Haberme ido de la Argentina por mi militancia universitaria, estar exiliada junto a mi familia, mi marido y mis tres hijos por una década, que mis padres no hayan podido ver crecer a sus nietos y que éstos no hayan podido alegrar la vida de sus abuelos, no poder estar cerca de mis padres cuando murieron no me da derecho alguno a hablar sobre qué fue el exilio. Apenas puedo decir qué fue mi exilio. Tal vez podría pronunciar unas palabras sobre el exilio de compañeros de ruta con los que nos hemos confortado.
Hubo un primer momento en el que nos sentíamos afuera de la Argentina, sin estar en España. Poco a poco comenzamos a pisar con más seguridad aquel suelo que nos acogió con afecto. El afecto no nos salvó de arduos trámites para conseguir certificados de trabajo, la residencia y más tarde la nacionalidad. Las largas filas en migraciones las hicimos como cualquier hijo de vecino y también en el consulado argentino, al que pisábamos con temor lógico por ser más fugitivos que ciudadanos. En 1976 todo era temor para un exiliado que buscara ser legal; supongo que algo similar les ocurrirá a los actuales indocumentados.
Ser argentinos en aquel momento no nos daba un salvoconducto, pero sí nos hacía simpáticos, con una linda tonadita, y en nuestro caso se nos agradecían los aportes que pudiéramos hacer en el área de salud, tanto que mi marido fundó una escuela de psicología que tuvo la ayuda inestimable de los psicólogos españoles, hambrientos de trabajar con grupos después de haber padecido la hambruna que el gobierno de Franco les había hecho pasar en esa materia.
En ningún momento sentí discriminación, incluso la expresión “sudaca” me parecía la justa compensación de los españoles a los que llamábamos “gallegos”. Lo tomábamos como parte de esas raras combinatorias que exigía nuestra nueva identidad exiliar, de la que no podíamos abdicar por el momento. Mi marido, incluso, fue adoptado por un cantaor flamenco, Juan Peña, El Lebrijano, que lo tomó como amuleto en sus conciertos.
Nos tocó vivir en la España del 76, una España provinciana, tantas veces menospreciada por el resto de Europa. La España de los jubilados alemanes, la de la transición, la del Pacto de la Moncloa. Participamos junto a los españoles, y como parte integrada de la misma comunidad, en las marchas del 23 F. Todos los partidos, desde la derecha a la izquierda, unidos ante el intento golpista de Tejero. Muchos argentinos preparamos las valijas cuando vimos a los uniformados entrar con sus armas a Las Cortes. Haber atravesado estas circunstancias y haber vuelto al país toda la familia con la alegría de un período esperanzador que se abría, haber vivido lo que los argentinos hemos vivido, situaciones no siempre gratas pero en nuestro país, es un logro muy valorado por nosotros. Por otro lado, saber que España finalmente es Europa es duro, en especial para muchos españoles que se oponen a estas leyes de exclusión que consagró la UE. Pero confío en mis amigos de allí, que desde ACNUR, ATTAC, Casa de América y tantos otros espacios están trabajando por un mundo más justo e incluyente.
Publicado en el Diario Crítica de la Argentina, 23 de junio de 2008.