil, 1989.
Traducción: Andrea Álvarez Contreras. T.A.A.
(Traducción autorizada por la autora) Buenos Aires, 1993.