El tema de esta mesa es, la ciudad y las líneas de fuga. No obstante eso, pretendo hablar sobre el Cielo y los ángeles. Un público ateo -como el que supongo tener frente mío- habrá de perdonar un desvío así celestial, sobre todo cuando perciba que mi movimiento es muy poco angelical. Para comenzar a hablar del Cielo y de los ángeles, voy a servirme de un guía eminente, respetado por pensadores renombrados como Kant y Goethe, por novelistas contemporáneos como Robert Musil, por psiquiatras como Karl Jaspers. Se trata de un visionario y místico sueco del siglo XVIII, llamado Swedenborg, célebre en su época como sabio, teólogo y hasta fundador de una secta que aún hoy tiene sus seguidores en los E.E.U.U.
Pues bien, Swedenborg hizo una descripción tan minuciosa y segura de la topografía del Cielo y de la naturaleza de los ángeles que, al leer hoy estas páginas curiosas tenemos la nítida impresión, como dice Musil, de que el autor nos está describiendo Estocolmo y sus habitantes. ¿Qué dice de tan intrigante?
Swedenborg dice, por ejemplo, que los ángeles -contrariamente a los hombres- no conocen las determinaciones del tiempo. Quiere decir, los días, los meses, los años. Tampoco conocen la dimensión del mañana, del ayer, del hoy. Cuando nos escuchan hablar de tiempos, los ángeles nos acompañan (pues los ángeles siempre acompañan a los hombres), entienden estados. Nosotros, hombres, pensamos a partir del tiempo; ellos, ángeles, piensan a partir de estados. Claro, también en el Cielo, como en la tierra, los fenómenos se suceden unos a otros; sin embargo, con esta diferencia crucial: los ángeles no tienen la menor noción de tiempo y espacio. En su mundo, que no es natural, sino espiritual, los movimientos acontecen mediante modificaciones de estado, y no a través de traslados espaciales. Para un ángel no existen distancias a ser recorridas. El propio Swedenborg relata una experiencia personal, la de haber sido alzado por Dios a la esfera celeste y a la conciencia de los ángeles, siendo conducido por él a través de los reinos del Cielo hasta los astros del Universo, sin que su cuerpo se hubiese siquiera movido. Es de esa manera que los ángeles se mueven. Por ejemplo, si yo fuese ángel y sintiese deseo por alguien, inmediatamente lo haría visible, pues me ubicaría a través de ese deseo en su estado. Si sintiese repulsión, me alejaría pues me estaría alejando de su estado. De la misma forma, si estuviese yendo de un punto a otro en medio de un jardín o un atrio, llegaría más rápido en caso que ansiase por ello, llegaría más despacio si el deseo fuese menor.
Hoy podemos considerar extravagante la Angeleología de Swedenborg, pero es innegable el interés que ofrecen esos ángeles. Seres que no conocen el tiempo ni el espacio, que sólo conocen estados, que sólo vivencian modificaciones de estado (Klossovski lo llamaría intensidades), que no saben qué es un día, ni un día después del otro, ni un mañana, ni la eternidad de un tiempo infinito, sólo la eternidad de un estado infinito. Ángeles un poco psicóticos, convengamos; ajenos a la historia, a la sucesión cronológica, al encadenamiento temporal, a la continuidad individual, sujetos a transformaciones bruscas, traslados repentinos, cambios inusitados de estado. No nos debe sorprender que Jaspers haya utilizado también estas descripciones de Angeleología sueca para formular su diagnóstico psiquiátrico sobre Swedenborg, ubicándolo al lado de otros tres genios locos: Van Gogh, Hölderlin y Strindberg.
Pero son diferentes estos ángeles vistos por Swedenborg de aquellos otros filmados por Wim Wenders. Los que Wenders retrata fluctuando sobre Berlín inmersos en la tediosa mismidad de una eternidad vacía, testimonios inefables del grande y metafísico bostezo divino. Por el contrario, los ángeles de Swedenborg nada tienen de tediosos o repetitivos. Tal vez porque no están sólo observando el mundo; están constantemente volviéndose otra cosa, siempre metidos en devenir-alguna-cosa, en devenir-algún-estado; en devenir-algún-estado-de-alguien-o-de-alguna-cosa. No son ángeles metafísicos, especulativos, celadores, perpetuos.
No son ángeles-filósofos sino ángeles-niños. Viven las oscilaciones, los bruscos alejamientos y aproximaciones, las intensidades, una disritmia.
Discontinuidades, intempestividades, estados, en fin: devenires bien próximos a la locura. ¿Será eso lo que los torna tan deleuzianos? Ángeles deleuzianos. Avant la lettre…
Nosotros somos muy diferentes de esos ángeles de Swedenborg. Nosotros tenemos los minutos, las horas, la divisibilidad del tiempo, su cálculo y homogeneidad -que algunos denominan científica-, tenemos los días, los meses, las estaciones del año, la sucesión del tiempo, su linealidad y continuidad, su acumulación y progresión –que algunos denominan historia.
Bien, es precisamente Deleuze quien nos advierte que es necesario pensar la diferencia entre devenir e historia.
O sea, para usar la terminología de Swedenborg, Deleuze estaría diciendo que es necesario pensar, por un lado, la diferencia entre estados y modificaciones de estado, propias de los ángeles y por otro, el tiempo o la continuidad del tiempo, propias de los hombres. No creo estar exagerando al decir que la obra entera de Deleuze sino también -y quizás, principalmente- la de Deleuze y Guattari, consistió en un esfuerzo incansable y generoso de explayarse en esa distinción entre devenir e historia, más allá del dominio exclusivamente filosófico, haciéndola incidir en el campo de la clínica, de la estética, de la política, de la existencia. Pero para que ello sucediera –más adelante voy a hablar e los despliegues de este desarrollo- era necesario que esa operación fuese eminentemente filosófica. ¿Por qué? Porque el devenir corresponde a una determinada concepción del tiempo, la historia corresponde a otra. Por eso, para diferenciar devenir de historia era necesario poder trabajar con dos concepciones distintas del tiempo, dos abordajes diferenciados de la temporalidad. Está implícito en esta operación, el abandono de cierta concepción corriente del tiempo, y su subversión. La subversión de una concepción de tiempo no es un lujo especulativo, sino una especie de necesidad de urgencia conceptual que acompaña cualquier cirugía subjetiva. Histórica, cósmica. Pero, dejemos hablar a un autor que entiende mejor que yo acerca de la relevancia política de esta subversión en la idea del tiempo, un discreto estudioso de Walter Benjamín, muy respetado actualmente, llamado Giorgio Agamben. Él dice: “A toda concepción de historia está asociada una cierta experiencia del tiempo, que le es inherente, que la condiciona y que, se trata precisamente de revelar”. Del mismo modo, toda cultura es primeramente una cierta experiencia del tiempo, y no hay cultura nueva sin transformación de esa experiencia. Por eso, el primer objetivo de una verdadera revolución jamás es el de “cambiar el mundo” pura y simplemente, sino también –y sobre todo- el de “cambiar el tiempo”. El pensamiento político moderno, que concentró su atención en la historia, no elaboró una concepción de tiempo correspondiente. Asimismo, el materialismo histórico omitió –hasta el presente momento- elaborar una concepción de tiempo que estuviese a la altura de su concepción de la historia. Esta omisión, sin que él desconfiase, lo obligó a recorrer una concepción del tiempo que domina la cultura desde hace siglos. De modo que, coexisten una concepción revolucionaria de la historia y una experiencia tradicional del tiempo. La representación vulgar del tiempo, la de un continuum puntual y homogéneo, terminó destiñendo el concepto marxista de la historia.
Aunque el mesianismo histórico de Benjamín cruce de la forma más sorprendente las subversiones deleuzianas, no es el momento aquí de seguir el análisis de Agamben, finalmente precioso.
¿Qué significa entonces la subversión en la idea de tiempo que, permita operar la diferencia entre historia y devenir? … Vean lo que sucedió hace poco en las calles brasileñas, a propósito del impeachment al presidente Collor. Un desastroso llamamiento del presidente para que el pueblo saliese en su defensa con los colores verde-amarillo, hizo que el negro se apoderase de las ciudades. Jamás vi tantas jovencitas gordinflonas volverse esbeltas, la piel rugosa tornándose diáfana, la calle volviéndose ostentosa, todo gracias a un único color: el negro. Parecían todos preparados para la velada más elegante. Al mismo tiempo, los que fueron sorprendidos por la manifestación improvisaron un utensilio negro cualquiera, trapo, tela, chinela, bolsa. Y los blandían en la mano como si fuesen puñales. A falta de otra cosa, el limpiaparabrisas negro unido o alejado del vidrio ya bastaba. Los jóvenes se pintaron el rostro con tinta negra y blanca, a veces con franjas verdes y amarillas. Lo más extraños maquillajes nos daban la impresión de que estábamos sobre un escenario gigante, en una puesta en escena monstruo, el gran teatro cívico. Pero también todos los negrófilos que se adhirieron, punks de los más diversos, con sus cadenas, alfileres, prendedores, sus cabellos erizados o calvicies provocativas; anarquistas de todo tipo, al igual que algunos originalmente enlutados; por no hablar de los sobrios que siempre se esconden detrás del negro, vaya a saber por qué, tal vez para volverse un poco invisibles. Y a los gritos, cánticos, risas, bailes, la grotesca corrupción contagió de gracia juvenil a una multitud indignada. No sólo se estaba protestando contra Collor. Se creo allí una dramaturgia política específica, un modelo inédito, una coreografía particular, un ritual fuera de lo común, que hacía resonar la elegancia y el luto, la extravagancia y la morbidez, la máscara y el cuerpo, el teatro y la vida, el color de los indígenas, la bandera brasileña, el negro del alma, la llama tupí. Una producción colectiva que, en ningún momento yo vacilaría en clasificar como rigurosamente estética, era la pura improvisación del arte, del gesto intempestivo que inventa una nueva composición con la calle, con los colores, con los cuerpos, con la ciudad. Allí, durante esas pocas horas, en esa irrupción creativa, cada cual hizo de su rostro una superficie de inscripción (para el lema “Fuera Collor”) o una máscara; cada persona se transfiguró, asumió un estado. Cada uno se embarcó en algún devenir-negro, devenir-indígena, devenir-punk, devenir-saltimbanqui, devenir-mago, devenir-noche.
Por otro lado, y paralelamente, de algún modo la masa negra y libertina se enganchó con todos los carnavales de la historia, con la indignación de todos los marginados y oprimidos de todos los tiempos, pero también con todos los entierros, lúgubres bailes nocturnos, conciertos metálicos, con todos los negros túneles de la historia.
O sea, se creo allí un espacio-tiempo inédito (pues nunca el Brasil había asistido a algo semejante) pero un espacio-tiempo con una resonancia inmemorial (todos los carnavales de la historia, el luto de todos los hombres por todas las muertes de todos los siglos). Tal vez, lo más difícil de comprender sea, lo inmemorial y al mismo tiempo lo ancestral ilocalizado y al mismo tiempo este instantáneo desprendimiento de cualquier inserción encadenada en el tiempo. Se engendra ahí, una especie de temporalidad no localizada, no localizable, no deducible o desplegable a partir de lo que precede (por eso mismo no previsible, no programable, no dialectizable, no historicizable) un tiempo sin lugar, sin choques, á-tópico, utópico. Es ahí, en esos momentos intempestivos que la suspensión de la continuidad temporal viene a interrumpir la mansa o conflictiva secuencia de los días y noches. Es en esos instantes de gran o pequeño desvío que, algo escapa a la historia, perturba a la historia, altera a la historia. Un acontecimiento atravesó como un rayo las calles del Brasil, una transformación de estados se apoderó de la gente, una afirmación extemporánea quebró nuestra tradición de continua barbarie política. Claro está que, al día siguiente el Brasil ya no era el mismo. Poco después el Supremo Tribunal Federal aprobaba el rito del impeachment propuesto por la Cámara, el Congreso votó contra Collor, las instituciones incorporaron y deglutieron rápidamente esta modificación, la historia del Brasil ha alterado su curso. El acontecimiento recayó en la historia. Mientras tanto, por un instante, él estuvo por encima de la historia, erguido en una autosuficiencia, en un autoposicionamiento inmanente que extrapolaba, en gran medida, todo lo que lo podría explicar o situar, pues lo que se forjó allí, en las calles no fue sólo la preparación del impedimento jurídico de un corrupto, sino también la invención de una escena nueva, aunque inmemorial en el repertorio humano, ésta de los cuerpos embanderados en una taciturna alegría arrojando la historia de los caminos, ejerciendo la práctica de la interrupción (o aceleración brusca) del tiempo, inventando una fiesta sin tiempos, una fiesta de estados. Con eso el Brasil, como los ángeles de Swedenborg, simplemente dejó de vivir un día después de otro.
Los devenires no siempre son ruidosos, así como no necesariamente son espectaculares las interrupciones temporales, como no siempre son visibles los acontecimientos. Muy por el contrario, vulgarmente son discretos, silenciosos, un poco sin comienzo ni fin, en el intersticio de las visibilidades, en los tiempos muertos, en los agujeros de una vida, en la inminencia prolongada de una espera o lentitud. Sea como fuere, siempre queda la pregunta de cómo se articulan esos acontecimientos, esos devenires, interrupciones, con el curso de la historia, de esa historia visible, con sus contornos definidos, sus progresiones, su sentido. En uno de los más bellos cuestionamientos hechos a Deleuze, el ex-terrorista italiano Toni Negri –especialista en Spinoza- hizo el siguiente comentario (dirigiéndose directamente a Deleuze): “Usted sintió a los acontecimientos del ’68 como el triunfo de lo intempestivo, la realización de la contra-efectuación. Ya en los años que antecedieron al ’68 (…) lo político es reconquistado por usted como posibilidad, acontecimiento, singularidad. Hay cortocircuitos que abren el presente hacia el futuro, y que modifican por lo tanto, las instituciones”. Y ahí viene la pregunta: ¿qué política puede prolongar en la historia el esplendor del acontecimiento y de la subjetividad?”
Prolongar en la historia el esplendor del acontecimiento –la fórmula es bellísima. Y la respuesta no es menos magnífica: “Los procesos de subjetivación, esto es, las diversas maneras por las cuales los individuos y las colectividades se constituyen como sujetos, sólo valen en la medida en que, cuando acontecen escapan tanto a los saberes constituidos como a los poderes dominantes. Pero en aquel preciso momento ellos tienen, efectivamente, una espontaneidad rebelde. Son nuevos tipos de acontecimientos: acontecimientos que no se explican por los estados de las cosas que los suscitan o en los cuales ellos vuelvan a caer. Ellos se elevan por un instante y es este momento el que es importante, es la oportunidad que es preciso tomar”. Entonces, si ellos no se explican por lo que precede, es porque no están encadenados, dialectizados, es porque obedecen a otra lógica de la ruptura, que nada tiene que ver con contradicción y sí con una línea de fuga, una invención intempestiva, la creación inusitada con aquello que hace huir la historia y sus contornos. Y ahí viene la conclusión inesperada de Deleuze: “Creer en el mundo es lo que más nos falta, nosotros perdemos completamente el mundo, nos desplazaron de él. Creer en el mundo significa, principalmente, suscitar acontecimientos aunque pequeños que escapen al control, o engendrar nuevos espacios-tiempo aún de superficie o volumen reducido “
“¿Cómo prolongar el esplendor del acontecimiento en la historia, cómo prolongar el devenir en la historia?” –pregunta Negri. Deleuze responde: “Creando otros acontecimientos, otros devenires”. Y especifica: “Crear acontecimientos es engendrar nuevos espacios-tiempo”.
Frente a una idea así, intrigante y enigmática, vale la pena resignar el pensamiento. Para observar, primeramente, que sería posible engendrar nuevos espacios-tiempo si nos mantuviésemos prisioneros de una representación vulgar, uniforme, homogénea, abstracta y lineal del tiempo; en una ciudad vista también como un no lugar de circulación, espacio vacío y homogéneo, geométrico. Pues ¿de qué modo se quiere pensar nuevos espacios-tiempo si vemos un hombre sin atributos circulando en un espacio sin atributos en medio de un tiempo sin atributos? Un hombre cualquiera, en un instante cualquiera, en un lugar cualquiera –aquí está el melancólico nihilismo que ciertos cineastas supieron retratar tan bien, que nosotros vivimos con una complacencia tan desanimada, que soportamos tan estúpidamente como si fuese un destino ineludible.
Frente a eso, cómo engendrar nuevos espacios-tiempo, sino operando en lo más profundo del tiempo esta intervención tan práctica, pragmática, de liberar los estados internos de los tiempos, de reencontrar en lo más hondo del alma del “hombre común” un ángel de Swedenborg asfixiado… ¿Es necesario añadir que quien contempla esta escena con compasión es el ángel de Wenders? La eternidad vacía observa el devenir desde adentro de la historia…
Los griegos ya entendían que al lado de Chronos –ese tiempo de la medida, que fija cosas y personas, que desarrolla una forma y determina un sujeto, que constituyó un “tiempo pulsado” (que es lo más conocido por nosotros puesto que se asemeja a la concepción vulgar o histórica que tenemos del tiempo)- hay otro tiempo, que ellos llaman Aion, que es un tiempo sin medida, tiempo indefinido, que no deja de dividirse cuando llega, siempre ya allí (lo inmemorial) y aún no allí (lo inédito), siempre demasiado temprano y demasiado tarde, el tiempo de “algo-va-a-suceder” y simultáneamente el de “algo-va-a-acontecer”, ese tiempo del derramar el tiempo, bifurcado, tiempo no métrico, no pulsado, hecho de pura velocidad, tiempo fluctuante que vemos en la psicosis, en la poesía, en los sueños, en las catástrofes, en algunos videoclips, en las grandes y micro-rupturas –colectivas o individuales-, tiempo del devenir, diríamos si ya a esta altura no supiésemos que el devenir no es el tiempo, ni el tiempo irregular, nisiquiera el tiempo efímero opuesto a una eternidad, ni la finitud travestida de castración, sino otra cosa, algo como la producción de velocidades y lentitudes …
Por comodidad y hábito decimos todavía “Tiempo” aunque ya sepamos que este tiempo no es más cronológico y no se refiere a un tiempo centrado, con sus constantes (punto de gravedad, puntos privilegiados por donde pasa lo móvil, punto de sostén en relación al cual él se mueve)
Aquí, por el contrario, los extravíos del movimiento ganan independencia en relación a las constantes, y tenemos un tiempo no cronológico sino crónico, que produce movimientos descentrados, con anomalías, extravíos nada accidentales porque son constitutivos, esenciales. Este tiempo liberado de su subordinación al movimiento centrado, Deleuze le dio en cierta ocasión el nombre de Tiempo puro, pero que es también el devenir en su inocencia sin centro, en su potencia de producción de ficción, del desajuste, de las metamorfosis, de la confluencia de universos o tiempos imposibles de componer … Deleuze hizo un precioso análisis del pasaje de un régimen cronológico hacia un régimen crónico en el cine, a través de los cristales del tiempo, señalando algunas de las mutaciones del pensamiento que en eso incide.
Dado los límites del presente trabajo, me es imposible extenderme respecto a esa compleja cuestión.
De cualquier modo, si la subversión temporal implícita en la idea de devenir quedó clara, al menos ya es posible concluir que: el devenir nada tiene que ver con el pasado o con el futuro, ni con la memoria. Sin embargo aquello que el devenir produce siempre recaía en la historia, y puede así formar un pasado susceptible de ser recordado y reactivado, aunque el devenir nunca proviene de la historia. El devenir es trans-histórico, sub-histórico, supra-histórico, espacial, geográfico, intensivo, no está sujeto a coordenadas previas de un pulsar del tiempo, por eso es él quien crea sus coordenadas (por ejemplo: la de un tiempo fluctuante, tiempo no pulsante; tiempo crónico), produciendo extravíos, desequilibrios, conjunción de composiciones imposibles… Para usar términos más consagrados y a veces hasta banalizados: produciendo la diferencia, lo nuevo.
Si a la luz de todo eso retomamos la distinción entre devenir e historia, gana densidad lo dicho por Foucault, según el cual la historia no dice lo que somos sino aquello de que estamos en vías de distinguir. Ella no nos da nuestra identidad, pero en la distancia que tomamos de ella liberamos nuestra diferencia. La historia –dice Deleuze en el mismo sentido- es apenas el conjunto de las condiciones casi negativas que posibilitan la experimentación de algo que escapa a la historia. Sin la historia, la experimentación permanecería indeterminada, incondicionada, pero toda la cuestión -agrega Deleuze- es saber, investigar dónde aparecen los gérmenes de un nuevo modo de existencia, comunitario o individual. Experimentación de algo que escapa a la historia, he aquí una fórmula que podría sonar enigmática en caso que no fuese puesta bajo ese prisma temporal que intenté desarrollar. Lo que escapa a la historia no es lo eterno, sino lo que Nietzsche denominó “lo intempestivo” (o inactual), Foucault “actual”, Deleuze “devenir” (o acontecimiento). Poco importan los nombres, lo que interesa es que es en ese nivel que se engendra lo naciente. Es siempre a partir de una línea de fuga que, por consiguiente, es también una línea de fuga temporal, en la medida en que rompe una temporalidad y hace desaparecer la historia, que se instaura un acontecimiento, un nuevo espacio-tiempo.
La creación de nuevos espacios-tiempo, distantes de este espacio-tiempo homogéneo que nos es ofrecido por las reducciones de la tecnociencia, de las tecnociudades, de las tecnosubjetividades, y que se da siempre a través de lo intempestivo, de las líneas de fuga activas, puede ocurrir en una concentración política, en un grupo terapéutico o expresivo, en un laboratorio científico, en la página en blanco que enfrenta un poeta insomne, en la inocencia de los chicos de la calle, en la percepción alterada de un drogadicto, en un brote, en una película, en una batalla, en una brisa, en un ritual, en una pasión, en una crisis económica… Mientras tanto, cuando todo eso es sometido a las formas más codificadas de información, a las formas más serializadas del mercado, a las formas más universalizantes de subjetivación capitalista, nosotros los perdemos de vista, nosotros los tornamos equivalentes, nosotros los sometemos a un mismo modo homogeneizante de temporalidad-espacialidad, con el que lo territorializamos.
Creo que fue ésta, una de las mayores contribuciones de Deleuze-Guattari, este arte de detectar -por debajo de esta homogeneización generalizada- los espacios-tiempo distintos, percibirlos, diferenciarlos, cultivarlos. Lo que significa también producirlos. He aquí cuatro ejemplos:
Un tríptico de Bacon, dice Deleuze, es un inmenso espacio-tiempo que reúne todas las cosas pero introduce entre ellas las distancias de un Sahara, los siglos de un Aion. Cada variedad de cobre empadronada en Sumeria es una haecceidad de espacio-tiempo, dice “Mil Mesetas”. El juego chino Go, con sus estrategias de distribución de las piezas en un espacio abierto, en un movimiento perpetuo sin direcciones preestablecidas, y por lo tanto, en todo contrapuesto al ajedrez y su reglas imperiales, instaura otro espacio-tiempo. El deseo invistiendo en la percepción, como sucede con las drogas, es otro espacio-tiempo, dice Deleuze en otro texto. Podría multiplicar indefinidamente estos ejemplos, lo cual me parece innecesario.
Cabe añadir que esta cuestión de la creación de espacios-tiempo diferenciados es de suma importancia en la clínica institucional, y aquí me gustaría abrir un paréntesis. Los trabajadores de la Salud Mental, en el trato con psicóticos, por ejemplo, están constantemente confrontados a los ángeles de Swedenborg con devenires. La tentación es llevarlos de vuelta al tiempo de la historia. Simultáneamente, en sus intervenciones analíticas están constantemente provocando extravíos temporales que desembocan en la creación de nuevos espacios-tiempo. Pero ¿cuál es el secreto de la creación de nuevos espacios-tiempo en una institución o fuera de ella? A mi modo de ver, eso pasa por el ritornelo. Tampoco voy a poder desarrollar esto aquí, por eso sólo lo señalo. Ustedes saben, el ritornelo es esa repetición rítmica que encadena melódicamente componentes heterogéneos, constituyendo así un territorio existencial, un universo. El ritornelo actúa sobre lo que lo rodea, al mismo tiempo en que extrae de las vibraciones, descomposiciones, transformaciones. En ese sentido, el ritornelo –dicen Deleuze-Guattari- es un prisma, es un “cristal de espacio-tiempo”. Entonces, ¿cómo crear en una institución varios ritornelos, varios cristales de espacio-tiempo para que proliferen los espacios-tiempo? ¿No será éste el arte del tratamiento barroco de una institución, al cual se refirió Guattari en su último libro “Caosmosis”? Claro está que, lo que yo dije aquí de una institución vale también para una ciudad, una comunidad, una cultura, etc… Cierro este paréntesis y abro otro más filosófico. Que el ritornelo sea esta esponja que absorbe, compone y une rítmicamente componentes diversos, se entiende. Pero es ahí que viene una sorpresa. Pues Deleuze-Guattari llegan a decir lo siguiente: “El ritornelo fabrica el tiempo. Entonces, no existe el tiempo a priori, pero el ritornelo es la forma a priori del tiempo, que cada vez fabrica tiempos diferentes”. Tal vez ahí esté una de las ideas más radicales, el ritornelo como lo a priori pero a priori que necesariamente es histórico, geográfico, territorial, natal, espacial. Los pliegues son muchos pero no caben aquí.
Dos cositas antes de concluir. La primera: quería ilustrar todo eso con el testimonio de un carnavalista brasileño muy conocido, en principio por su arte en la Escola de Samba, después por su preocupación por los chicos de la calle, ahora por las acusaciones de abuso sexual de estos mismos menores a quienes él cuidaba y desvío de las cláusulas de la institución que él fundó. Se trata de Joaozinho Trinta. Cuando él aún era idolatrado por las élites, fue invitado por los lacanianos para una charla curiosa, especie de entrevista de la cual luego se publicó un libro. Le preguntaron qué idea tenía acerca del Brasil, respondió que su mapa tiene el formato de un corazón, que puesto cabeza hacia abajo da la forma de un culo, y agregó: “¿El Brasil no será un corazón por donde va a pasar todo? Voy a ser más claro. La civilización china: todo allí es chino. ¿Por qué? Porque la civilización china se hizo en un tiempo y en un espacio chinos, ellos ni sabían que existían otros lugares. El Japón, lo mismo. La civilización griega se hizo en el tiempo y en el espacio griegos. Y todas las otras civilizaciones, la europea… Ahí, de repente, nuestra civilización es un tiempo y un espacio cósmico, en el sentido de que hoy, sobre nosotros aquí en el Brasil se despeja todo. Nosotros estamos en un tiempo y en un espacio abiertos”. Dejo entre ustedes esa cita así, como se deja un presente, sin comentarios.
Y concluyo, la producción de un nuevo espacio-tiempo no puede ser remitido a un radical y escatológico porvenir más allá del tiempo. La revolución, si aún quisiéramos emplear esta palabra, no está allá lejos, en el fin de la historia, en la cima del tiempo. De ahí el desprecio de Deleuze por el “futuro de la revolución”. Lo que importa es la inmanencia del devenir revolucionario de las personas, que son esas transformaciones de estados, esas creaciones de espacios-tiempo, esos acontecimientos que nos liberan de nuestra historia, de nuestra mismidad, de nuestra continuidad identitaria, pero también de nuestra estructura de eternidad, o de la fragmentaria rapidez sin espesura que caracteriza nuestro régimen posmoderno, tan bien analizado por Virilio y Lyotard.
El “devenir revolucionario de las personas” tal como lo expuse, inspirado en Deleuze, está entrelazado al tiempo de la historia pero no se confunde con ella. Su virtualidad está extendida ahí, en el medio de la historia, en su superficie, como elevada en una suspensión siempre incierta, inesperada, expuesta. Exige, para ser actualizada y explorada, una continua desobstrucción, para que tanto en el plano individual de una subjetividad cuanto en el plano colectivo, los colapsos temporales absorban el acontecimiento, los devenires salten de la historia y se multipliquen, y proliferen los espacios-tiempos heterogéneos. Y esto, para que alcancen el esplendor que les permita alterar el curso de la historia, pero sobre todo: inventar para nosotros nuevas formas de vivir, de subjetivarnos, de insubordinarnos, afirmando así nuestro propio y demiúrgico esplendor.
Ensayo presentado por el autor en el “Primer Encuentro en el marco del pensamiento de Deleuze-Guattari y nuestra actualidad”. Organizado por Plexus, en el Centro Cultural General San Martín, 30 y 31 de octubre de 1992.
Traducción: Andrea Alvarez Contreras (Comunicación personal)
Buenos Aires, Noviembre 1992.