Para Jeanne-Marie Gagnebin
Una constatación trivial es rememorada con insistencia por varios pensadores contemporáneos, entre ellos Toni Negri, Giorgio Agamben, Paolo Virno, Jean-Luc Nancy, también Maurice Blanchot. A saber: que hoy vivimos una crisis de “lo común”. Las formas que antes parecían garantizar a los hombres un contorno común y aseguraban alguna consistencia al lazo social, perdieron su pregnancia y entraron definitivamente en colapso, desde la denominada esfera pública hasta los modos de asociación consagrados, comunitarios, nacionales, ideológicos, partidarios, sindicales. Deambulamos en medio de espectros de lo común: los mass media, la puesta en escena política, los consensos económicos consagrados, como igualmente las revueltas étnicas o religiosas, la invocación civilizadora basada en el pánico, la militarización de la existencia para defender la “vida” supuestamente “común”, o más precisamente, para defender una forma-de-vida denominada “común”. Sin embargo, sabemos bien que esta “vida” o esta “forma-de-vida” no es realmente “común”, que cuando compartimos esos consensos, esas guerras, esos pánicos, esos circos políticos, esos modos caducos de agremiación o incluso este lenguaje que habla en nuestro nombre, somos víctimas o cómplices de un secuestro.
De hecho, si hoy hay un secuestro de lo común, una expropiación de lo común, o una manipulación de lo común, bajo formas consensuales, unitarias, espectacularizadas, totalizadas, trascendentalizadas, es necesario reconocer que, al mismo tiempo y paradójicamente, dichas figuraciones de lo “común” comienzan a aparecer finalmente en aquello que son, puro espectro. En otro contexto, Deleuze recuerda que sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, los clichés comenzaron a aparecer en aquello que son: meros clichés, los clichés de la relación, los clichés del amor, los clichés del pueblo, los clichés de la política o de la revolución, los clichés de aquello que nos conecta al mundo –y es cuando ellos así, vacíos de su pregnancia, se revelaron como clichés, es decir, imágenes listas, prefabricadas, esquemas reconocibles, meros plagios de lo empírico, solamente entonces, el pensamiento puede liberarse para encontrar aquello que es “real”, en su fuerza de afectación, con consecuencias estéticas y políticas a determinar.
Ahora en la actualidad, tanto la percepción del secuestro de lo común como la revelación del carácter espectral de ese común transcendentalizado se da en condiciones muy específicas. A saber, precisamente en un contexto en que lo común, y no su imagen, está apto para aparecer con su máxima fuerza de afectación, y de manera inmanente, dado el nuevo contexto productivo y biopolítico actual. Hablando con claridad: a diferencia de algunas décadas atrás, en que lo común era definido pero también vivido como aquel espacio abstracto, que conjugaba las individualidades y se sobreponía a ellas, sea como espacio público o como política, hoy lo común es el espacio productivo por excelencia. El contexto contemporáneo trajo a colación, de manera inédita en la historia por su núcleo propiamente económico y biopolítico, el predominio de lo “común”. El llamado trabajo inmaterial, la producción posfordista, el capitalismo cognitivo, todos ellos son fruto de la emergencia de lo común: todos ellos requieren facultades vinculadas a lo que nos es más común, el lenguaje, y su correlato, la inteligencia, los saberes, la cognición, la memoria, la imaginación, y por consiguiente la inventiva común. Pero también requisitos subjetivos vinculados al lenguaje, tales como la capacidad de comunicarse, de relacionarse, de asociarse, de cooperar, de compartir la memoria, de forjar nuevas conexiones y hacer proliferar las redes. En este contexto de un capitalismo en red o conexionista, que algunos llaman rizomático, [1] por lo menos idealmente aquello que es común es puesto a trabajar en común. No podría ser de otro modo: finalmente ¿qué sería un lenguaje privado? ¿qué llegaría a ser una conexión solipsista? ¿Qué sentido tendría un saber exclusivamente autorreferencial? Plantear en común lo que es común, poner en circulación lo que ya es patrimonio de todos, hacer proliferar lo que está en todos y en todas partes, ya sea el lenguaje, la vida, la inventiva. Pero esa dinámica, así descripta corresponde sólo parcialmente a lo que de hecho sucede, ya que ella se hace acompañar por la apropiación de lo común, por la privatización de lo común, por la vampirización de lo común emprendida por las diversas empresas, mafias, estados, instituciones, con finalidades que el capitalismo no puede disimular, aún en sus versiones más rizomáticas.
Sensorialidad prolongada
Si el lenguaje, que desde Heráclito era considerado el bien más común, hoy se convirtió en el centro de la propia producción, es necesario decir, que lo común contemporáneo es más amplio que el mero lenguaje. Dado el contexto de la sensorialidad prolongada, de la circulación ininterrumpida de flujos, de la sinergia colectiva, de la pluralidad afectiva y de la subjetividad colectiva de ahí resultante, lo común hoy pasa por el bios social propiamente dicho, por el agenciamiento vital, material e inmaterial, biofísico y semiótico, que constituye el núcleo de la producción económica pero también de la producción de vida común. Es decir, es la potencia de vida de la multitud, en su mezcla de inteligencia colectiva, de afectación recíproca, de producción de lazos, de capacidad de invención de nuevos deseos y nuevas creencias, de nuevas asociaciones y nuevas formas de cooperación, como dice Maurizio Lazzarato en la estela de Tarde, [2] que es cada vez más la fuente primordial de riqueza del capitalismo mismo. Por eso también este común es tenido en la mira por las capturas y secuestros capitalistas, pero es este común igualmente que los extrapola, huyéndole por todos lados y por todos los poros.
Siendo así, estaríamos tentados de redefinir lo común a partir de ese contexto preciso. Parafraseando a Paolo Virno, sería el caso de postular lo común más como premisa que como promesa, más como una reserva compartida -hecha de multiplicidad y singularidad- que como una unidad actual compartida, más como una virtualidad ya real que como una unidad ideal perdida o futura. Diríamos que lo común es una reserva de singularidades en variación continua, una materia a-orgánica, un cuerpo-sin-órganos, un ilimitado (apeiron) apto para las individuaciones más diversas.
Como se puede observar, cuando se concibe lo común como dicho fondo vital, como vitalidad social pre-individual, como pura heterogeneidad no totalizable, nada tiene que ver con las figuras mediáticas, políticas, imperiales que pretenden sedimentarlo, representarlo o expropiarlo. De ahí que la resistencia pasa hoy por un éxodo en relación a esas instancias que trascienden lo común, y sobre todo por la experimentación inmanente de las composiciones y recomposiciones que lo ejecutan.
Ética y Etología
Tal vez el libro en que Deleuze y Guattari mejor hayan recorrido esas dos vías, la del rechazo de las instancias trascendentales y la de la experimentación de ese común inmanente, sea Capitalismo y Esquizofrenia. Contra el Edipo o la forma-Estado, contra el plano de organización trascendente, su unidad y sus capturas, los autores simplemente invocan el plano de consistencia, el plano de composición, el plano de inmanencia. En un plano de composición, se trata de acompañar las conexiones variables, las relaciones de velocidad y lentitud, la materia anónima e impalpable disolviendo formas y personas, estratos y sujetos, liberando movimientos, extrayendo partículas y afectos. Es un plano de proliferación, de poblamiento y de contagio. En un plano de composición lo que está en juego es la consistencia con la cual él reúne elementos heterogéneos, dispares. Como dice la conclusión prácticamente inteligible de Mil Mesetas, lo que se inscribe en un plano de composición son los acontecimientos, las transformaciones incorporales, las esencias nómades, las variaciones intensivas, los devenires, los espacios lisos –es siempre un cuerpo sin órganos. Sea como se quiera llamarlo, Cuerpo-sin-Órganos, Mecanósfera, Plano de consistencia, Plano de inmamencia, el lenguaje spinozista aquí es muy claro, y completamente asumido.
En un pequeño texto de Deleuze sobre Spinoza, de 1978, esa conexión es aún más clara. Allí la sustancia o la Naturaleza única son concebidas como un plano común de inmanencia, donde están todos los cuerpos, todas las almas, todos los individuos. Al explicar este plano, Deleuze insiste en una paradoja: él ya está plenamente dado, y sin embargo, debe ser construido, para que se viva de una manera spinozista.
Hete aquí el argumento. ¿Qué es un cuerpo, o un individuo, o un ser vivo, sino una composición de velocidades y lentitudes sobre un plano de inmanencia? A cada cuerpo así definido, le corresponde un poder de afectar y ser afectado, de modo que podemos definir a un individuo, sea animal u hombre, por los afectos de los cuales es capaz. Deleuze insiste en lo siguiente: de antemano nadie sabe de qué afectos es capaz, aún no sabemos lo que puede un cuerpo o un alma, es una cuestión de experimentación, pero también de prudencia. Es esa interpretación etológica de Deleuze: la Ética sería un estudio de las composiciones, de la composición entre relaciones, de la relación entre poderes. La cuestión es saber si las relaciones pueden componerse para formar una nueva relación “más extendida”, o si los poderes pueden componerse de modo tal de constituir un poder más intenso, una potencia más “intensa”. Entonces, se trata dice Deleuze, de las “sociabilidades y comunidades. ¿Cómo se componen los individuos para formar un individuo superior, al infinito? ¿Cómo un ser puede invadir al otro en su mundo, pero conservando y respetando las relaciones y el propio mundo?” [3]
La más candente de todas las cuestiones, podría ser traducida del siguiente modo: ¿De qué manera se da el pasaje de lo común a la comunidad, a la luz de esa teoría de las composiciones y de la doble óptica que ella implica? ¿Y en qué medida esa comunidad responde a un solo tiempo a lo común y a las singularidades que lo modifican?
Nostalgias de la comunidad
Antes de transmitir algunas indicaciones de Deleuze respecto al tema, cabe un desvío para situar la cuestión de la comunidad en un contexto más amplio. Jean-Luc Nancy, en su libro La communauté dèsœuvrée, [4] recuerda que según la tradición teórica occidental, allá donde existe sociedad, se perdió la comunidad. Quien dice sociedad, ya dice pérdida o degradación de una intimidad comunitaria, de tal manera que la comunidad es aquello que la sociedad destruyó. Es así que habría nacido el solitario, aquel que en el interior de la sociedad desearía ser ciudadano de una comunidad libre y soberana, precisamente aquella comunidad que la sociedad arruinó. Rousseau, por ejemplo, sería el primer pensador de la comunidad, que tenía la “conciencia de una ruptura (tal vez irreparable) de esa comunidad”. Él fue seguido por los románticos, por Hegel… [5] Nancy dice: “Hasta nosotros, la historia habrá sido pensada bajo la profundidad de [una] comunidad perdida -[una comunidad] a reencontrar o a reconstruir”. La comunidad perdida o rota puede ser ejemplificada de varias formas, como la familia natural, la ciudad ateniense, la república romana, la primera comunidad cristiana, corporaciones, comunas o fraternidades… [6] Siempre referida a una era perdida en que la comunidad se tejía en lazos estrechos, armoniosos, y daba algo de sí misma, sea por las instituciones, ritos, símbolos, la representación de su unidad. “Distinta de la sociedad… la comunidad no es sólo la comunicación íntima de sus miembros entre sí, sino también la comunión orgánica de ella misma con su propia esencia”. Ella está constituida por el compartir una identidad, según el modelo de la familia y del amor.
El autor concluye diciendo que sería necesario desconfiar de esa conciencia retrospectiva de la pérdida de la comunidad y de su identidad, así como del ideal prospectivo que esa nostalgia produce, una vez que ella acompaña a Occidente desde su inicio. En cada momento de su historia él se entrega a una nostalgia por una comunidad perdida, desaparecida, arcaica, deplorando la pérdida de una familiaridad, de una fraternidad, de una convivencia. Lo curioso es que la verdadera conciencia de la pérdida de la comunidad es cristiana: la comunidad que ansiaban Rousseau, Schlegel, Hegel, Bakunin, Marx, Wagner o Mallarmé se piensa como comunión, en el seno del cuerpo místico de Cristo. La comunidad sería el mito moderno de la participación del hombre en la vida divina. El ansia de comunidad sería una invención tardía que apuntaba a responder a la dura realidad de la experiencia moderna, de la cual la divinidad se retiraba infinitamente (como lo demostró Hölderlin). La muerte de Dios sería un modo de referirse a la muerte de la comunidad, y traería consigo esa promesa de resurrección posible, en una inmanencia común entre el hombre y Dios. Toda la conciencia cristiana, moderna, humanista de la perdida de la comunidad, va en esa dirección.
La comunidad nunca existió
Nancy, simplemente responde: La communauté n’a pas eu lie. La comunidad nunca existió. Ni los indígenas Guayaqui, ni el espíritu de un pueblo hegeliano, ni la cristiandad. “La Gesellschaft (sociedad) no vino con el Estado, la industria, el capital a disolver una Gemeinschaft (comunidad) anterior, sería más correcto decir que la “sociedad”, comprendida como asociación disociativa de las fuerzas, de las necesidades, de los signos, tomó el lugar de algo para lo cual no tenemos un nombre, ni concepto, y que mantenía una comunicación mucho más amplia que la del lazo social (como los dioses, el cosmos, los animales, los muertos, los desconocidos) y al mismo tiempo una segmentación mucho más definida, con efectos más duros (de soledad, inasistencia, rechazo, etc.) “La sociedad no se construye sobre la ruina de una comunidad… la comunidad, lejos de ser lo que la sociedad había roto o perdido, es lo que nos sucede –interrogante, espera, acontecimiento, imperativo- a partir de la sociedad… Nada fue perdido, y por esa razón nada está perdido. Sólo nosotros estamos perdidos, nosotros sobre quien el “lazo social” (las relaciones, la comunicación), nuestra invención, recae pesadamente…”
Es decir, la comunidad perdida no deja de ser un fantasma. O aquello que supuestamente se perdió de la “comunidad”, aquella comunión, unidad, co-pertinencia, es esa pérdida la que precisamente es constitutiva de la comunidad. En otros términos, y de la manera más paradójica, la comunidad sólo es pensable en cuanto negación de la fusión, de la homogeneidad, de la identidad consigo misma. La comunidad tiene por condición precisamente la heterogeneidad, la pluralidad, la distancia. De ahí la condena categórica del deseo de fusión de comunión, porque implica siempre la muerte o el suicidio, de lo cual el nazismo sería un ejemplo extremo. El deseo de fusión unitaria presupone la pureza unitaria, y siempre se pueden llevar más lejos las exclusiones sucesivas de aquellos que no responden a esa pureza, hasta desembocar en el suicidio colectivo. Además, durante un cierto tiempo, el término mismo comunidad, dado el secuestro del cual fue objeto por parte de los nazis, con su elogio de la “comunidad del pueblo”, desencadenaba un reflejo de hostilidad en la izquierda alemana. Fueron necesarios varios años para que el término fuese desvinculado del nazismo y reconectado a la palabra comunismo. [7] En todo caso, la inmolación, por medio o en nombre de la comunidad, hacía que la muerte fuese reabsorbida por la comunidad, con lo cual la muerte se volvía plena de sentido, de valores, de fines, de historia. Es la negatividad reabsorbida (la muerte de cada uno y de todos reabsorbida en la vida del Infinito) Pero la obra de muerte, insiste Nancy, no puede fundar una comunidad. Muy por el contrario, es únicamente la imposibilidad de hacer obra de la muerte lo que podría fundar la comunidad.
Al deseo de fusión, que de la muerte hace obra, se contrapone otra visión de comunidad, a contramano de toda nostalgia, de toda metafísica de comunión. Según el autor, no surgió todavía tal figura de la comunidad. Tal vez eso quiera decir que aprendemos lentamente que no se trata de modelar una esencia comunitaria, sino más bien pensar la exigencia insistente de una comunidad, más allá de los totalitarismos que se insinúan por todos lados, de los proyectos técnico-económicos que sustituyeron a los proyectos comunitarios-comunistas-humanistas. En ese sentido, la exigencia de la comunidad aún nos sería desconocida, es una tarea, incluso con las inquietudes pueriles, a veces confusas, de ideologías de comunión o de convivencia. ¿Por qué nos sería desconocida esta exigencia de comunidad? Porque la comunidad, a contramano del sueño de fusión, está hecha de interrupción, fragmentación, suspenso, está hecha de seres singulares y sus encuentros. De ahí, porque la idea misma de lazo social que se insinúa en la reflexión sobre la comunidad es artificial, pues elude precisamente ese entre. Comunidad como el compartir de una separación dada por la singularidad. Llegamos así a una idea curiosa. Si la comunidad es lo contrario de la sociedad, no es porque sería el espacio de una intimidad que la sociedad destruyó, sino casi lo contrario, porque ella es el espacio de una distancia que la sociedad en su movimiento de totalización no deja de conjurar. En otras palabras, como dice Blanchot en su libro La communaité inavouable, [8] en la comunidad ya no se trata de una relación de lo Mismo con lo Mismo, sino de una relación en la cual interviene el Otro, y éste es siempre irreductible, siempre en asimetría, éste introduce la asimetría. Entonces, por un lado lo infinito de la alteridad encarnada por el Otro devasta la entereza del sujeto, haciendo desmoronar su identidad centrada y aislada, abriéndolo hacia una exterioridad irrevocable, en un inacabamiento constitutivo. Por otro lado, esa asimetría impide que todos se reabsorban en una totalidad que constituiría una individualidad ampliada, como suele suceder cuando, por ejemplo, los monjes se despojan de todo para formar parte de una comunidad, pero a partir de ese despojamiento se vuelven poseedores de todo, así como en el kibutz, o en las formas reales o utópicas de comunismo. Como contrapartida, está eso que mal osaremos llamar comunidad porque no es una comunidad de iguales, y que sería más bien una ausencia de comunidad, en el sentido de que es una ausencia de reciprocidad, de fusión, de unidad, de comunión, de posesión. Esa comunidad negativa, como la llamó Georges Bataille, comunidad de los que no tienen comunidad, asume la imposibilidad de su propia coincidencia consigo misma. Porque ella es fundada, como diría él, sobre el absoluto de la separación que tiene necesidad de afirmarse para romperse y convertidse en relación, relación paradójica, insensata. Insensatez que está en un rechazo, que tal vez Bartleby, el personaje de Melville, dramatice de la manera más extrema: el rechazo de hacer obra. Es allí donde la comunidad sirve para… nada. Es allí, tal vez, que ella comience a volverse soberana. Tengamos la osadía de llevar ese pensamiento a su extremo, con todo el riesgo que él comporta, ya que no se trata aquí de transmitir una doctrina, sino de experimentar un conjunto de ideas.
Comunidad y soberanía
¿Qué es el soberano, rigurosamente hablando? Es aquello que existe soberanamente, independiente de cualquier utililidad, de cualquier servicio, de cualquier necesidad, de cualquier finalidad. [9] Soberano es el que no sirve para nada, que no es finalizable por una lógica productiva. Hasta literalmente, el soberano es aquel que vive del excedente extraído a los otros, y cuya existencia se abre sin límites, más allá de su propia muerte. El soberano es lo opuesto del esclavo, del siervo, del sujeto sujetado, ya sea a la necesidad, al trabajo, a la producción, a la acumulación, a los límites o a la propia muerte. El soberano dispone libremente del tiempo y del mundo. Es aquel cuyo presente no está subordinado al futuro, en que el instante brilla autónomamente. Aquel que vive soberanamente, si lo pensamos radicalmente, vive y muere del mismo modo que el animal, o un dios. Es del orden de un juego, no del trabajo. La sexualidad por ejemplo es útil, por tanto servil, ya el erotismo es inútil, y en este sentido, soberano. Implica un dispendio gratuito. Del mismo modo la risa, la fiesta, las lágrimas, efusiones diversas, todo aquello que contiene un excedente. Bataille, en su texto Essai sur la souveraineté, afirma que ese excedente tiene algo del orden del milagro, hasta incluso de lo divino. Bataille, llega a darle la razón al Evangelio, según el cual el hombre no tiene necesidad sólo de pan, tiene hambre de milagros. Porque el deseo de soberanía, según Bataille, está en todos nosotros, hasta en el obrero con su vaso de cerveza participa al menos por un instante, en algún grado, de ese elemento gratuito y milagroso, de ese dispendio inútil y por eso glorioso. Eso puede suceder con cualquiera, en la misma medida, frente a la belleza, a la tristeza fúnebre, a lo sagrado o hasta frente a la violencia. Lo más difícil de entender para Bataille es que esas soberanías, que interrumpen la continuidad encadenada del tiempo, no tiene objeto ni objetivo, dan Nada, son Nada (Rien, no el Néant)
Bueno, claro está que el mundo en que vivimos, dice Bataille, es el de la utilidad, el de la acumulación, del encadenamiento en la duración, de la operación subordinada, de las obras útiles, en contraposición a esa dosis de azar, de arbitrariedad, de esplendor inútil, fausto o nefasto, que ya no aparece más en forma de rituales consagrados exteriormente, como en otros tiempos, sino en momentos y estados difusos y subjetivos, de no servilismo, de gratuidad milagrosa, de dispendio o apenas de disipación. En esa soberanía, está en juego una pérdida de sí, detrás de la cual, como en Bartleby, se habla de un rehusarse a la servidumbre. Para jugar con las palabras, diríamos: De No-Sevidumbre Involuntaria. Es algo de ese orden lo que está en juego en la noción de soberanía tal como fue pensada por Bataille, concepción que Habermas considera heredera de Nietzsche y precursora de Foucault. [10]
Mayo del ’68 y el deseo de comunidad.
Ahora, sería necesario retornar al tema de la comunidad, teniendo como telón de fondo esa idea nada convencional, pues es contraria a nuestra tradición productivista y comunicacional, tanto de soberanía cuanto de comunidad. Podríamos acompañar el bello comentario hecho por Maurice Blanchot sobre el Mayo del ’68, luego en la secuencia de sus observaciones respecto a la obra de Bataille sobre la comunidad imposible, la comunidad ausente, la comunidad negativa, la comunidad de los que no tienen comunidad.
Después de una descripción de la atmósfera del Mayo del ’68, que incluye la comunicación explosiva, la efervescencia, la libertad de discurso, el placer de estar juntos, cierta inocencia, la ausencia de un proyecto, Blanchot se refiere al rechazo de tomar el poder al cual se le delegaría algo –es como si fuese una declaración de impotencia. Como una presencia que, para no limitarse, acepta no hacer nada, acepta estar allá. y se rehúsa a durar, a perseverar, que ignora las estructuras que podrían darle estabilidad, en esa mezcla de presencia y ausencia, él escribe: “Es en eso que él es temible para todos los que detentan un poder que no lo reconoce: no dejándose agarrar, siendo tanto una disolución del hecho social cuanto la indócil obstinación por reinventarlo, en una soberanía que la ley no puede circunscribir, ya que él la rechaza”… [11] Es esa potencia impotente, sociedad a-social, asociación siempre presta a disociarse, dispersión siempre inminente de una “presencia que ocupa momentáneamente todo el espacio y no obstante, sin lugar (utopía), una especie de mesianismo no anunciado en absoluto más allá de su autonomía y su inoperancia , el debilitamiento astuto de la red social, pero al mismo tiempo la inclinación hacia aquello que se muestra tan imposible cuanto inevitable –la comunidad.
En ese punto, Blanchot, diferencia la comunidad tradicional, la de la tierra, de la sangre, de la raza, de la comunidad electiva. Y Bataille, cita: “Si ese mundo no fuese constantemente recorrido por los movimientos convulsivos de los seres que se buscan el uno al otro… él tendría la apariencia de un desdén ofrecido a aquellos que hace nacer”. Pero ¿qué es ese movimiento convulso de los seres que se buscan el uno al otro? ¿Sería el amor, como cuando se dice comunidad de los amantes? O el deseo, conforme lo señala Negri, al decir: “El deseo de una comunidad es el del espectro y el alma del poder constituyente –deseo de una comunidad tan real cuanto ausente, trama y modo de un movimiento cuya determinación esencial es la exigencia de ser, repetida, urgente, surgida de una ausencia”? [12] O se trata de un movimiento que no soporta ningún nombre, ni amor ni deseo, pero que atrae a los seres para lanzarlos a unos en dirección a los otros, según sus cuerpos o según su corazón y su pensamiento, arrebatándolos a la sociedad ordinaria? [13] Hay algo de inconfesable en esa extrañeza, que no pudiendo ser común, es no obstante lo que funda una comunidad, siempre provisoria y siempre ya abandonada. Algo entre la obra y la inoperancia…
Tal vez es lo que haya interesado a Jean-Luc Nancy, recalificar una región que ya ningún proyecto comunista o comunitario sostenía. Repensar la comunidad en términos distintos de aquellos que en su origen cristiano, religioso, hayan calificado (a saber, como comunión), repensarla en términos de la instancia de lo “común”, con todo el enigma ahí incluido y la dificultad de comprender ese común, “su carácter no dado, no disponible y, en ese sentido, lo menos ‘común’ del mundo” [14] Repensar el secreto de lo común que no sea un secreto común. El desafío obligó al autor a un desplazamiento, a saber, hablar más de estar-en-común,estar-con, para evitar la resonancia excesivamente plena que fue ganando el término comunidad, llena de sustancia e interioridad, también cristiana (comunidad espiritual, fraternal, de comunión) o más ampliamente religiosa (comunidad judía, “ umma”) [15] o étnica, con todos los riesgos fascistoides de la pulsión comunitarista. Incluso la comunidad inoperante, como la había llamado Nancy en sus comentarios a partir de Bataille, con su rechazo hacia los Estados-nación, partidos, Asambleas, Pueblos, compañías o fraternidades, dejaba intacto ese dominio de lo común, y el deseo (y la angustia) del ser-común que los fundamentalistas instrumentan crecientemente.
El socialismo de las distancias
Que ese tema sea más que una obsesión individual de un autor, lo demuestra su presencia recurrente entre los pensadores de las décadas del ’60 y ’70. En un curso brindado en el Collège de France en 1976-77, por ejemplo, Roland Barthes gira en torno a la cuestión Comment vivre-ensemble (Como vivir-juntos). [16] Él parte de aquello que considera su “fantasma”, pero que visiblemente, no es sólo un fantasma individual, sino el de una generación. Por fantasma, Barthes entiende la persistencia de deseos, el asedio de imágenes que insisten en un autor, a veces a lo largo de toda una vida, y que se cristalizan en una palabra. El fantasma que Barthes confiesa como suyo, fantasma de vida, de régimen, de género de vida, es el “vivir-juntos”. No el vivir-de-a-dos-conyugal, ni el vivir-en-muchos según una coerción colectivista. Algo así como una “soledad interrumpida de manera pautada”, un “poner en común distancias”, “la utopía de un socialismo de las distancias”, [17] en la estela del “páthos de la distancia” evocado por Nietzsche.
Barthes se refiere con más precisión a su “fantasma”, al repasar la lectura de una descripción de Lacarrière sobre los conventos situados en el Monte Athos. Monjes con una vida en común y, al mismo tiempo, cada uno siguiendo su propio ritmo, “Idiorritmia” (idios: propio, ruthmos: ritmo). Ni el monástico, forma excesiva de la “integración”, ni el eremita, forma excesiva de la soledad negativa. La idiorritmia como forma mediana, idílica, utópica. [18]
El fantasma del vivir-juntos (o su contrapartida: el vivir-solo) está muy presente en toda la literatura. Por ejemplo, el vivir-juntos en La Montaña Mágica, de Thomas Mann, al mismo tiempo fascinante y claustrofóbico, o el vivir-solo en Robinson Crusoe, de Daniel Defoe. O la biografía de algunos pensadores, como es el caso de Spinoza, que al final de su vida se retira a Voorburg, cerca de La Haya, donde alquila una habitación y de vez en cuando baja a conversar con sus dueños –verdadero anacoreta, comenta Barthes, al llamar la atención hacia el deseo de crear una estructura de vida que no sea un aparato de vida. En todo caso, es un modo de huirle al poder, negarlo o rechazarlo (anachorein, en griego: retirarse). Hoy dicho ansia podría ser traducido en términos de distanciamiento de la gregariedad, con figuraciones políticas inusitadas.
Lo común y la singularidad cualquiera.
De eso tenemos un bello ejemplo con Giorgio Agamben, en su libro A comunidade que vem. [19] Allí él recuerda una preciosa frase de Heráclito: Para los despiertos hay un mundo único y común, pero para los que están en el lecho cada uno se retuerce sobre sí mismo. Lo Común para Heráclito era el Logos. La expropiación de lo común en una sociedad del espectáculo es la expropiación del lenguaje. Cuando todo el lenguaje es secuestrado por un régimen democrático-espectacular, y el lenguaje se autonomiza en una esfera separada, de modo tal que ya no revela nada y nadie se enraíza en él, cuando la comunicatividad, aquello que garantiza lo común, queda expuesto al máximo y obtura la comunicación misma, [20] alcanzamos un punto extremo del nihilismo. ¿Cómo desligarse de esa comunicatividad totalitaria y vacua? ¿Cómo desafiar aquellas instancias que expropiaron lo común, y que lo trascendentalizaron? Es donde Agamben evoca una resistencia proveniente, ya no como antes de la lucha de clases, un partido, un sindicato, un grupo, una minoría, sino de una singularidad cualquiera, de cualquier persona, como aquel que desafió un tanque en la Plaza de Tienanmen, que ya no se define por su pertinencia a una identidad específica, sea de un grupo político o de un movimiento social. Es lo que el Estado no puede tolerar, la singularidad cualquiera que lo rechaza sin constituir una réplica especular del Estado mismo en la figura de una formación reconocible. La singularidad cualquiera, que no reivindica una identidad, que no hace valer un lazo social, que constituye una multiplicidad inconstante, como diría Cantor. Singularidades que declinan toda identidad y toda condición de pertinencia, sino que manifiestan su ser común –es la condición, dice Agamben, de toda política futura. Bento Prado Jr., refiriéndose a Deleuze, empleó una expresión adecuada para dicha figura: el solitario solidario.
Bloom
Recientemente una publicación anónima inspirada en Agamben contraponía a la comunidad terrible que se anuncia por todas partes -hecha de vigilancia recíproca y frivolidad- una comunidad de juego. [21] Dicha comunidad se basa en un nuevo arte de las distancias, en el espacio de juego entre desertores, que no elude la dispersión, el exilio, la separación, sino que lo asume a su modo, aún en las condiciones más adversas del nihilismo, aún en esa vida sin forma del hombre común, aquel que perdió la experiencia, y con ella la comunidad, pero la comunidad que nunca tuvo, como dijo Nancy, pues esa comunidad que él supuestamente perdió es aquella que nunca existió, a no ser bajo la forma alienada de las pertinencias de clase, de nación, de medio, rechazando siempre aquello que la comunidad tendría de más propio, a saber, la asunción de la separación, de la exposición y de la finitud, como lo había postulado Bataille.
A la vida sin forma del hombre común, en las condiciones del nihilismo, el grupo de Tiqqun le dio el nombre de Bloom. [22] Inspirado en el personaje de Joyce, Bloom sería un tipo humano recientemente aparecido en el planeta, y que designa esas existencias pálidas, presencias indiferentes, sin espesura, el hombre ordinario, anónimo, tal vez agitado cuando tiene la ilusión de que con eso puede encubrir el tedio, la soledad, la separación, la incompletud, la contingencia –la nada. Bloom designa esa tonalidad afectiva que caracteriza nuestra época de descomposición nihilista, el momento en que viene a colación, porque se realiza en estado puro, el hecho metafísico de nuestra extrañeza e inoperancia, más allá o más acá de todos los problemas sociales de miseria, de precariedad, desempleo, etc. Bloom es la figura que representa la muerte del sujeto y de su mundo, donde todo fluctúa en la indiferencia sin atributos, en que nadie más se reconoce en la trivialidad del mundo de mercancías infinitamente intercambiables y sustituibles. Poco importan los contenidos de vida que se alternan y que cada uno visita en su turismo existencial, el Bloom es ya incapaz de alegría alguna, así como de sufrimiento, analfabeto de las emociones de las que recoge ecos refractarios.
De algún modo, en esa existencia espectral se insinúa una estrategia de resistencia, en que el Bloom sustrae al poder (biopoder, sociedad del espectáculo) aquello sobre lo cual éste querría ejercerse. El Bloom es el deseo de no vivir, de hacer nada, él es la nada enmascarada, que desmonta así la pretensión del biopoder de hacerlo vivir. Bloom es el hombre sin atributos, sin particularidades, sin la sustancialidad del mundo, el hombre en cuanto hombre, el antihéroe presente en la literatura del siglo pasado, de Kafka a Musil, de Melville a Michaux y Pessoa –es el hombre sin comunidad. Es donde interviene la posibilidad de que el Bloom quiera lo que él es, que él se reapropie de su impropiedad, que asuma el exilio, la insignificancia, el anonimato, la separación y la extrañeza no como circunstancias poéticas o sólo existenciales, sino también políticas.
Ahora, hecho este desvío, ya estamos en condiciones de volver a Deleuze, no sólo a su perspectiva teórica, tal vez la más importante, sino también a su tono. A propósito del Bartleby, de Melville, aquel escribiente que a todo responde “preferiría no hacerlo” (¿precursor de Bloom?), el autor comenta: la particularidad de este hombre es que él no tiene particularidad alguna, es el hombre cualquiera, el hombre sin esencia, el hombre que se rehusa a fijarse a una personalidad estable. A diferencia del burócrata servil (que compone la masa nazi, por ejemplo), en el hombre común tal como aparece aquí se expresa algo más que un anonimato inexpresivo: el anhelo por una nueva comunidad. [23] No aquella comunidad basada en la jerarquía, en el paternalismo, en la compasión, como a su patrón le gustaría ofrecer, sino una sociedad de hermanos, la comunidad de los célibes. Deleuze detecta entre los norteamericanos, incluso antes de la declaración de su independencia, esa vocación de constituir una sociedad de hermanos, una federación de hombres y bienes, una comunidad de individuos anarquistas en el seno de la inmigración universal. La filosofía pragmatista norteamericana, en consonancia con la literatura norteamericana que Deleuze valora tanto, luchará no sólo contra las particularidades que oponen al hombre con el hombre, y alimentan una desconfianza irremediable de uno contra el otro, sino también contra su opuesto, el Universal o el Todo, la fusión de las almas en nombre del gran amor o de la caridad, el alma colectiva en nombre del cual hablaron los inquisidores, como en el famoso pasaje de Dostoiesvki, y a veces los revolucionarios. Entonces, Deleuze se pregunta: ¿qué queda de las almas cuando ya no se aferran más a las particularidades, lo cual les impide fundirse en un todo? Les queda precisamente su “originalidad”, es decir, un sonido que cada una emite cuando pone el pie en la calle, cuando lleva una vida sin buscar la salvación, cuando emprende su viaje encarnado sin objetivo particular, y entonces, se encuentra con otro viajero, a quien reconoce por el sonido. Lawrence decía que éste era el nuevo mesianismo o el aporte democrático de la literatura norteamericana: contra la moral europea de la salvación y de la caridad, una moral de la vida en que el alma sólo se realiza poniendo el pie en la calle, expuesta a todos los contactos, sin tratar jamás de salvar otras almas, desviándose de aquellas que emiten un sonido demasiado autoritario o demasiado lamentable, formando con sus iguales acuerdos y acordes, también huidizos. La comunidad de los célibes es la del hombre cualquiera y la de sus singularidades que se cruzan: ni individualismo ni comunialismo.
Conclusiones
En este trayecto zigzagueante, recorrimos la comunidad de los célibes, la comunidad de los sin comunidad, la comunidad negativa, la comunidad ausente, la comunidad inoperante, la comunidad imposible, la comunidad de juego, la comunidad que viene, la comunidad de la singularidad cualquiera –diversos nombres para una figura no fusional, no unitaria, no totalizable, de no filiación a la comunidad. Resta saber si esa comunidad puede ser pensada, tal como lo sugiere Negri, como una ontología de lo común. La respuesta ya se insinúa en la primera parte de este texto: en los términos de Deleuze, a partir de Spinoza y sobre todo en su trabajo conjunto con Guattari, y en las condiciones actuales de un maquinismo universal, la cuestión es la del plano de inmanencia ya dado, y al mismo tiempo, siempre por construir. A contramano del secuestro de lo común, de la expropiación de lo común, de la trascendentalización de lo común, se trata de pensar lo común al mismo tiempo como inmanente y como en construcción. Es decir, por un lado él ya está dado, por ejemplo lo común biopolítico, y por otro está por construirse, según las nuevas figuras de comunidad que lo común así concebido podría engendrar.
Este pequeño itinerario puede servir para que descubramos la comunidad allá donde no se veía comunidad, y no necesariamente reconocer la comunidad donde todos ven comunidad, no por un gusto de ser excéntrico, sino por una ética que contemple también la extravagancia y las líneas de fuga, nuevos deseos de comunidad emergentes, nuevas formas de asociarse y disociarse que están surgiendo, en los contextos más auspiciosos o desesperantes.
VIDA CAPITAL: Ensaios de biopolítica. Peter Pál Pelbart. Iluminuras Editora, São Paulo, Brasil, 2003.
Traducción: Andrea Álvarez Contreras.
(T.A.A.) Traducción autorizada por el autor.
Buenos Aires, 30 de marzo de 2005.