diciembre de 1999
Este tema tan complejo, tan arduo, de la crueldad y además tan cotidiano, es asunto obsceno y no fácil de exponer, entre otras cosas por lo que señalo. En general, me resulta fácil la tarea cuando hablo de la crueldad y como analista interesado en el campo de la salud mental, lo que me permite ajustarme a un código más específico que cuando debo hacerlo, como en la ocasión, ante un público procedente de otros campos. Empezaré por presentar una primera contradicción que plantea la crueldad, en tanto flagelo que acompaña al hombre desde el inicio de la civilización. Un acompañamiento paradojal, ya que a lo largo de la civilización la humanidad siempre ha tratado de acotar la expresión instintiva de la agresión tratando de consolidar los derechos de los individuos y de los pueblos. Pero es obvio que la civilización ha ido sofisticando al mismo tiempo, los dispositivos socioculturales necesarios para el despliegue de la crueldad. Insistiré en que la crueldad siempre implica un dispositivo sociocultural. En ésto hay una diferencia sustancial con la agresión, heredad instintiva del hombre. El instinto no es de por sí cruel. Está sujeto a la ley de la sobrevivencia y por éso puede llegar a ser feroz, pero no cruel. El paradigma del dispositivo de la crueldad, es la mesa de torturas; pero el accionar cruel no está acotado solamente al ámbito puntual del tormento, sino que debe estar sostenido por círculos concéntricos, logísticos, políticos, desde ya incluyendo a los beneficiarios de las políticas que se pretenden instaurar por el terror. En cambio, la agresión de dos automovilistas que chocan en la esquina y se agarran a trompadas, no es en sí cruel aunque pueda ser reprochable; llegaría a serlo, si frente a uno de ellos reducido a la invalidez, el otro se ensaña sin que nadie del público intervenga. Ésto configura una situación típica del dispositivo de la crueldad al que habré de denominar “encerrona trágica”, y que resulta el núcleo central de este dispositivo. Ésta encerrona cruel es una situación de dos lugares sin tercero de apelación -tercero de la ley- sólo la víctima y el victimario. Hay multitud de encerronas de esta naturaleza, dadas más allá de la atroz tortura. Ellas se configuran cada vez que alguien, para dejar de sufrir o para cubrir sus necesidades elementales de alimentos, de salud, de trabajo, etc., depende de alguien o algo que lo maltrata, sin que exista un terceridad que imponga la ley. Desde el punto de vista del psicoanálisis lo que predomina en esta situación no es la angustia, con todo lo terrible que esta puede llegar a ser, predomina algo más terrible aún que la angustia: el dolor psíquico, aquel que no tiene salida, ninguna luz al final del túnel. La angustia puede tener puntos culminantes pero también momentos de alivios, en cambio el dolor psíquico se mantiene constante en el tiempo. La salida parece identificarse con la muerte. Es que la crueldad siempre aparece estrechamente amarrada a la muerte, ya sea porque éste es su desenlace o porque la muerte ya está instalada en el mismo sujeto de la crueldad. Retomaré esta idea.
En los comienzos de la humanidad, próxima a los primates, la agresión era herramienta instintiva de sobrevida, pero lo específico del sujeto humano es la pulsión que de hecho convive con la atávica heredad instintiva. La civilización supone la prevalencia de lo pulsional sobre el nivel instintivo, sin que la agresión sea ajena a la pulsión. No obstante hay una diferencia substancial entre ambos niveles: los dos parten de una fuente somática desde la cual el instinto irá en busca de un mismo objeto siempre por el mismo recorrido, en tanto que en la pulsión son posibles caminos y objetos alternativos. Por ésto el instinto es de índole metonímico, mientras la pulsión esboza la metáfora, anunciando el reino de la misma en la palabra. La palabra será el polo de la cultura como el instinto lo es de la natura. Entre ambos la pulsión hace bisagra.
El escenario donde el cachorro humano se va constituyendo sujeto pulsional es el de la ternura. Cuando se habla de la ternura, uno tiene la sensación de que, si bien es una idea valorada, la misma aparece dudosamente articulada sólo a lo blando del amor. Sin embargo la ternura es el escenario formidable donde el sujeto no sólo adquiere estado pulsional, sino condición ética. De ahí que hablar de la ternura en la Casa de las Madres, evocar la epopeya de estas mujeres de la Plaza, el momento en que surgieron y la lucha sostenida que mantienen, es un ejemplo de lo que representa la firmeza de la ternura en la organización y defensa de los valores éticos del sujeto social. Si la crueldad excluye al tercero de la ley, en la ternura éste tercero siempre resulta esencial, lo que no supone necesariamente una presencia concreta, ya que a lo largo de la civilización, esa terceridad se ha ido incorporando en la estructura psíquica del dador de la ternura, prevalentemente en la madre. Cuando esto no es así, puede que la ternura claudique. Es el tercero social el que acota la “libertad” pulsional del adulto y de ahí, el surgimiento, cuasi sublimado, de la ternura materna responsable de la pulsionalización del hijo. A su vez cabe insistir en que el nivel pulsional será límite al instinto. Una precaria pulsionalización, por fracaso de los suministros tiernos, tendrá como consecuencia la no represión instintiva, esa mermada herencia que acompaña la inmadurez biológica con que nace el niño. Mermada pero potencialmente activable si las condiciones son de sobrevida. Además si el nivel pulsional, es precario establecimiento, no sólo no marcará el límite con lo instintivo, sino que terminará “corrompiendo al instinto”. Mucho se ha escrito en relación a ésto, acerca de la civilización y la barbarie, pero lo que aquí quiero rescatar es que la crueldad, así entendida, es patología de fronteras entre el instinto y lo pulsional entremezclados. Bastará la oportunidad del necesario dispositivo sociocultural, para que ésta mezcla bárbara advenga cruel.
Creo que debo decir algo más sobre la ternura para que lo anterior resulte más claro. Decir, que si la madre, ejerciendo los suministros tiernos, no sobre agrede, ni sobreexcita al niño, ésta coartación de su pulsión frente al hijo, no la hay con su compañero, tanto en el juego sexual como en la agresión, cuando la cosa llama a pelea. La coartación implica desde la perspectiva psicoanalítica –ya lo adelanté- cierta estación elemental de sublimación que dará origen a dos producciones ejes de la ternura. Por un lado la “empatía” que garantiza el suministro de lo necesario para el niño. La segunda producción es el “miramiento” en su significado de mirar con considerado interés, con afecto amoroso, a quien habiendo salido de las propias entrañas, es reconocido sujeto distinto y ajeno. Si la empatía garantiza los suministros necesarios a la vida, el miramiento promueve el gradual y largo desprendimiento de este sujeto hasta su condición autónoma. Es más, el miramiento acota la empatía para evitar sus abusos. La ternura supone tres suministros básicos: el abrigo, el alimento y el “buen trato”. Después de pensar mucho acerca de cómo nombrar el afecto de ternura, terminé definiéndolo como buen trato, trato según arte, trato pertinente. Pero fundamentalmente un trato que alude a la donación simbólica de la madre hacia el niño. En la medida que la madre, y demás dadores de la ternura, desde la empatía y el miramiento, decodifican las necesidades traduciéndolas en satisfacción merced a los suministros adecuados, estas necesidades satisfechas, irán organizando un código comunicacional presidido por la palabra. El infante irá tomando palabra, construyendo una lengua. Por supuesto que buen trato alude al sentido generalizado de la ternura como referente al amor. Un buen trato del que derivan todos los “tratamientos” que el sujeto recibe a lo largo de la vida, en relación a la salud, la educación, el trabajo, de hecho al amor, etc.
Tal vez por todo lo anterior cada vez que tengo que enfrentar una actividad de derechos humanos: un peritaje, el tratamiento de una víctima directa o indirecta de la represión, quizá de la mortificación de la que luego hablaré, e incluso cuando debo escribir un texto teórico o hacer una transmisión como ésta, intento siempre establecer el telón de fondo de la ternura para confrontar y destacar nítidamente el insulto mayor de la crueldad.
Aludiré ahora, a la idea de “lo cruel”, que luego retomaré más extensamente, como una manera de señalar que el entorno de la ternura es el ámbito de “lo familiar”, palabra que por supuesto remite a familia. Sabido es que familia es un término que se las trae. Proviene de famulus, designando el conjunto de siervos y esclavos que pertenecían a un amo. La familia se fue perfeccionando, como concepto y como institución, merced a la ley del parentesco, una ley que alcanza a todos y en primer término a los padres, en tanto éstos no son arbitrarios hacedores de la ley, sino sus representantes. La ley también los involucra. De este ámbito surge la noción de lo familiar, algo dado incluso por fuera de la familia. Lo familiar puede ser descrito de muchas maneras, pero me interesa señalar aquella situación, donde bajo la impronta de la ternura, un sujeto no es solamente hechura de la cultura sino que es hacedor de la misma. Esto ocurre en la familia y en cualquier contexto que merezca definirse como familiar. Si el sujeto sólo es hechura de la cultura y no su hacedor, peligra como sujeto. Tal vez es objeto de una situación infamiliar. El paradigma de ésto se da cuando un niño, ignorando explícitamente su situación, vive con sus apropiadores. Ahí se produce lo que denominaré “el efecto siniestro”. Estos niños, poniendo en juego la formidable captación infantil, habrán de registrar, a través de vacilaciones y contradicciones, la naturaleza cruel del ámbito que los rodea. Un registro tan terrible que es rechazado, nunca con eficacia total, por el niño, produciéndose el efecto siniestro, equivalente a lo “infamiliar”. “Secretear” lo que de por sí ya aparece como secreto, terminará siendo un secreto si no a voces, sí a murmullos. Una verdad murmurada que al mismo tiempo que se impone, se intenta recusar a través de la renegación. En psicoanálisis a este mecanismo se lo describe como negar y negar que se niega. Una verdadera amputación del aparato psíquico que configura uno de los riesgos mayores a que están sometidos los niños que han pasado años en ese entorno siniestro; en ellos puede instaurarse una renegación cronificada, creándoles serios problemas afectivos con la verdad, puesto que no sabiendo a qué atenerse, pueden terminar teniendo que atenerse a las consecuencias, antigua fórmula para definir la posición del idiota antes que ésto constituya un insulto o un cuadro neuropsiquiátrico. Ésto se incrementa frente a un entorno infamiliar de naturaleza cruel.
Voy ahora, casi hablando esquemáticamente, a presentar las principales formas de la crueldad. En primer lugar aquello que un tanto paradójicamente, suelo denominar como vera-crueldad. Paradójicamente, porque si la palabra vera remite a verdad, resulta que el agente mayor de la crueldad, para el caso un torturador, es totalmente ajeno a la verdad. En la crueldad mayor, su ejecutor se abroquela en la pretensión de impunidad, en el desconocimiento de toda ley. Ya no se dan, al menos en forma rotunda, los efectos de la represión integral, tan extendidos hace pocos años, pero lo que no desapareció es la pretensión de impunidad de quienes cometieron crímenes o se beneficiaron en complicidad con ellos. Esta pretensión sigue instaurada como algo propio del sujeto maligno.
Diré algo más sobre la vera-crueldad, en cuanto saber canalla. Cada vez que algún saber o alguna cultura distinta, amenazan conmover su precaria estructuración psíquica, el cruel despliega tres acciones: la exclusión de lo que considera distinto, el odio, y cuando puede la eliminación lisa y llana, no sólo del saber contradictorio, sino de quien lo sostiene. Este “saber eliminador” pretende conocer toda la verdad acerca de la verdad, a ésto es lo que se llama saber canalla, negación de todo saber curioso atento a lo distinto, a lo extraño.
Existen otras formas de la vera-crueldad, por desgracia muy frecuentes en nuestros tiempos. En la vera-crueldad el sobreviviente, que ha atravesado un dispositivo social marcadamente cruel, apenas si sobrevive. La muerte ya está instalada en él y despojado de los recursos elementales de lo familiar: abrigo, alimento, buen trato, la única ética posible es la violencia, aunque escandalice esta extensión del término ética. Este sujeto sobreviviente ejemplifica lo que antes decía acerca de un nivel pulsional precariamente establecido, capaz de corromper este esbozo instintivo conque viene a la vida un sujeto humano. Esbozo instintivo que habrá de desarrollarse en función de la necesaria agresión para sobrevivir. Así pueden engendrarse sujetos muy semejantes al de la vera-crueldad, aunque con una diferencia con los descritos anteriormente. Al respecto recuerdo dos noticias leídas hace poco en el mismo periódico. Una hablaba de Chuky “el muñeco maldito”. A los dieciocho años había cometido ocho muertes y a veces “mataba por matar”. Páginas más adelante, y en la misma edición del periódico, otra noticia señalaba que en nuestro país, el cincuenta por ciento de los pobres son niños y el cincuenta por ciento de los niños son pobres. En este dispositivo social de la crueldad, pocas son las salidas, en todo caso siempre son arduas. Lo más “a mano” son las salidas de la delincuencia, incluso de formas más encubiertas de la misma, cuando estos sobrevivientes son reclutados para tarea s de represión. Ésto sin olvidar que la gran mayoría de los que organizaron, se beneficiaron y ejecutaron la mayor crueldad en los tiempos de la dictadura militar, no provenían precisamente de sectores marginados, sino de los sectores marginadores. Algunos días después leí otra noticia policial; uno de estos sobrevivientes crueles, en acción delictiva, fue herido. Entonces dijo algo así: “no llamen a la ambulancia, quiero morir en la calle”. No se trata de hacer héroes de estos personajes, pero hay que reconocer que su afirmación de morir en la ley de la calle, hace declinar en algo su impunidad. Se diría que él tiene alguna ley, distinta a la pretensión de absoluta impunidad conque se presenta la crueldad mayor. Es que el sobreviviente -y creo haberlo dicho- ya tiene la muerte instalada. Él va matando camino hacia su propia muerte. El destino pronto de estas personas es la cárcel o el cementerio.
Una tercera forma, más universal de la crueldad, que retomo, es “lo cruel”. Aquí lo esencial de la crueldad aparece velado por el acostumbramiento. Se convive cotidianamente con lo cruel y muchas veces en connivencia, sobretodo cuando esta palabra, alude a ojos cerrados y aun a guiño cómplice. Si algo propio de la ternura es que vela la sexualidad, abriendo el campo del erotismo, y cuando ésto no ocurre la sexualidad puede llegar a la obscenidad, este velamiento no se justifica con la crueldad. Si el velo de la sexualidad deviene intimidad erótica, en la crueldad no hay nada que velar. Hay que develarla, evidenciarla. Cuando se vela la crueldad, cuando se hace cultura, cultura del acostumbramiento, es cuando aparece lo cruel con lo que se convive –como dije- en connivencia, llegando a configurar lo que denomino “la cultura de la mortificación” a la que me referiré muy brevemente. En esta cultura, el término mortificación no sólo remite a muerte, sino principalmente a mortecino, a apagado, a sujetos que no son hacedores de la cultura sino enrarecidas hechura de la misma, próximos a la posición del idiota que no sabe a qué atenerse. Podemos ver esta situación no ya en las masas más marginadas, sino en las que aún permanecen mortificadas y en el centro. En ellas impera, como decía antes, hablando del efecto siniestro, la renegación. ¿Qué se reniega en esa familia, en esa fábrica, en esa comunidad? En términos abarcativos, se reniega la intimidación como un elemento constante que se ha hecho costumbre. Una intimidación que forma parte de la cultura, no ya del fecundo “malestar de la cultura”, del que nos habla el psicoanálisis, donde hay una tensión entre el sujeto hacedor y el sujeto hechura de la cultura, una tensión entre el deseo singular y el compromiso solidario. Aquí el malestar de la cultura se ha trocado en cultura del malestar. Se reniega la intimidación y se convive con ella como un elemento “normalizado”. Entonces, lo que retrocede es la intimidad, esa resonancia íntima necesaria para que cuando alguien expresa algo válido, tal vez en relación a la situación, encuentre resonancia en el otro, un interés no necesariamente coincidente, puede ser en disidencia. Esa resonancia, cuando existe, promueve respuestas que van creando una producción de inteligencia lúcida y colectiva. Así es posible el debate de ideas. En cambio en la intimidación, quien legítimamente tiene algo que alertar, algo que denunciar, suele encontrarse con un desierto de oídos sordos, entonces es posible que su discurso se degrade al de un predicador que siempre dice lo mismo sin ninguna eficacia. Por supuesto esa comunidad está atenta y predispuesta a los embaucadores electorales de turno, en tanto éstos tienen la astucia de decir a las gentes lo que necesitan escuchar, para acrecentar su renegación como espúreo refugio. Uno se pregunta ¿cómo puede ser que una comunidad tan mortificada, tan lastimada, no reaccione? Es que en estas condiciones la queja nunca arriba a protesta, más bien se apoya en las propias debilidades intentando despertar la piedad del opresor. No se afirma en las propias, tal vez endebles fuerzas, pero fuerzas al fin. En esa comunidad tampoco la infracción apunta a trasgresión. La infracción es ventajera, oportunista, a lo más se arregla con una multa o se presta a la coima. La trasgresión no es así, ella siempre funda algo: funda la teoría revolucionaria o la ruptura epistemológica, tal vez la toma de conciencia, o quizá funda la fiesta. En las comunidades mortificadas no hay tal acontecer ya que la gente acobardada pierde su valentía al mismo tiempo que su inteligencia. Pero sobre todo pierde el adueñamiento de su cuerpo y las patologías asténicas abundan anulando la acción. El cuerpo se ha hecho servil. En esas comunidades mortificadas cuando se trata, por ejemplo, de agrupaciones a cargo de la salud, una actividad que obliga a desarrollar pensamiento, con frecuencia he observado lo que terminé llamando el síndrome SIC, una sigla integrada por Saturación, Indiferenciación, Canibalismo. El ejemplo lo tomé de lo que acontece en una jaula de monos cuando hay demasiados congéneres. Entonces empiezan a devorarse canibalísticamente entre sí, sin ningún tipo de diferenciación, ya se trate de padres o de hijos, o cualquier otro congénere. El síndrome SIC, aplicado al contexto social, no necesariamente coincide con un exceso de personas, sino que habitualmente es disparado por la indiferenciación, ya que en la mortificación suele no haber normativas, sino que prevalece la anomia. Esa indiferenciación provocará una saturación de la actividad pensante que se hace indiscriminada; las ideas, los entusiasmos, los proyectos, resultan entremezclados devorándose unos a otros. Incluso puede ocurrir, con alguna frecuencia, una cosa curiosa: cuando se pretende instaurar un debate de ideas, so pretexto de denunciar la impunidad, y de manera no pertinente, pues no es esa la situación en juego, el debate tiende a juicio público. Sabido es que el juicio público pretende, cuando ésto está validado por las circunstancias, denunciar la impunidad. Pero en esta ocasión lo que se denuncia son situaciones en general intrascendentes, apartadas de lo que verdaderamente interesa. Se diría que ahí reina el narcisismo de las pequeñas diferencias. La cosa puede pintar aun como juicio popular, aquel en que se busca no ya la denuncia, sino la sanción de la impunidad. Vale decir que en nombre de la impunidad se promueve grotescamente un acto impune. Por supuesto que el juicio público tiene su razón histórica de ser, y lo mismo vale para el juicio popular en ámbitos y en situaciones donde resulta un accionar legítimo, para una comunidad oprimida donde toda instancia jurídica ha dejado de existir. Pero en estos ámbitos a los que hago referencia se trata de una suerte de parodia grotesca, con efectos canibalísticos.
Voy a terminar señalando que cuando una acción, provenga de donde provenga (en todo caso yo hablo de mi trabajo como psicoanalista, que intenta abordar la numerosidad social) comienza a tener efectos positivos, suele ocurrir algo a tomar en cuenta. Siempre, en una situación mortificada, ésto es obvio, existe algún grado de represión. Entonces cuando la gente empieza a juntarse para discutir, a promover un verdadero debate de ideas, es posible que desde alguna instancia administrativa estos comportamientos sean calificados como delitos de asociación, por supuesto esta gente empieza a pensar y este pensamiento ya no tiene efectos canibalísticos, sino que son críticamente eficaces sobre el campo y sobre los propios discutidores, por lo que suelen merecer el tilde represivo de delito de opinión. Fácil es entender que cuando el cuerpo se recupera para la acción movilizadora, la condena será mayor aun, implicando la categorización de delito de movilización. Estas instancias represivas pueden serlo verdaderamente o quedar sólo en calificaciones administrativas; depende de qué tiempos corran.
Voy a dejar a aquí y espero un verdadero debate de ideas luego de los grupos de discusión que ustedes integran.
Respuesta general de Fernando Ulloa a los informes de cada uno de los ocho grupos:
Dudo entre empezar por el principio o por el final de lo que escuché. Es un poco arduo contestar en bloque a ocho informes. De cualquier manera tomé nota de un comentario que hicieron ustedes acerca de los riesgos de la ternura, y creo que ésto tiene importancia. Hace poco leí una frase, de un monje del siglo XII cuyo nombre Hugo Saint Víctor, aparece contrario al de Víctor Hugo, que entró en escena muchos siglos después. Este hombre decía lo siguiente: “Aquél que está aferrado a su tierra natal, aún es tierno”. La frase continúa pero quiero aquí incluir un comentario diciendo que, tal vez en el período del noviciado de cualquier aprendizaje colectivo, aunque se sea veterano en la vida, este grupo funciona como la tierra natal, juegan las identificaciones con el resto de los compañeros que ayudan a sostenerse en una experiencia nueva. Eso cuando la actividad colectiva funciona bien. Es la parte tierna y necesaria en la evolución que alguien va haciendo en un oficio, en una capacitación colectiva. Agrega luego Hugo Saint Víctor: “pero aquél que hace de todo territorio propio territorio, ése es más firme”. Al parecer este hombre está en condiciones de ir por el mundo jugando de local, aunque sea visitante. Él debe haber construido sus propias herramientas personales y domésticas para la práctica de su oficio. Esta es una idea que me resulta importante, me refiero a las herramientas personales y domésticas que se ajustan al estilo de cada uno. Son domésticas en el sentido que tienen la dignidad del domus, de un domicilio conceptual e ideológico de quien las posee. Claro que doméstico también remite a la idea servidumbre doméstica, algo que ocurre cuando las herramientas no están al servicio del dueño, sino el dueño al servicio de ellas. Y termina su idea el monje diciendo: “pero es perfecto aquel para quien todo el planeta es extraño”. Y ésto sí que es importante; extrañar lo cotidiano, lo acostumbrado, lo obvio, para nuestro tema, extrañar la crueldad enmascarada como lo cruel, posibilita al sujeto eludir la renegación que idiotiza. Incluso frente a esto de la renegación: negar que se niega, es posibles otra vuelta de negación con sentido contrario: negarse a aceptar todo lo que niega, oculta, la realidad opresora. Así se define la idea de una utopía en sentido moderno, una utopía con tópica hoy. Cuando las Madres dicen: “Aparición con vida…” uno se pregunta: ¿Cómo aparición con vida? Claro que la frase se completa y con muchísima fuerza, y ello está implícito en la intención de la consigna. Es aparición con vida, o que nos digan quiénes los mataron, quiénes son los culpables y que se haga justicia. La utopía moderna, así definida, diría que es una utopía crítica, sostenedora del pensamiento crítico, que no solamente es eficaz en el campo en que opera, sino que es crítico con el propio titular que lo sostiene. En el pensamiento crítico no se trata de dos o muchos que “se entienden”, sino de dos o muchos que entienden “singular y deseantemente”, por lo menos de entrada. La riqueza que aporta cada uno, corresponde a ser hechura y hacedor de la cultura. Es el camino para lograr acuerdos solidarios para el trabajo y para el placer.
También quiero contestar, siempre en forma general, algo en relación a lo opuesto al saber cruel. Este saber de la exclusión, el odio y el aniquilamiento. Lo opuesto es el saber curioso. Esa avidez de conocimiento frente a lo extraño. En el saber curioso también pueden identificarse esquemáticamente tres pasos, diría tres obstáculos. El primero es que frente a un conocimiento distinto tendemos cierta confusión, señal de que ha sido conmovido lo que hasta ese momento ha sido nuestro saber. El segundo obstáculo es la tentación de colonizar el saber del otro. Se escucharon dos o tres cosas y ya pretendemos apropiarnos, haber entendido todo, y es posible que quede afuera lo principal. Algo así como un diagnóstico prematuro a partir de alguna frase, de algún gesto, que tranquiliza a quien diagnostica, perdiendo la oportunidad de un nuevo conocimiento. Al respecto diré que un diagnóstico se lee, y en ese sentido el diagnóstico “sucede” como una continuación de algunos preconceptos que uno tiene, algo sucesivo del propio saber sin que un nuevo pronóstico que se abra. Incluyo la palabra pronóstico porque a estos no se los lee como a los diagnósticos, hay que construirlos. Es que los pronósticos no suceden en términos de sucesión, sino que acontecen en el sentido fuerte de fundar un linaje nuevo de conocimientos y del curso de los hechos. Esto del suceder y acontecer es interesante. El suceder legítimamente pertenece al pensamiento sistemático, donde a partir de algunos postulados previos se van deduciendo consecuencias. En cambio el acontecer es propio del pensamiento crítico que siempre tiene efectos a futuro. Ambos, el sistemático y el crítico, son legítimos y tienen su momento. En este sentido el tercer tiempo del pensamiento crítico, como tercer momento del saber curioso, coincide con la frase antes comentada planteando aquello del extrañamiento. De paso diré que no hay pensamiento crítico si no hay simultáneamente un proceder crítico. Los grupos que ustedes integran, si sostienen un funcionamiento de adecuada heterogeneidad, si no zozobra en el acostumbramiento, configuran un proceder crítico que hace posible la construcción de un pensamiento semejante.
A algunos de ustedes no les gustó la palabra sobreviviente. Yo diría que a los que no les gusta ser sobrevivientes es a aquellos que verdaderamente lo son. Aquí planteo el término en el sentido extremo: aquel que sobrevive a dispositivos socioculturales terriblemente crueles, en donde la marginación y la pobreza imperan. Hay otra manera de definir sobreviviente, tal vez más propia de los que estamos en una condición no marginada, pero que de hecho sufrimos directa, indirecta, o solidariamente, la situación. Aquí el término adquiere el sentido de vivir con sobresaltos si que llegue a ser un sobrevivir.
¿Cómo se forma el sujeto ético? me preguntan ustedes. Ésto es muy largo de responder, pero voy a intentar dos respuestas. Una sencilla y en el contexto de la ternura, que aun siendo un dispositivo ajustado a sus suministros, no todo es satisfacción, también hay frustración. Entonces este niño, objeto del buen trato, va sabiendo muy bien lo que lo gratifica y lo que lo daña. Este es el principio de la experiencia que lleva a saber cuándo uno mismo daña y cuándo no daña; una experiencia muy elemental, pero de hecho es la base, es la oportunidad, de que tal sujeto ético aparezca. Pero hablando de la ética debo decir, un tanto de pasada, algo más. En los tiempos que corren es común apelar a la ética, pero con frecuencia lo que está in mente del buen pensante, es una ética abstinente, pasiva, limitada a no hacer el mal pero sin una verdadera acción activa frente a la impunidad, frente al daño, frente a la crueldad. Este es otro mérito de las Madres, aquí no hay solamente una ética abstinente, la propuesta es otra.
Últimamente estoy trabajando en algo que ni siquiera mencioné durante la charla, porque me resultaría largo y complejo, me refiero al acontecer de la propia crueldad, que en términos psicoanalíticos llamaría, la metapsicología de la propia crueldad. Aquí ya no se trata de un dispositivo para la crueldad, sino de una disposición latente que forma parte de la estructura psíquica de todo sujeto. Se diría que en esa estructura existen puntos ciegos no advertidos por el propio sujeto, tal vez por aquello que decía Freud acerca de que nadie puede ir más allá de sus propios límites. La consecuencia de esa ceguera implica un aspecto común de crueldad, bajo la forma de indiferencia frente al sufrimiento ajeno. Ésto tiene particular importancia cuando se aplica, y esa es la intención de mi trabajo, a la propia práctica clínica del psicoanálisis. Cuando no se alcanza a advertir, por esos escotomas estructurales, una situación de sufrimiento se configura aquello de “matar con la indiferencia”. A partir de esta indiferencia, por demás frecuente en nuestra práctica, intento un desarrollo que aquí debo dejar para otra ocasión pero que está profundamente entroncado con la constitución ética del sujeto psicoanalítico, y diría con la constitución ética en general.
Creo que ya contesté unas cuantas cosas, y lo hice inevitablemente a vuelo de pájaro, muchas otras quedan por fuera. Decían ustedes en algunos informes algo de lo que me siento honrado, decían que esta charla de hoy ha hecho puente con otros Seminarios de los que ustedes han tenido durante varios sábados. Hay una idea de los antropólogos que viene al caso, es lo que ellos llaman la “función entre”. Se trata de una función que no desconociendo la diferencia del enfrente y diferente de dos personas, de dos posturas pensantes, logran puentear esta distancia con lo esencial, algo así como que el puente atraviesa el río pero no lo anula. Entonces es cierto que una operación de socialización no debe anular el enfrente y diferente, sino conservar lo singular de cada sujeto de modo que se vaya haciendo, más que un lazo, una trama social pensante. Esta diversidad, esta adecuada heterogeneidad es uno de los factores de eficacia y de construcción de pensamiento en un grupo como los que ustedes integran. De ésto se trata cuando hablamos del saber curioso. Complementaré lo anterior con una idea entorno al recinto como ámbito del debate. Estoy aludiendo a nuestro debate de ideas. Las paredes del recinto están trazadas por lo que se dice afuera y no adentro. Se trata de ampliar el recinto incluyendo, pertinentemente, lo que queda afuera. Ampliar el recinto es enriquecerlo acumulando una tensión suficiente para otra ampliación más importante aun, la de inscribir en la acción social la experiencia que cada uno va adquiriendo. Ésto es propicio a una ética no abstinente.
Muchas gracias.