Quisiera decir algunas breves palabras iniciales respecto al título de este encuentro. Me permito contar una pequeña anécdota y no es precisamente un chiste, cosa en la cual no osaría competir con Gregorio “El Grande”, [3] imbatible en el asunto. Hace algunos años atrás, un eminente psicoanalista parisino visitó San Pablo y me pidieron traducir algunos de sus seminarios, cosa que acepté de inmediato, teniendo en cuenta la admiración que tengo por su trabajo. Pero también fui invitado a traducir una conferencia suya en la Sociedad de Psicoanálisis local. Dudé mucho, y finalmente acepté porque la remuneración no era nada despreciable y en esa época yo atravesaba un gran apremio económico. Fue una noche siniestra, ésa en la Sociedad. Yo me vi en la sede de una especie de centro espiritista, haciendo de médium del propio Alan Kardec. Soy extremadamente sensible a la atmósfera ambiente, y mi desempeño en general depende de eso. Así, frente a aquella audiencia sombría y austera, impaciente frente a un texto insulso sobre biología del siglo XIX, mi lucidez iba desafinando y mis lapsus de traducción se multiplicaban a simple vista. Pero un detalle fue empeorando mi actuación. El conferencista usaba en cada frase la expresión “le vivant” en francés, cuya traducción en portugués sería “Vivente” [4]. En la cuarta o quinta mención del término y de mi traducción, comencé a escuchar rezongos que fueron aumentando a medida que retornaba el término. Luego escuché a algunas personas sugiriendo otra traducción -y no era precisamente gente familiarizada con la lengua francesa, mucho menos con la biología. Anclé en mi versión y, a medida que traducía, iba recordando pasajes de libros en portugués que confirmaban mi opción. Y me extrañaba la indignación de los oyentes frente a lo viviente. Al finalizar la conferencia yo escuchaba a aquel montón de clones de Alan Kardec vociferando, y confieso que me asusté. Mal podía acompañar al conferencista, hilvanaba en el medio frases absurdas que no tenían la más remota relación con el tema, del tipo: “cuando él se presentó en la televisión”, y el conferencista me miraba atónito y decía: ¿televisión? Pero yo no hablé en televisión … En suma, cuando la cosa se descarriló, y me dolía la encía que me había operado días antes y necesitaba orinar, logré que me reemplazaran y pude descansar aliviado. También escuché a la mediadora agradecer, al final, la disponibilidad del disertante y lamentar los problemas de comunicación. Los problemas de comunicación eran yo, naturalmente, sobre quien se jugó la culpa por el fiasco de lo más absoluto de la presentación del eminente conferencista, que consiguió en poco más de una hora vaciar prácticamente la sala de la Sociedad con su enfoque sobre lo viviente.
A partir de ese episodio grotesco el término viviente nunca más se me fue de la cabeza. Claro que, por el diccionario yo tenía razón, lo viviente sí existe en portugués, quiere decir criatura viva, ser que vive etc… Y nunca entendí por qué lo viviente los perturbó tanto. ¿Quién tiene miedo de lo viviente?. Yo cuento esto, para resaltar hasta qué punto me parece pertinente el título que ustedes eligieron para este encuentro, por más que él pueda irritar a ciertas sociedades secretas, más empeñadas en administrar el espíritu de los muertos que la pulsación de los vivos.
Paso entonces, inmediatamente, al tema de la ciudad de los vivos. Recientemente, fue publicado en portugués uno de los grandes libros del surrealismo: “El campesino de París” de Louis Aragon, asociaciones, sorpresas, personajes, un campo de deambulación y errancia. En un posfacio agregado a esa edición en portugués, Jeanne Marie Gagnebin recuerda que el libro de Aragon es más que la descripción de un trayecto, o incluso de una ciudad. En el fondo, se trata de una metáfora del pensamiento mismo. Perderse en la ciudad, perder las referencias, perderse a sí mismo, he aquí lo que el pensamiento debería poder aprender. El libro de Aragon, en el fondo, debería ser leído como un manifiesto anti-cartesiano. De hecho, en la segunda parte del Discurso del Método, Descartes esboza los fundamentos seguros del pensamiento tomando como paradigma la fundación de la ciudad. Y se percibe que su ideal es el de la construcción ordenada según la razón universal y solitaria de un sólo arquitecto-filósofo esclarecido, el yo de la reflexión, que rechaza la contingencia de lo casual, del tiempo y de la historia prefiriendo asentar todo sobre la voluntad y la razón. Jeanne Marie cita también, en contraste con ese ideal cartesiano, la frase de Freud sobre París: “También París, durante muchos años fue objeto de mis deseos; y el sentimiento de felicidad con el cual puse el pie, por primera vez, en sus calles, parecía una garantía de que otros deseos serían realizados”. La ciudad, pues, ya no como una imagen del pensamiento sino como una imagen del inconsciente, del deseo, con sus estratos superpuestos, con sus rastros y ruinas. Es esta la dimensión más profunda, sin duda, que Aragon descubre en su paseo por París, una especie de subterráneo de la memoria y del deseo, en que la ciudad -en su proliferación de objetos, signos y vestigios- remite a un pasado, con todos los futuros que él sepultó. Sea el parque y el deseo de reconciliación con la naturaleza o el sueño del delito amoroso, sea el museo de cera y el deseo de eternidad, sea la iluminación de las calles y el sueño iluminista, ya sean también los paralelepípedos y las barricadas de 1789 o 1870. De acuerdo a los bellos análisis de Walter Benjamin, si el hombre habita una ciudad real, él es -al mismo tiempo- habitado por una ciudad de sueño. La realidad onírica remite aquí al sueño colectivo, al sueño de lo colectivo, al deseo del cuerpo colectivo, sus utopías y esperanzas abortadas, los espejismos y fantasmagorías que lo asedian. Los trayectos reales de los personajes remiten a los trayectos del sueño de lo colectivo, como si hubiesen dos ciudades superpuestas, una real, otra imaginaria, y la apología metódica de un tránsito entre ellas.
Pero hay maneras más radicales aún de concebir la copertinencia entre esos dos planos, de operar su imbrincamiento, su entrelazamiento. Yo diría, maneras más inmanentes de pensar su relación entre sueño y realidad. Doy un ejemplo: los aborígenes de Australia, llamados Warlpiri, cada mañana se cuentan unos a otros sus sueños, y así generan colectivamente su producción onírica. Es toda una tecnología colectiva de trazado de sus viajes nocturnos, una cartografía de los itinerarios nómades, una fecundación de los territorios del sueño y de la errancia. Sin embargo, Barbara Glowczewski cuenta que para los Warlpiri el sueño no remite a un deseo contenido, ni a un tiempo de los orígenes, ni tampoco a un tiempo del sueño, o sea, a otro plano -prioritario o secundario- sino a un espacio al mismo tiempo del pasado, del presente y del futuro donde están afinadas todas las combinaciones posibles entre los elementos de la existencia. Glowczewski lo dice con todas las letras: entre los aborígenes el sueño es todo lo posible, es la condición de la vida misma y de todas las transformaciones. Tiene una función exploratoria y no rememorativa. El sueño entonces no está en una relación de oposición a la realidad, ni de trascendencia en relación a ella. El sueño no es más etéreo, interior, imaginario o subjetivo que el nomadismo propio y real de esa comunidad (que más recientemente se sedentarizó). Ante todo, el sueño aquí se presenta como un estrato virtual que recubre el mundo concreto, y que establece con él una relación de cambio permanente, de aglutinación, de indiscernibilidad. El sueño es una especie de doble, absolutamente real, que envuelve a los existentes actuales, recreando sus posibles, liberando nuevos trayectos. Cristal de inconsciente, al decir de Deleuze.
Como se ve, todo aquí es cuestión de trayectos exploratorios. Es lo que el niño hace todo el tiempo -dice Deleuze (1993)- en sus itinerarios, él explora constantemente un medio virtual. Tomemos al pequeño Juanito, en su curiosidad por la vecina, por la calle, por la caballeriza. Deleuze dice que él no está buscando allí lo que ya tiene en su casa, papito y mamita, sino que él explora un medio, sus cualidades, sus sustancias, sus potencias, sus acontecimientos.
Por ejemplo, la calle y sus materias, como los paralelepípedos, el grito de los mercaderes, la calle y sus acontecimientos, como los caballos arrastrados, sus accidentes, un caballo que resbala, cae, sorprende … Todo eso constituye un medio, y es todo eso lo que el niño explora en los innúmeros trayectos que inventa, y todo eso lo afecta directamente, y todo eso desencadena en él múltiples devenires. Ya no cabe preguntar si son trayectos reales o imaginarios, concretos u oníricos, objetivos o subjetivos. Preguntas inútiles. Falsos problemas. Pues la idea es que todo objeto, persona, grupo, singularidad, carga un medio en constante germinación, está rodeada de una bruma de virtualidad que la acompaña, y que habita una especie de inconsciencia. Ese doble virtual no es más subjetivo que aquello que se ve, aunque abra el campo de nuestra subjetividad, no está más ausente que aquello que está dado, aunque pueda ser más invisible, no es más imaginario que aquello que se toca, aunque pueda ser impalpable, no es menos operativo que aquello que se concretiza, aunque sea más molecular.
De cualquier modo, es de eso que me gustaría hablar un poco: de la ciudad que yo llamaría virtual. Repito, no se trata de una ciudad imaginaria, ni de la ciudad de los sueños sepultados, ni de la ciudad ideal, ni de la ciudad mental, está más próximo de aquello que Guattari denominó: la Ciudad Subjetiva (Guattari, 1992). Pero para Guattari, subjetivo no significa interior -yo casi diría, que éste es uno de los grandes desafíos planteados por el pensamiento de Deleuze y Guattari, el pensar la subjetividad en su dimensión de exterioridad. Y no hay cosa más exterior que la ciudad. Cabría decir, como lo sugirió Janice Caiaffa en una reciente investigación sobre la producción de subjetividad en los ómnibus cariocas, inspirada por los trabajos de Deleuze y Guattari (Caiaffa, 1997) que, la ciudad es la exterioridad por excelencia, es la forma de la exterioridad. De ahí el por qué pensar que la ciudad y la subjetividad son una sola y misma cosa, desde que fueron puestas bajo el signo de la exterioridad.
La pregunta que me gustaría formular a partir de estas observaciones es precisamente ésta: ¿cuánto preserva aún la ciudad su carácter de exterioridad, cuánto implica de virtualidad, cuánto constituye también un medio a ser explorado, cuánto se presta a nuevos trayectos, a nuevos trazados de vida?
Para responder a esa cuestión es necesario deshacer la mayor de las ilusiones contemporáneas, a saber: la idea de que viviríamos hoy en un estado de puro nomadismo. De hecho, nuestros territorios existenciales, desde el cuerpo hasta nuestros cultos, están completamente ligados a ondas precarias, y por lo tanto estamos en perpetuo movimiento. Surfeamos en una movilidad generalizada, en la música, en las modas, en los slogans publicitarios, en el circuito informático y telecomunicacional. Ya no habitamos un lugar, sino un no lugar, habitamos la movilidad misma, la velocidad -como dice Paul Virilio (Virilio, 1977). En esa lógica de la movilización total, la velocidad misma se convirtió en una variable y en un valor independiente, ejemplo del capital en el capitalismo. Sin embargo, Virilio muestra cómo esa evolución es necesariamente acompañada por algunos fenómenos paradójicos, que en varios sentidos contrarían nuestro aparente nomadismo y movilidad. El primero es que la rapidez absoluta, al reducir las distancias, contrae el espacio y el tiempo, aboliendo las perspectivas y la profundidad de campo de toda nuestra experiencia sensorial, perceptiva, existencial, trasladándonos hacia una instantaneidad hipnótica y chata, completamente reterritorializada sobre el tubo catódico. El segundo es que somos reducidos a una especie de egoísmo tecnológico, ya que la referencia no es más el territorio, o los territorios existenciales, ni los ejes espaciales o temporales del mundo o de la comunidad, sino que nosotros mismos nos concebimos como terminales, especie de lisiados rodeados de prótesis tecnológicas, paralíticos presos de una inmovilidad en medio de la mayor de las velocidades. El tercer efecto es que esa velocidad desmaterializante es acompañada por un creciente control. Una especie de telecomando universal y ondulatorio va sustituyendo las normas, las reglas, las leyes, el orden directo, las éticas locales.
Y desembocamos en esta curiosa ecuación: cuanto mayor es la velocidad de circulación de la información, mayor es la inmovilidad de los hombres, y mayor el control tecnosocial sobre los cambios: la omnipresencia del control tiende a sustituir el medio ambiente. Sociedad de control, con la más alegre, colorida, imagética y multimediática de las apariencias. Resultado: esa mezcla de extrema velocidad, extrema parálisis, extrema desmaterialización, extremo control, extrema serialización. La subjetividad se ve presa de una inercia petrificante, de una hipnosis telemediática, de una infantilización maciza, de una homogeneización sin precedentes.
La pregunta que se impone de inmediato es sencilla: ¿cómo podemos aún viajar -en el sentido en que lo hacen los Warlpiri-, cómo podemos aún trazar trayectos exploratorios en la ciudad si como dije, mal disponemos de un medio, mal disponemos de una exterioridad, mal vislumbramos lo virtual, de tan saturados que estamos -entre otras cosas- por lo que irónicamente se denomina realidad virtual?
El desafío consistiría en librarse de ese falso nomadismo que nos hace permanecer en el mismo lugar, librarse de las reterritorializaciones brutales que favorece, a fin de abrirse a un nomadismo existencial tan intenso como el de los aborígenes de Australia que mencioné anteriormente. La pregunta es si frente al marchitamiento y serialización subjetiva contemporánea, bajo la órbita del neoliberalismo y sus exclusiones programadas, habría lugar para la creación de nuevas tierras transculturales, transversales, transnacionales, universos de valor libres de la fascinación reterritorializante que se ofrece por todas partes. Pues lo que se ve con más claridad, en medio de la transformación progresiva del medio ambiente en medio de control, son las explosiones que estallan por todas partes, las pequeñas epifanías, místicas o suicidas, o fundamentalistas, tribalismos diversos, bandos, reterritorializaciones brutales sobre el suelo, la sangre, la droga, el equipo, la fe, los íconos. En ese sentido se trata de sondear qué tipo de medio una ciudad aún puede ser, qué afectos favorece o bloquea, qué trayectos produce o captura, qué devenires libera o sofoca, qué fuerzas aglutina o esparce, y qué acontecimientos engendra, qué potencias vibran todo el tiempo en ella, y la espera de qué nuevos agenciamientos. Es en estos términos que se debería leer el desafío de una Ciudad Subjetiva, que nada tiene que ver con una utopía, ni con Jerusalem celeste alguna.
¿Pero cómo concebirla cuando en breve, más del 80 % de la humanidad vivirá en una única Megalópolis que torna semejantes a todas las ciudades, aboliendo una diversidad enorme que hizo la gloria y el colorido del siglo XIX? Ya tampoco existen las ciudades-mundo, con su preponderancia económica y cultural, como Venecia, en el siglo XVI, Amsterdam en el siglo XVII, Londres en el XVIII, etc… La tendencia parece ser, según lo mostró Rem Koolhaas (Koolhaas, 1996), la ciudad genérica. Se trata de ese tipo de ciudad uniforme que prolifera por todas partes, sobre todo en Asia, y que tal vez sea la ciudad del futuro, ciudad sin identidad, sin emblemas, sin pasado, ciudad huérfana, ciudad liberada de la captura del centro, más o menos lo que quedó después que la vida urbana emigró hacia el ciberespacio. Una estética neutra, una especie de alucinación de lo normal, una sensualidad de la evaluación, ciudad construida sobre una tabla rasa, la arquitectura práctica aliada a una especie de práctica del pánico. Una ciudad sin atributos, diría el lector de Musil. [5] Pero todos sabemos que aún en el interior de lo más neutro estallan las mayores sorpresas.
Sin embargo, lo más grave tal vez esté no esté en esa uniformidad, sino en lo que subyace a esa uniformidad apenas aparente. Es que ya no hay más una concentración del poder capitalista en una única metrópolis, en una ciudad madre, pero como dice Guattari, la concentración misma de desparrama por un archipiélago de ciudades, esto es, por pedazos de grandes ciudades, conectadas entre sí por la informática, en una especie de rizoma multipolar recubriendo la superficie del planeta. Pequeñas islas de Primerísimo Mundo por todas partes, constituyendo la ciudad de la élite global, rodeada de Tercer Mundo por todos lados, constituyendo el mar de los excluidos, de los desempleados, de los inútiles y sin mérito. La ciudad es desmembrada y satelizada por el capitalismo.
Quiero retomar por un instante lo que dije hace poco, sobre la ciudad y la exterioridad. La ciudad históricamente existe en función de una circulación, ella se define por entradas y salidas, ella hace que los flujos pasen. Como lo sugieren Deleuze y Guattari, ella se hace con aquello que está suficientemente desterritorializado para introducirse en la red, someterse a la polarización, seguir el circuito de recodificación urbano y vial. Así, la ciudad es red, multiplicación, fluidez, escape, dispersión. Ella está en relación con el afuera. Ella es, más radicalmente -como fue dicho- la Forma de la exterioridad. Sorprendentemente, en todas esas características, ella se contrapone por completo al Estado.
Pues el Estado obedece a otro proceso maquínico: él es una especie de caja de resonancia, él hace que resuenen todos sus puntos, en lugar de hacerlos huir por más heterogéneos que sean, geográficos, étnicos, lingüísticos, morales, económicos, tecnológicos (Deleuze; Guattari, 1997, p. 122). En ese sentido él hasta hace resonar a la ciudad y al campo, esos dos supuestos archi-enemigos. Si la ciudad es inseparable de su propia relación con otras ciudades, con su exterioridad, con la red de las ciudades, el Estado por el contrario, tiende a una especie de totalización, de cierre, de redundancia. La forma-ciudad es escape, exterioridad, dispersión; la forma-Estado es totalización, interioridad, estratificación. Eso significa que la ciudad lucha contra el Estado. Pero también contra el capitalismo, con el cual pretenden identificarla. Es todo un juego muy complejo. Claro que el Estado monta y cabalga a la velocidad de la ciudad, como dice Braudel, los Estados acertaron la marcha por el galope de las ciudades. El Estado la domina y se instala sobre ella, pero al mismo tiempo ella libera sus flujos decodificados y huye por todos lados. Claro que el capitalismo también confluye con la ciudad, pero la ciudad lucha contra el Estado así como lucha contra el capitalismo, aunque el Estado universal ofrece al capitalismo mundial integrado su modelo, y éste, a su vez se deslice sobre una misma y gigantesca ciudad, Megalópolis, Megamáquina de la cual los Estados terminan constituyendo apenas una parte insignificante.
No cabe acompañar toda esa dinámica, en que lo más abierto da soporte a su propio cierre, pero también hace que lo cerrado escape por todos lados, y ese escape reconstituye un nuevo cierre global a nivel planetario, que sin embargo escapa también por todos lados, etc.
Tal vez sea ilustrativo el hecho de que lo más contestatario del Brasil actual, provenga de aquellos que son exteriores a la ciudad, al capitalismo, al Estado: Los Sin Tierra, los desterritorializados capaces de arrastrar en su torrente a los desterritorializados que la ciudad y el capitalismo producen, y que el Estado no logra “hacer resonar”.
Basta notar, para nuestros propósitos aquí, que asistimos a una homogeneización planetaria al nivel de los equipamientos urbanos y comunicacionales, a la constitución simultánea de una élite global amurallada en sus ciudadelas de alta tecnología, y a la exacerbación de las segregaciones, confinando a grandes masas de extrema pobreza a bolsones de abandono y desigualdad. Por parte del capitalismo la desterritorialización urbana va a la par de una brutal reterritorialización sobre el rico y el pobre, lo garantido y lo no garantido. Entonces, ¿cómo luchar al mismo tiempo contra la homogeneización globalizante y globalitaria, y contra la segregación que le es coextensiva? ¿Cómo defender una subjetividad resingularizada, pero no segregativa? ¿Cómo partir de ese hecho elemental de que la miseria moral, el vaciamiento subjetivo, el abandono, la soledad son indisociables de la producción del desempleo, de ghettos, de la tercermundización deliberada, de la fabricación de un contingente de desocupados, en una especie de genocidio planificado a nivel planetario? Con toda la importancia política y estratégica que Virilio supo reconocer en la velocidad tecnológica, es necesario evitar un uso demasiado genérico de esa noción e insistir sobre el hecho de que ella se liga del modo más cruel a la explotación económica y a la producción de pobreza en las sociedades capitalistas.
¿Qué nos queda, si no quisiésemos deleitarnos voluptuosamente en esa descripción apocalíptica? Tal vez retomar el elemento más arcaico de la ciudad, y hacer de él el vector más futurista. Lewis Mumford recuerda que las primeras ciudades de las que se tiene registro fueron lugares de encuentro para reverenciar a los muertos, de modo que las ciudades de los muertos anteceden a las ciudades de los vivos (Mumford, 1991, p. 18). Pero es necesario comprenderlo en su acepción ritual, positiva: los agregados humanos surgieron como santuarios de encuentro. Eso no es una constatación abstracta. Pese a la concepción ligeramente distinta a la presentada más arriba, vale al menos la pena recordar la idea de Mumford: por un lado la aldea se ofrece como una especie de recipiente que alberga a los hombres, los cereales, gran reservorio de flujos: la ciudad como almacén, invernadero, acumulador. Pero por otro lado, la ciudad revela ser un imán. La ciudad como un gran imán, campo magnético que atrae hacia sí, hacia su centro, partículas de la más diversa naturaleza y procedencia, y que transforma su energía cinética. ¿Qué es el centro de la ciudad? La institución de la realeza, que domina, explota, esclaviza, crea escasez y dependencia, pero también protege, captura y concentra la totalidad del ambiente. La realeza constituye la ciudad misma como platea y escenario para el espectáculo teatral de la corte, con todas las alucinaciones paranoides ahí embutidas. Sólo con el tiempo esa centralización concreta fue desmaterializada, eterizada, en la medida en que los atributos de la realeza fueron extendidos a una casta y el dominio concreto tomó la forma de la guerra mental, del diálogo, del agon.
Y Mumford concluye constatando hasta qué punto esas dos funciones originales de la ciudad, la ciudad como recipiente y la ciudad como imán, implosionaron con el advenimiento de la conurbanización, en la medida en que la ciudad contemporánea mal sirve como recipiente y menos funciona como imán (Ídem, p.708). Y la pregunta de Mumford es sencilla: ¿cómo repolarizar el imán y cómo hacer para que la ciudad responda a la finalidad propuesta por Aristóteles, de que los hombres permanezcan en ella “a fin de vivir la buena vida”?
John Rajchman reformuló esa cuestión en función de nuestro contexto contemporáneo, más o menos en los siguientes términos: ¿qué nos acontece cuando la ciudad es reconfigurada por los flujos de información y los nuevos espacios de agrupamiento tecnosocial? (Rajchman, 1996) ¿Qué viajes son aún posibles, viajes del pensamiento, viajes intensivos, cuando toda la ciudad virtual fue literal y exhaustivamente invadida por la realidad virtual? ¿Cómo reintroducir el movimiento en una ciudad omnipolita en que el flâneur (trotacalles) y la deriva ya no existen más? En vez de rendirse ante esa representación total y apocalíptica de la saturación de lo posible, en vez de implorar por el retorno simplón del espacio público, de resto despedazado, sería mejor retomar la dimensión de lo virtual en su radicalidad. Y volver a pensar la ciudad como un universo disonante y pluralista, mundo del perspectivismo nietzscheano donde ya no se trata de múltiples puntos de vista sobre la misma coexistencia de ciudadanos, sino múltiples ciudades en cada punto de vista, unidos por su distancia y resonando por sus divergencias. En vez del hombre unidimensional y cosmopolita, detectar en cada esquina a los forjadores de pluriversos, de multimundos. Como dice Rajchman, somos siempre interiores y exteriores a la ciudad, lo cual nos hace salir de las posibles estocadas para enfrentar otros mundos, otras historias, otros agrupamientos virtuales, siempre recreando espacios lisos, reinventando singularidades de espacios-tiempo, recreando en nuestro cerebro y en la ciudad, los paisajes, los surcos, sus escapes, sus nuevas conexiones.
En un libro muy reciente, especie de gran biblia sobre el destino de las ciudades contemporáneas, con 1300 páginas harto ilustradas, Rem Koolhaas condena a los profesionales de la ciudad que, basados en el mito posmoderno de que ya no existe Totalidad ni Realidad, deja las decisiones en manos del Mercado, de las vicisitudes especulativas, financieras, políticas, publicitarias (Koolhaas, 1996). En vez de ese abandono entrópico o de su reverso, el planeamiento omnipotente del tipo Singapur, Koolhaas sugiere irrigar la ciudad con territorios potenciales, instaurar campos que favorezcan procesos abiertos, que estimulen las hibridaciones, la intensificación y diversificaciones, las redistribuciones, y que apueste a la reinvención del espacio psicológico. No creo que se trate de un retorno a la psicología, sino más bien a lo que Guattari definió como Ciudad subjetiva. No se trata entonces de hacer lo nuevo, sino de modular la modificación, hacer que la ciudad se torne vector de la imaginación, inventar otro concepto de nuevo, un nuevo nuevo, imaginar mil un otros tipos de ciudad, insanamente, irresponsablemente, en lo que constituye tal vez la mayor responsabilidad. Una especie de Gaya Ciencia en el urbanismo, que defendiese una alquimia programática, contraria a la fragmentación que desemboca en pequeñas islas de existencia, pero también ajena a la estética de desaparición, y que retomase las interacciones, interdependencias, haciendo coexistir regímenes de libertad, asambleas de diferencias, contaminaciones. Tal vez eso sólo sea posible si nos libramos de la geografía mental que nos es impuesta por el formateo del Estado, y reestablecernos en el pensamiento mismo y en la vida con la forma de ciudad, con la forma de la exterioridad que es la marca de la ciudad, con su vocación más original y futurista, que podría tener por bandera la fórmula de Mumford -la ciudad, símbolo de lo posible. Todo el desafío, micropolítico, macropolítico, ético, estético es, desobstruir el campo de lo posible, haciéndolo tangenciar lo imposible, lo inimaginable, lo inconcebible. Para usar la idea de Pierre Levy, diríamos virtualizar la ciudad, para que libere otros posibles embutidos en ella, otros pliegues subjetivos.
Uno de los más bellos libros sobre la ciudad, el de Italo Calvino, percibió nítidamente esa relación entre la ciudad y lo posible (Calvino, 1991). Marco Polo describe al emperador tártaro Klubai Khan, la sensación que tuvo al visitar Dorotea, una de las innúmeras ciudades que conoció a lo largo de sus viajes: “Aquella mañana en Dorotea sentí que no había bien que no pudiere esperar en la vida”. Raramente una ciudad hoy nos da esa sensación, que a veces buscamos en una mujer, aunque esto se revele cada vez más raro: que ella provoque un mundo posible. No en vano, todas las ciudades descriptas por Marco Polo llevan nombre de mujeres: Zoe, Zemrude, Olivia, etc. A lo largo del tiempo, Klubai Khan termina descubriendo qué es lo que Marco Polo va a buscar en esas ciudades invisibles, qué es lo que trae de ellas: “… confiesa lo que contrabandeas: estados de ánimo, estados de gracia, elegías” Tal vez sea aquello, que en lo más íntimo, buscamos siempre en una ciudad, estados de ánimo, estados de gracia, elegías. Pero el emperador también quiere saber cuál ciudad nos espera en el futuro, Utopía, Babilonia, la Ciudad del Sol o aquella del Admirable Mundo Nuevo, y lamenta que al final de todo se insinúa “la ciudad infernal, y donde, allí en el fondo, en una espiral cada vez más cerrada, nos sorbe la corriente” Ante lo cual Marco Polo responde: “El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo, La segunda es riesgosa y exige atención y aprendizaje continuos: saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”. (Ídem, p.150).
Referencias bibliográficas
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RAJCHMANN, J. Y a-t-il une intelligence du virtuel? (presentado en los Encuentro Internacionales Gilles Deleuze, en Rio de Janeiro, promovido por la UERJ y el Colègio Internacional de Estudos Filosóficos Transdisciplinares, 10.06.96.
VIRILIO, P. Vitesse et politique. Paris. Galilèe, 1977; Guerra pura. São Paulo. Brasiliense, 1984, “Vitesse, vielleisse du monde” . In: Chimères, n.8, Paris, 1990. O espaço crítico, São Paulo. Ed. 34, 1996.
Traducción: Andrea Alvarez Contreras.
(T.A.A.) Traducción autorizada por el autor.
Buenos Aires, 28 de agosto de 1998.