Mapas geológicos
Recordemos a saltos el cuento de Borges en el que el rey de los árabes abandona al de Babilonia en el más cruel de los laberintos. Muere irremediablemente el monarca babilónico al no haber podido encontrar la salida en el desierto, ese lugar de ausencia plena.
Pese a las diatribas de nuestro más furibundo y atrevido filósofo decimonónico, que nos anima a resistir en el desierto, casi todos preferimos hacernos un sitio en medio de la nada.
Se puede guardar, reservar o tomar sitio. Que se ocupa, se paga o se agradece sin más. Pero cuando alguien nos “hace un sitio”, este gesto conlleva algo distinto. El que hace un sitio cuida al otro, le tiene en cuenta. Es un gesto de culto. Cultus, acto de habitar un lugar y ocuparse de él, cultivarlo.
Más allá de los problemas con el espacio, un sitio, insistimos, no es un lugar. El sentido que quiero otorgarle puede estar cerca del punctum barthesiano. A medio camino entre tuché y tekné. También buscando sitio encontramos azarosamente algo que llega y nos toca.
Hay sitios como resguardos para evitar la angustia que impone la intemperie (in-temperies, estado desarreglado, calamidad); también como necesidad de acotar, de referencias; sitios que distorsionan una realidad inhóspita a la que no queremos acoplarnos y cuestionan la naturaleza de nuestras percepciones habituales. Sitios donde construirse un en-tramado (otro esqueleto) un lugar desde el que entre-tejerse, anclarse, se dice, en el seno de una comunidad. Seno, parece recuperar esa idea de la región del Timeo platónico como madre, nodriza, y en este sentido se puede buscar un sito/ khôra, quizá en el sentido que le da Kristeva, como lugar inaccesible al orden simbólico (ámbitos de resistencia: contradicciones, ausencias y otros desarreglos del lenguaje).
El sitio puede pretender que caiga el prefijo de Um-heimlich. Sitios-memoria de un lugar originario que no son a fin de cuentas más que un da,da,da, (ahí,ahí,ahí) que se quiere fuera del tiempo.
Cuando el pensamiento estético quiere vérselas con la construcción de estos sitios suele utilizar metáforas de profundidad (estela freudiana). También el artista se acerca inconscientemente a esta especial arqueología que le provee de nombres y estrategias. No en vano Freud nombra el psicoanálisis como psicología de las profundidades (Tiefenpsychologie) y habla de una tópica de los actos anímicos en registros, en inscripciones que se integran en localidades psíquicas; de profundidades, huellas mnémicas que “ascienden a la conciencia”. De manera que estos sitios se buscan en ascensos y descensos, entre latencias y represiones. Y el yo está siempre presente. A cuestas con las carencias, las faltas. Viviendo de residuos y reminiscencias. Todo ello sin olvidar que el inconsciente habita fuera del tiempo.
Quizá el abuso de las metáforas “petroleras” que no conducen a una “psicología profunda”, sino abismal, invitan a compartir y a cambiar la piqueta por un graphein, por una inscripción (estela Deleuze/Guattari), y a comportarse como cartógrafos o geógrafos, que levantan mapas de trayectos y acontecimientos, escribiendo páginas, construyendo artefactos y sitios llenos de fugas por todos los lados. Fugas como articulaciones de deseo, (productivo de realidad, que no carencial), haciendo croquis de las fábricas donde trabajan las máquinas deseantes. Y el artista se encarama en aconteceres, se engancha en procesos y circunstancias, en actos y afectos. Si el capital territorializa habrá que lanzarse a buscar otros sitios, por medio de distintas estrategias de desterritorialización. Dejar que pasen los fluidos por debajo de los códigos sociales que pretenden canalizarlos. Interrumpir los flujos de dinero, de mercancías, de producción, por medio de sitios atravesados por flujos (fluidos) de deseo.
No estaría mal, a estas alturas, unir –poéticamente- las dos metáforas. Proponemos la cartografía que usa el geólogo. Esas impactantes zonas de color que se desarrollan en superficie en unos mapas a los que, contradictoria y aparentemente, no tenemos acceso, que nada evidente muestran.
Pero los mapas geológicos tienen lectura para los iniciados, resumo los consejos del escultor y geólogo L.Ortega:
“Cuando abrimos los ojos a un territorio, se despliega un número indeterminado de posibilidades de mirar. Disponemos de un lenguaje, o más de uno, para ver y entonces miramos según una secuencia que se sucede/suplanta con un orden caótico(…)El mapa forma parte del territorio. ¿Por que? Pues porque la amplitud espacial de las estructuras y las formas escapa de nuestra experiencia cotidiana de observación y uso de las cosas. El mapa en las manos y la vista en el horizonte, las manos con los materiales rocosos y la vista en el mapa. (…) Saber que en geología tan importante es lo que se ve como lo que no se ve. Visualizar el vacío, el hueco. Aquello que falta es primordial para comprender el conjunto. Aquello que está nos da la pista de lo que falta y con ello también reconstruimos el conjunto; de ese modo comprendemos el episodio, o mejor el proceso. La lectura geológica trata las mas de las veces en reconstruir una estructura, unos procesos generadores y hasta un clima, a partir de ruinas rocosas. Esta lectura está en función de la madurez o entrenamiento en mirar de ese modo. No todos leemos lo mismo y es preciso un recorrido iniciático.”
Imagino al artista provisto de este mapa geológico, empeñado en ver y hacernos ver lo que no es aparente, dispuesto a hacernos sitios con sus construcciones excéntricas.
La playa bajo los adoquines
Una de las proclamas de mayo del 68 animaba a buscar la playa tras los adoquines. Ignoro si alguien se afanó en ello o quedó en mera metáfora. Pocos imaginaron que veinticinco años después, en 1993, un grupo de estudiantes animados por el artista Jochen Gerz, a quienes había propuesto trabajar sobre el tema de la ausencia, venían sustituyendo progresivamente –y con nocturnidad- el pavimento de la plaza que hay delante del castillo de la ciudad de Sarrebrück, antiguo cuartel de la Gestapo. Cada uno de los nuevos adoquines lleva grabado el nombre de un cementerio judío en Alemania. Se trata de un monumento (invisible) contra el racismo.
Como en el caso de Gerz, también en 1998, el artista japonés Tadashi Kawamata realiza en Metz, con la ayuda de los estudiantes de Bellas Artes, una suerte de montaje arquitectónico más deudor del caos que del orden. Para ello utiliza 4000 sillas ligadas todas de modo arbitrario y caóticamente orgánico, hasta que adquiere la estabilidad de una arquitectura viva. La silla como microcosmos, con su historia, sus cicatrices y heridas, y las 4.000 sillas reunidas como macrocosmos. Como había ocurrido también en su actuación de La Salpêtriere, el artista se preocupa por hacer revivir la historia de los lugares y unir sus memorias mediante ese entramado caótico.
Arquitecturas excéntricas, posibilidad infinita de reinventarlo todo. La casa por la ventana y la ventana también. Urgencia por borrar y re-nombrar las estructuras, los materiales, los lugares. ¿Cuándo empezó todo? ¿Qué actuaciones propiciaron estas aventuras dislocadoras de espacios?
Desde siempre transitamos por los lugares arquitectónicos buscando sitios. Quizá un sitio sea, en este sentido que hemos querido otorgarle, las livianas estructuras –una suerte de “todavía no” arquitectónico- que encontramos en el Giotto, en aquellos primeros momentos en que el hombre ya no se las ve con el espacio dorado del dios y pretende ahora, con ligeros titubeos, hacerse un sitio en un mundo a imagen del suyo. Como sitios podemos encontrar también entre las “ruinas parlantes” de Piranesi –un “ya no” de la arquitectura- en esos otros inicios de una modernidad que integra ahora ciertos murmullos saturninos. Los estudiosos de la arquitectura nos deleitarían, a buen seguro, contándonos los sitios que encuentran entre y más allá de esas dos tópicas canónicas, bordes titubeantes e inestables de la modernidad.
Pero, ¿cuándo comienza –de hecho- la posibilidad de obras, que como la de Gerz o Kawamata, bordean el hecho y la metáfora arquitectónica y presentan de modo excéntrico, pero literal, estas actuaciones? Es cierto que la historiografía no se preocupa en estos tiempos por un origen fuente de las cosas, que nadie acude ya a una lógica de las filiaciones, ni es relevante ese “Hic primus” del que habla Plinio -quién fue el primero/a qué. Aún así, “dónde empieza todo”, teniendo el adverbio una acepción de lugar/sensibilidad, es, cuanto menos, pregunta legítima y, seguro, que compartida por todos nosotros.
A finales de los 60, cuando las “actitudes deciden convertirse en forma” ya empezamos a contar con ejemplos de artistas comprometidos con la idea de distorsiones espaciales y temporales. Una especie de voluntad de “poner el mundo boca abajo”. Se trataba de hacer sitios “otros”, desde siempre empresa poética por antonomasia, pero ahora son propuestas que gustan confundirse con gestos y situaciones de la vida cotidiana. Una vida, eso sí, algo excéntrica.
Obligada referencia son sin duda los mapas y acontecimientos de los situacionistas, las derivas, sus errancias en grupo. Esa psycogeografía, el paseo lúdico y apasionado por la ciudad siguiendo un plano en el que despunten los encuentros aleatorios. Ecos surrealizantes de aquella persecución de Nadja. Sitios que, milagrosamente, se van encontrando en el extravío, pues perderse en una ciudad, ya se sabe, es más difícil que orientarse.
En torno –ya hemos dicho que es imposible el origen/fuente- al 68, se pasa a la acción (verdadera) del manos a la obra. Del campo a la ciudad, de los sótanos a las azoteas, los edificios se destruyen, se despiezan, se cubren; se trabaja en ellos con materiales inhabituales. Se trata otras veces de jugar con el vacío, extrañarlos o reducirlos jíbaramente en maquetas. Ya se puede hablar de un trabajo (materializado) de arquitecturas excéntricas y comprender el hecho arquitectónico, incluso allá donde no hay más que un trabajo titubeante y fragmentario.
De la entropía al simulacro
No es casualidad tropezar en nuestra obsesión por los comienzos con una serie de obras ligadas a la perdida, a un orden distinto, informe, una mirada entrópica que penetró con fuerza en Norteamérica, en parte para responder a las pretensiones de pureza greenberianas, a través de las propuestas de Robert Smithson y Gordon Matta Clark. Ambos artistas se constituyen con fuerza en el paradigma que abrió una vía inmensa de “construcción destructiva”. De las ruinas industriales de Smithson, al Tropicalia penetrable de Helio Oiticica en Brasil; de los igloos de Merz, y la serie de Fibonacci al Beuys del concepto ampliado del arte, las propuestas de nuevos “sitios” abren todo un sentido de critica al orden establecido.
Recordando brevemente el sentido smithsoniano, nos interesa aquí destacar cómo él era plenamente consciente de que no cualquier espacio es lugar (site); sitio, en nuestro contexto. Por su parte, Matta Clark había dicho que la auténtica naturaleza de su trabajo con edificios estaba en desacuerdo con la actitud funcionalista. Quizá la poética se resuma en su pieza Window Blow-Out del verano de 1971. Por ello, toda su obsesión por una destrucción programada (so-cavar, destruir, rasgar, serrar, agujerear) no es otra cosa que poner al descubierto lo que permanecía oculto; desencajar las partes del todo y mostrar su potencia, liberar los componentes de la frase arquitectónica. El abismamiento y la ilusión de perder pie, es su fase más audaz. Una ilusión de desmoronamiento que ha de violentar la arquitectura para que busque, -de verdad- su punto medio, entre el cielo y el suelo.
La habitación de Jeff Wall (Destroyed Room,1978), fue otra gran referencia “entrópica”. En ella se implican nuevos parámetros. Todo nos habla de violencia de violación: la cama volcada, rasgada por el medio, el papel de la también desgarrado y toda la ropa (de una mujer) esparcida en desorden. Parece que los hogares no habían cumplido la promesa de ser “tan diferentes, tan atractivos”.
La casa ya no “suplanta contingencias” porque no se puede “volver a casa” (ya lo advirtió tempranamente McLuhan). Si están rotas, no lo es tanto porque se pierda lo que les daba cohesión, sino porque han sufrido una herida, un asalto: han entrado. Las casas están rotas por el efecto de ese ojo panopticón. Ruptura y violencia de lo hipervisible. La intimidad perdida no es tanto la del ámbito privado sino la ruptura de la comunidad a manos de la publicidad (J.L.Pardo)
Pensemos en el proyecto de Dan Graham, Alteration to a Suburban House (1978) En una casa de suburbio ha sido sustituida la fachada por una lámina de cristal. Y un espejo paralelo a la fachada, divide la casa en dos mitades. El proyecto se vincula a las casas de cristal de Mies van der Rhoe y Philip Johnson, todo lo contrario a un estuche de terciopelo, donde el burgués decimonónico preserva sus huellas. En la maqueta de Graham las transparencias y los efectos de cristales y espejos no interactúan con la naturaleza misteriosa. El miedo nocturno a la pérdida de control óptico es aquí, además, temor a ser expuesto a las miradas de la vecindad, puesto que de una casa de suburbio se trata.
Si la casa es un dispositivo de memoria y la acumula- habría dicho Matta-Clark- ha de abrirse para que esta sea liberada y los recuerdos fluyan. Las transparencias de Dan Graham no son aperturas. Llevan en sí algo siniestro. Décadas después Rachel Whitread busca todo lo contrario cuando realiza el vaciado de una casa adosada de estilo victoriano, en el East End londinense. Ella quiere preservar mediante el molde. No es casualidad que sea una mujer quien utilice en este sentido la impronta. Whitread no realiza un vaciado de la casa, sino del espacio que la casa ocupa. Los comentarios son contradictorios: concentra memoria, expulsa memoria, no es sitio, es desarraigo. De las casas sin interior pasamos a un interior puro. Vaciado a partir de “vida”(R.Krauss) también como entropía, negación de lo vivo, en este sentido. Seguimos sin conseguir expulsar lo siniestro
¿Alguien sabría encontrar las diferencias entre exterior e interior en Empty Dream (1995), de Mariko Mori, un enorme cybacrom en el que un interior de piscina cubierta ha sido transformado en paradisíaco ambiente insular, con sirenas incluidas? Como en El Show de Truman y ese decorado final que abre el protagonista al final de su viaje por mar. ¿Buscando “un sitio”? Ignoramos las vueltas que hemos de soportar en torno a los simulacros que el espectáculo proponga en nuestra vida cotidiana.
Con los monumentos públicos hay que tener más cuidado. Por ejemplo: hacerse un sitio con esas torres de luz levantadas en Manhattan puede tener efectos contrarios a los aquí postulados y caer, demasiado tarde, en inconscientes reminiscencias. Cuando allá en los años 30, en las funestas explanadas centroeuropeas, el culto no era entendido como cuidado.
NOVIEMBRE 2002