Toda obra es un viaje, toda obra es un trayecto [1] , dice Deleuze en el “Prólogo” de su último libro publicado en vida. El día 29 de septiembre de 1911, Kafka anotaba en su diario la siguiente observación sobre el mismo tema: “Reflexiones de Goethe sobre sus viajes, diferentes de los nuestros porque fueron hechos desde un carruaje y evolucionan de una manera más simple conforme las lentas transformaciones del terreno y pueden ser seguidos incluso por el que no conoce la región. Eso genera un modo de pensamiento sosegado, propiamente panorámico. Dado que el paisaje se ofrece incólume, en su carácter innato al ocupante del vehículo, y también los caminos dividen el campo de un modo mucho más natural que las vías férreas […] no provoca violencia al espectador que puede, sin gran esfuerzo, ver las cosas sistemáticamente. Por eso hay pocas observaciones instantáneas en esas notas” [2]. Por un lado ir en carruaje por la calle, como Goethe, siguiendo el contorno natural del paisaje, en una continuidad serena, en una positividad panorámica. Por otro, ir en tren como Kafka, sobre las vías férreas, desafiando el curso de la naturaleza, entrecortándola, atravesando montañas, terrenos baldíos, fondos de patios, en una velocidad de shock, donde el mundo aparece en un zigzag perturbador. Qué maneras distintas de viajar, de mirar, de describir, de escribir, de vivir. El carruaje, la continuidad, la majestuosidad, la sistematización; o sino el tren, el zigzag de las cosas, la instantaneidad entrecortada… Son dos estilos, por cierto, dos maneras de observar las cosas, de acompañarlas o de entrar en ellas.
Hete aquí, a título de ejemplo, una descripción extraída del diario de Kafka, pero en este caso no de una región sino de un paisaje anímico. Kafka cuenta un encuentro con el Sr. K. “Charlatanerías del Dr. K. Durante dos horas, hice cien pasos con él a través de la estación Francisco José, rogándole de una vez por todas que me dejase ir, juntando las manos con impaciencia y escuchándolo tan poco cuanto fuese posible. Me pareció que un hombre que hace un buen trabajo en su profesión termina necesariamente perdiendo todo discernimiento tan luego se pone a contar anécdotas profesionales; él toma conciencia de su valor, cada anécdota suscita encadenamientos de ideas –y numerosos- que los junta todos a un solo golpe de vista porque los vivió; en su prisa y por respeto a mí, es obligado a saltear muchos de ellos; de mi parte, yo le destruyo algunas por mis cuestiones, pero de ese modo, todavía hago nacer otras anécdotas, mostrándole así que su poder igualmente se extiende muy lejos en el interior de mi pensamiento; en la mayoría de esas historias, su persona desempeñó un bello papel al cual él se contenta en aludir, por lo que las cosas calladas le parecen a él ganar importancia; pero ahora él está tan seguro de mi admiración que puede hasta quejarse, pues sigue admirable, incluso en la tristeza, en los tormentos, en las dudas […] y henos nuevamente en vías de subir y bajar la calle […] por fin ya no le resta medio alguno para retenerme, hace todavía un intento volviendo a mi propio caso (fundación de la fábrica) motivo por el cual vine a buscarlo y que nosotros ya acordamos hace tiempo; él espera inconscientemente poder asegurarme por esa vía y devolverme a mis historias. En ese momento, digo alguna cosa, pero al hablar le extiendo a propósito la mano para decirle adiós y es así que me libero. De hecho, él sabe muy bien contar una historia. Su manera de contar combina la precisión con la cual se despliegan las frases jurídicas y esa vivacidad de elocución que se encuentra a menudo entre los judíos cuando son gordos, oscuros, provisoriamente bien de salud, de estatura mediana y excitados por el uso continuo del tabaco. Las expresiones jurídicas dan solidez a sus frases […] Cada historia es desarrollada desde su origen, la interrogación y la objeción son expuestas y literalmente sacudidas por las digresiones que él mismo introduce en la exposición; elementos accesorios en los cuales nadie pensaría se encuentran primero mencionados, después calificados de accesorios y alejados (“un hombre, poco importa su nombre”). El interlocutor se ve personalmente conducido a un costado, en cuanto la historia se condensa a su lado, él es sometido a una interrogatorio destinado a establecer algunas relaciones provisorias, él es inquirido -claro que, sin resultado- antes aún que se le comience a contar una historia que no le interesa en absoluto; las observaciones deslizadas por el interlocutor no son retomadas enseguida, lo cual sería irritante, claro que ellas no tardan en encontrar su lugar en el curso del relato, sino solamente en el momento prudente, es una manera concreta de elogiar que arrastra al interlocutor hacia el corazón de la historia, pues le da particularmente el derecho de ser el interlocutor en ese diálogo.” [3]
Es el tren de la mirada de Kafka atravesando las sinuosidades del Sr. K., perforándolas y revelando en su trayecto la autosuficiencia saludable y pegajosa del gordo jurista. Un cierto humor que detecta en cada gesto la mezquindad, la viscosidad, la soberbia del interlocutor. Frente al Sr. K., Kafka parece frágil, impotente como ante una montaña, y sólo le resta querer huir, aunque traspasándola. No significa huir del mundo, sino de una cierta salud rígida del mundo, redonda, perfecta, acabada, inamovible como una montaña, para oponerle otro estado, una imperfección, algo inacabado, una inmadurez por la cual el mundo pueda después invadirlo, hasta tomarlo por asalto, pero de otra manera. Los tramos de Kafka sobre sus insomnios, su exagerada susceptibilidad, su estado de fatiga: “Creo que ese insomnio se debe únicamente al hecho de que escribo. Pues por poco o mal que yo escriba, permanece el hecho de que esos pequeños temblores provocan mi susceptibilidad; siento, al anochecer y sobre todo de mañana, la aproximación, la posibilidad inminente de grandes estados de exaltación que me tornarían capaz de todo, pero enseguida, en medio del barullo general que está en mí y al cual no tengo tiempo de dar órdenes, no logro encontrar reposo […] Pero por ahora, al lado de las pequeñas esperanzas que él me hace nacer, ese estado sólo me hace mal, no disponiendo mi naturaleza de una comprensión suficiente para soportar la actual mezcla; durante el día, el mundo visible me socorre; de noche, nada se opone a que sea lacerado. Eso siempre me hace pensar en lo que sucedería en París durante el sitio [4] y hasta La Comuna, cuando la población de las periferias del Norte y del Este, hasta entonces desconocida para el parisino, llevaba horas para entrar en París y avanzaba literalmente de hora en hora por las calles que convergen en el centro, al ritmo brusco de las agujas del reloj”. [5]
El inacabado esencial
Una salud muy frágil, una debilidad, una extenuación, una cierta confusión nerviosa configuran esa permeabilidad que, según Kafka, favorece la intrusión de personajes distantes y desconocidos capaces de tomar por asalto el centro del sujeto. El dramaturgo polaco Witold Gombrowicz llevó hasta las últimas consecuencias la importancia de esa deformidad, de ese inacabado, de lo que él llamó la inmadurez necesaria del artista. Dice Gombrowicz: el escritor es un amante de la Inmadurez, así como el hombre adulto y acabado es tentado por lo joven, por lo inferior, por lo irresponsable, por lo liviano, pues es donde la vida se encuentra en estado más embrionario, donde todavía no tomó enteramente la forma. Al relatar su amistad con Bruno Schultz, Gombrowicz comenta: “Él me admiraba, yo no lo admiraba. Hubo ahí una especie de cortocircuito, y cuánto mejor. ¿Qué habría sucedido si yo hubiese respondido a su admiración por mi admiración? ¿Será que eso no nos habría vuelto demasiado pesados para experimentar […] en nosotros mismos? Oh, claro, tanto él como yo buscábamos la admiración, la confirmación […] el vacío es extenuante […] ¿Pero acaso estaría en nuestro estilo una armonía real? Mucho más conforme a nuestro estilo sería, por el contrario, ese fiasco que hizo que la mano que él me extendió no encontrase la mía –esa situación típicamente schultziana, y tampoco extranjera a mi problemática, al menos nos permitía conservar la libertad bizarra de seres aún por nacer, la naturaleza particular de los embriones –lo que nos volvía leves frente a la Forma.” [6]
Inocencia de los embriones, valorización de la Inmadurez, elogio de la juventud, la fuerza de lo inacabado. Como dice Deleuze: “[el escritor] goza de una frágil salud irresistible. Que proviene del hecho de haber visto y oído cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes, irrespirables, cuyo pasaje lo agota, dándole -no obstante- devenires que una gorda salud dominante volvería imposibles”. [7] La fragilidad del escritor no es neurosis, ni psicosis, sino porosidad al exceso, apertura y permeabilidad hacia aquello que una gorda salud, una autosuficiencia acabada, madura, cerrada, concluida, funcionando demasiado bien, jamás podría albergar, cobijar, favorecer. El escritor es aquel que vio demasiado, que escuchó demasiado, que fue atravesado demasiado por lo que vio y escuchó, que se desfiguró y desfalleció por eso que es demasiado grande para él, pero en relación a lo que él sólo puede mantenerse permeable si permaneciera en una condición de inacabado, inmadurez, imperfección, fragilidad. Ejemplo del neorrealismo italiano, donde los personajes, estupefactos por la visión de la guerra, de la miseria o de la naturaleza revuelta exclaman: ¡Es terrible, es demasiado bello! (Strómboli, Vittorio De Sica) La gorda salud dominante es incapaz de ver, de escuchar y dejarse atravesar por tanto exceso…
El estómago fenomenal
¿Qué es la gorda salud dominante? He aquí un ejemplo lateral, tomado de una novela de D.H. Lawrence intitulado La Serpiente Emplumada. Una irlandesa, acompañada por un norteamericano y un inglés, están viajando por México, van a una corrida de toros. El norteamericano, rodeado de mexicanos de mirada siniestra y amenazante, en medio de la lluvia, y frente al toro ensangrentado, casi en una crisis de nervios, se convence de que él está en vías de “vivir”, de que esto “¡Era la verdadera vida! Es la pregunta que ronda en las novelas de Lawrence y en la voz de sus personajes: ¿será esto la vida, será esto vivir, vivir es esto? A su vez, la irlandesa Kate en un combate terrible contra aquello que el norteamericano llamaba “vivir”, como la corrida de toros, el té, la explosión de modernismo en las artes, comienza a entender que lo “que se entiende por la palabra “Vida” no pasa de un error que proviene de nuestros cerebros” … Y se dice a sí misma, en el diapasón de su ritual de iniciación con los indígenas: “Vos debés nacer de nuevo”. Las costas de un combate con la insaciable vida, con el dragón de la existencia degenerada e incompleta, se debe recibir esa flor delicada del ser que se marchita ante el mínimo toque”. [8] Lawrence muestra el contraste entre blancos e indígenas, estos adoradores de la muerte que aceptan el vacío sin reserva, y que así preservan una extraña llama de vida y una levedad incomprensibles. [9]
Dejemos que haga eco la pregunta más general, de Lawrence, tal vez de Kafka, de Gombrowicz, ciertamente de Deleuze: ¿será la vida esa gorda salud de espectáculo, de susurro extasiado ante lo sensacional, de ese acaparamiento del mundo por un estómago fenomenal, que deglute todo porque también expele todo? O, por el contrario, ¿estará la vida más próxima a una fragilidad ante el exceso, y también por consiguiente, de una cierta selectividad? Tema nietzscheano, la vida como paladar, y el paladar horrible de los alemanes, su gusto por la cerveza y por las salchichas, y por lo espectacular y por lo pesado …
Tal vez sea necesario releer toda esa cuestión en términos de alimentación. Es lo que el poeta Henri Michaux dice de manera tan simple: “escribí esos textos para mi salud. Quien se alimenta de los sonidos y de ciertas relaciones de sonido, siente que eso le conviene, [al paso que para] otro serán los espectáculos y las relaciones reveladas por la biología, para otro la psicología, que el cálculo matemático o el estudio de la metafísica dejarían siempre desnutrido (o viceversa) […] Pero todo eso no está claro ni es excluyente entre las personas saludables. Todo les conviene, a esos groseros individuos, como a los buenos estómagos. Sucede lo contrario a ciertos enfermos que dicha falta de euforia, tal inadaptación a las pretendidas felicidades de la vida, que para no ahondar, son obligados a recurrir a ideas nuevas, inclusive reconocerse y hacerse reconocer como Napoleón I o Dios el Padre. Ellos forjan su personaje según su fuerza declinante, sin construcción, sin el relieve y la valorización, habituales en las obras de arte, pero con pedazos, piezas y combinaciones de azar donde la única cosa que parece firme es la convicción con la cual ellos se aferran a esa tabla de salvación […] Nada de la imaginación de los profesionales. Ni temas, ni desarrollos, ni construcción, ni método. Al contrario, sólo la imaginación de la impotencia en conformarse […he aquí una] operación al alcance de todo el mundo y que parece tan provechosa para los flacos, los enfermos y débiles, los niños, los oprimidos e inadaptados de toda suerte”. [10]
La gorda salud dominante, que devora y expele todo, y que preserva la propia forma a lo largo de toda su operación omnívora, en un majestuoso paseo por el mundo, y la frágil salud irresistible, que por no engullir cualquier cosa y no empacharse [11] puede permanecer más abierta y permeable a muchas cosas con las cuales entra en extrañas relaciones de choque y metamorfosis… mantener la forma o transfigurarse, aferrarse al propio formato o estar sujeto a las metamorfosis que advienen de esa relación con un exterior –dos políticas en relación a la Forma, a las formas que la vida produce.
La vida encarcelada
Pero finalmente ¿cuál es la forma dominante? ¿No es que ella es tan indeseable? ¿Qué se inventa con la pequeña salud frágil? ¿Nos arriesgamos a tomarla como un nuevo modelo? ¿Qué es la salud y la enfermedad, desde el punto de vista de la vida? ¿Qué función desempeña en eso la literatura?
Deleuze plantea la cuestión en los siguientes términos: “¿Qué salud bastaría para liberar, en todas partes, la vida donde esté encarcelada por el hombre y en el hombre?” [12] Ninguna salud bastaría para dar cuenta de esa tarea, liberar en todas partes la vida donde esté encarcelada… Los autores que le gustan a Deleuze, que él cita, que cultiva, que utiliza, tienen esa característica curiosa –una extraña relación con el vitalismo. He aquí un pequeño ejemplo, en un nivel todavía discursivo, de contenido, tal como es expuesto por uno de los personajes de Lawrence, un general mexicano que se declara el Dios Quetzacoatl: ¿Qué hacer de la vida sino vivir? Busquemos la vida donde se pueda encontrarla. Una vez que la hayamos encontrado, ella misma resolverá los problemas. Cada vez que negamos la vida a fin de resolver una dificultad, hacemos nacer otros diez problemas en vez del primero […] Cuando los hombres busquen en primer lugar la vida, ellos no buscarán más las tierras ni el oro […] Buscá la vida y la vida traerá cambio…/Todo lo que es vida es vulnerable, sólo el metal es invulnerable. Combatí por el frágil comienzo de la vida, pero entonces no cedas jamás”. [13] He aquí un concepto de vida en las antípodas de cualquier tipo de fascismo. Es un discurso político tanto más extraño por cuanto defiende con vigor una relación primordial con aquel estado embrionario del que habla Gombrowicz. [14]
Es también aquello, que en otro contexto, dice Artaud respecto de Van Gogh: “Porque la humanidad no quiere tomarse el trabajo de vivir, entrar en la natural convivencia de las fuerzas que forman la realidad, para sacar de ahí un cuerpo que no podrá venir a deshacer tempestad alguna. Siempre prefirió simplemente existir. Respecto a la vida, en el genio del artista es que ella tiene el hábito de ir a buscarla. Van Gogh que tenía quemada una de sus manos, nunca tuvo miedo de la guerra para vivir, es decir, para robarle a la idea de existir el hecho de vivir, y es bien cierto que todo puede existir sin tener el trabajo de ser, y todo puede ser sin tener el trabajo, como Van Gogh el furioso, de brillar y resplandecer. Y por eso Van Gogh se suicidó, pues el concierto de toda la conciencia dejó de poder soportarlo […] Y el rey Van Gogh soñaba con planear el próximo alerta de la insurrección de su salud. ¿Cómo? Por el hecho de que la buena salud sea plétora de pulidos males, formidables ardores de vivir por cien heridas roída […] Quien no huela la bomba quemada y el vértigo comprimido no es digno de estar vivo”. Al preguntarse quiénes serían los jóvenes nietzscheanos hoy, Deleuze se hace eco de esas palabras de Artaud, vivir no es sólo existir, sino arrancar de la existencia la vida, donde ella esté encarcelada, equilibrada, estabilizada, sometida a una forma mayoritaria, a una gorda salud dominante. Frente a eso, la vida como palpitación, ardor a ser liberado…
Agreguemos un último ejemplo, el de Henry Miller, en Nexus. Al abordar la importancia de la verdad, una voz interior le susurra: existe también la literatura. Y él responde: ¡Al diablo la literatura! El libro de la vida, es lo que yo escribiré. [15] Sin embargo, frente a él parece retroceder, al explicar el oficio de escribir: “Para nacer águila, es necesario habituarse a la altitud, para nacer escritor es necesario aprender a amar las privaciones, los sufrimientos, las humillaciones. Y sobre todo, es necesario aprender a vivir al margen. Tal como el perezoso, el escritor se suspende en su dificultad en cuanto debajo suyo la vida corre, incesante, tumultuosa. Cuando él está pronto, ¡Ploc! Él cae en la ola y en la lucha por la vida…” [16] No obstante, no siempre en esa caída lo que se encuentra es la vida: “Pero acaso todo no conspiraba –las bellas, nobles y grandes obras así como las bajas y sórdidas- para convertir a la vida cada día menos vivible? ¿Para qué los poemas sobre la muerte, las máximas y los consejos de los sabios, los códigos y las mesas de los hacedores de leyes, para qué buenos jefes, pensadores, artistas, si los propios elementos que constituyen la trama de la vida no pueden ser transformados?”
¿Y cómo responder a la tentación de transformar los propios elementos que constituyen la trama de la vida? ¿Cómo sostener un proceso, en la literatura o en la vida, capaz de liberarla de aquello que la vuelve invivible, aprisionante?
Los devenires de Kafka
Según Deleuze, una de las características del proceso es su capacidad de traspasar fronteras, como aquellas existentes entre lo animal, lo vegetal y lo mineral; o entre lo humano y lo inhumano, lo individual y lo colectivo, lo masculino y lo femenino, lo material y lo inmaterial, etc. Devenir-mujer, devenir-animal, devenir-molécula, devenir-imperceptible, devenir-indígena, son algunos de los pasajes de los que se es capaz y que la escritura favorece. Al liberar la vida de las individualidades estancadas en que ella se ve encarcelada, sea en los géneros, en las especies, en los reinos apartados, la literatura favorece otras tantas metamorfosis, saltos intensivos, salidas. Los devenires-animal de Kafka, por ejemplo. Transformarse en perro, mono, insecto, experimentar –como los niños- un devenir-animal que le permita al personaje escapar del padre, del burócrata, del inspector, del juez… Transformarse en un animal no es propiamente imitar a un animal, sino alcanzar un mundo de intensidades puras en que las formas y significaciones humanas, demasiado humanas, pierden su impregnancia. Como en La Metamorfosis: “Gregor se transforma en cucaracha, no sólo para escapar de su padre, sino ante todo para encontrar una salida donde su padre no la supo encontrar, para huir del gerente, del comercio y de los burócratas, para alcanzar esa región donde la voz sólo murmura” Es una línea de fuga, pero que no va hasta el final, fracasa en el medio, se vuelve edípica -y es de eso que muere Gregor.
El principio más general de la lectura de la obra de Kafka emprendida por Deleuze y Guattari va a contramano de la mayoría de las interpretaciones, pues evita “interpretar una obra que en verdad se propone sólo a la experimentación”. ¿Qué se experimenta en Kafka? Los impasses y las salidas en los estados del deseo. Tomemos el ejemplo más simple. Hay muchos retratos en Kafka, fotos con cabezas inclinadas, es el deseo sometido, el deseo que impone la sumisión, el deseo que juzga y condena, el punto en que las conexiones son impedidas. Pero, en compensación existen las cabezas que se yerguen, que cuando se levantan llegan a atravesar los tejados…
En Kafka siempre estarían en juego tales maneras de experimentar las salidas. No es la cuestión de la libertad sino la de la salida. ¿Dónde está aquella pequeña línea heterogénea que escapa al sistema, qué elemento va a desempeñar el papel de singularidad, qué es aquello que hará huir al conjunto? En ese sentido, siempre se trata de una política, de un protocolo de experimentaciones, a través de la voz, del sonido, de los gestos, de los devenires más insólitos. La pregunta no es qué quiere decir sino cómo se entra, cómo se sale, cómo se huye, cómo se escapa -o sea, más que posiciones, estados del deseo en relación a una máquina, la máquina de justicia, la máquina familiar, la máquina capitalista, la máquina tecnocrática… Qué líneas, qué proceso, qué caminos, qué adyacencias se inventan al abrir los callejones sin salida, al desbloquearlos. Es una lectura más intensiva que significante, más geográfica que histórica, más del orden de las líneas que de las estructuras.
Kafka no hizo uso de los sentidos ocultos -simbolismo, onirismo, esoterismo, como otras escuelas literarias contemporáneas a él. Llevó adelante su proyecto literario no por exceso, sino a fuerza de sobriedad, de simplicidad. Es una especie de no figurativismo en el lenguaje, que deja emerger la expresión material intensa, al máximo libre del Sentido. Como el canto, que en Josefina alcanza un punto en que roza su propia abolición y lo que libera es una pura materia sonora intensa, algo que escapa a la significación, a la composición, al habla, sonoridad en ruptura, especie de línea de fuga.
¿Cómo liberar la intensidad del yugo del sentido, de la significación, de la figura, de la metáfora? Por ejemplo, a través de los saltos y caídas, diferencias de estado, variaciones de estado… Entonces un hombre se convierte en animal, o un animal que se vuelve hombre, no es una metáfora sino una metamorfosis, un devenir, un cambio de estado, un cambio intensivo, por el cual se extraen del lenguaje tonalidades sin significación, haciendo vibrar secuencias, abriendo las palabras hacia intensidades interiores inauditas. Escribir sería distribuir estados en el abanico de la palabra.
En cuanto a las líneas de fuga, no se trata de huir del mundo, sino hacer huir el mundo, un cierto mundo, una cierta representación de mundo. Observar como una langosta: ¡Qué manera insólita de desintegrar el mundo sin precisar siquiera criticarlo a través de representaciones! La crítica es un recurso menor, que se queda en la representación y todavía sigue presa del terreno codificado y territorial. “Es por la potencia de su no crítica que Kafka es tan peligroso”. [17] A través de ese procedimiento intensivo, de decodificación y de desterritorialización, se cumple su programa; estar en su propia lengua, como extranjero. Hacer escapar al lenguaje de su uso mayor, uso de Estado, lengua oficial: es cuando la máquina literaria se convierte en una máquina de guerra, y la línea de fuga una línea de fuga activa.
Insistencia de Deleuze y Guattari en la alegría de Kafka y del circo que él hace con los temas que otros se toman tan en serio (angustia, culpa, soledad) e interpretan apolíticamente –la interpretación baja, neurótica, individual. Ellos dicen que en Kafka no se trata de soledad, culpa, infelicidad íntima sino de la línea de fuga creadora que “trae con ella toda la política, toda la economía, toda la burocracia y la jurisprudencia: él las chupa como un vampiro, para hacerlas emitir sonidos aún desconocidos, que pertenecen al futuro próximo –fascismo, stalinismo, imperialismo, las potencias diabólicas que golpean la puerta.”
Los autores se distancian del foco dado por la crítica a los temas de la teología, de la trascendencia de la ley, del a priori de la culpa -nada de eso es esencial en Kafka. Él habría llevado adelante el proyecto diabólico de hacer el desmontaje y demolición de la ley, de la culpa, de la interioridad, encontrando los puntos de desenrosque que deben guiar la experimentación. [18] La tonalidad afectiva de las cartas es el miedo, no la culpa, la de las novelas es la fuga, no la culpa, al mismo tiempo que en las novelas es el desmontaje jurídico y, una vez más, no la culpa.
Miedo, fuga, desmontaje, tres pasiones, tres intensidades… Y en vez de trascendencia de la ley, el agenciamiento maquínico de la justicia, todos sus detalles, sus contigüidades, su inmanencia, el eros burocrático, jurídico, capitalista, el deseo de los engranajes, esa mezcla de deseo y poder en el interior de una máquina… En relación a ese conjunto la crítica es inútil, se trata antes de adoptar un movimiento de aceleración o proliferación, que hace precipitar todo, “un reloj que adelanta”, que arrastra todo haciendo que ese arrebato “produzca líneas de fuga o de detención, aún modestas, aún trémulas, aún y sobre todo a-significantes”. En ese sentido, desmontar un agenciamiento es tomar una línea de fuga, y la máquina literaria es capaz de anticipar y de precipitar contenidos “en condiciones que, para bien o para mal, se refieren a toda una colectividad”.
Abandonar la forma del yo
Nos preguntábamos más arriba: ¿cuál es la forma dominante de la cual nos liberan los devenires? Es la forma del hombre-blanco-macho-racional-europeo, modelo mayoritario de la salud y de la cultura de Occidente. ¿Y cómo deshacer el Rostro del hombre blanco, así como la subjetividad, la pasión, la conciencia y la memoria que lo acompañan? Tal vez la literatura y los devenires que ella propicia reciban ahí una de sus funciones “políticas”. Es toda una impregnancia del modelo de “salud” que la literatura deja al abandonar la Forma-hombre, al embarcarse en devenires minoritarios, inhumanos, plurales. De ahí el porqué, dice Deleuze con tanta insistencia, escribir no es contar sus recuerdos, sus viajes, sus amores, sus fantasmas. En un cierto sentido es todo lo contrario. Pues escribir es abandonar precisamente el yo, esa forma dominante, hegemónica, personalista, edípica, neurótica, ese estado nocivo a través del cual una cierta literatura insiste en perpetuarse. Escribir es abandonar ese cortejo mórbido, pues sólo así la literatura puede responder a la función propuesta por un linaje de autores que Deleuze pretende hilvanar: la de liberar la vida en todas partes donde esté encarcelada –y ella está encarcelada en las formas constituidas, sobre todo en la forma dominante del yo. Por lo tanto, la literatura para ser lo que le cabe ser, es decir, vital, debería –en lo que parece representar una paradoja- volverse impersonal. Impersonal no quiere decir objetiva, sino ajena a la forma personal del yo, a sus dramones psicológicos, a sus cantinelas sentimentales –es necesario que todo eso sea barrido por algo más sobrio, más invisible, más impalpable, más anónimo. Sin duda, fue Blanchot quien mejor caracterizó la necesidad de dicho impersonal. Por ejemplo, el uso del pronombre personal se, el on francés, esa tercera persona que surge en la escritura y que la abre hacia una dimensión “neutra”. El impersonal de la escritura atrae al yo hacia una esfera más evanescente, plural, fragmentaria, intensiva, donde pueden brotar otros devenires que la forma del yo esconde o sepulta, que ella espantaría con su musculatura y salud demasiado atléticas o, por el contrario, excesivamente llorosas.
La percepción del ángel
En Materia e Memória (Materia y Memoria) Bergson decía que nuestra percepción es un tamiz: percibimos aquello sobre lo que podemos ejercer una acción, de modo que nuestra percepción es el espejo de nuestra acción virtual. La percepción es selectiva, borra aquello que no le interesa y sobre lo que el ser vivo no puede ejercer acción alguna. ¿Pero qué sucedería si pudiésemos traspasar ese filtro de la percepción, contorneando su válvula, ese dosaje que según Bergson nuestro sistema sénsoro-motor impone a nuestra percepción? Una de las respuestas posibles se encuentra en la novela de Malcom Löwry, Á sombra do vulcão. El Cónsul alcohólico vaga en medio de México, y desde el fondo de su embriaguez percibe la masa de átomos interactuando, sin centro, ni alto, ni bajo, ni derecha ni izquierda, estado en que cada átomo se pone a fluctuar y está en relación con todos los otros átomos, afectado por ellos, percibiéndolos todos. Saturado de átomos, el Cónsul se agita en una variación cuántica, grados de luz que lo atraviesan, sin que él sea llevado a poner –como sugería Bergson- la tela negra de la conciencia para filtrar, seleccionar, fijar y revelar algunos de ellos, en una estructuración espacio-temporal. Así, en ese estado las transiciones, pasajes y oscilaciones son más importantes que los contornos estables que ellas detonan. Y el Cónsul se debate en una nebulosa cuántica, en esa agitación molecular, en una especie de impotencia de definir, desfalleciendo en las microfisuras entre las cosas, en los intervalos que ganan independencia, en ese hormiguero infinitesimal, de ondas y partículas, átomos y desvíos. Es como si el ruido de fondo emergiese, traspasando el umbral de mero fondo al cual nuestra percepción acostumbra a relegarlo.
Es sin duda también el toque del ángel que Win Wenders percibe al pasear por Berlín, él que no selecciona, no delimita, no recorta, pues es el murmullo del Universo entero lo que él escucha, con sus suspensos, su catatonía. Ésa es la sensibilidad del ángel, la sensibilidad inhumana, capaz de registrar los pasajes súbitos, la evanescencia de lo continuo, los desfallecimientos, aquello que es menor que lo menor, toda una física de las cualidades sensibles, a veces intolerables, todo ese rumor, esos pliegues interminables que un ángel roza con la punta de los dedos y el hombre también, eventualmente, bajo determinadas condiciones. El Cónsul tal vez sea una mezcla de ángel y fiera, llevado a su estado de impotencia, pero dicha impotencia y fragilidad son precisamente la condición de posibilidad de una percepción inhumana. La cuestión es la misma: ¿Cómo llevar la forma-hombre hacia ese límite en que el hombre pueda relacionarse con otras fuerzas, pero sin que en ellas se pierdan enteramente? ¿Cómo vivir en los pliegues, pero vivir? ¿Cómo soportar ese estado de meta-estabilidad plástica? ¿Cómo alcanzar eso que es menor que lo vivible, y que justamente por eso sólo una aprehensión intensiva podría captar?
“Existen fuerzas en el interior del hombre que lo fuerzan a espantarse consigo mismo”, dice Lowry. La literatura consistiría en experimentar esas fuerzas que fuerzan al hombre a espantarse consigo mismo. El yo, o la conciencia, sólo asisten y en una especie de impotencia asustada. El Cónsul tiene conciencia de estar perdiendo el control sobre sus moléculas y átomos. Pero esa conciencia es secundaria en relación a lo esencial, ella es –como dice Jean-Clet Martin a quien sigo de cerca en ese comentario sobre Löwry- no sonámbula, sino vigía. [19] Ella percibe su impotencia frente al inconsciente molecular en que fluctúa, ese campo pre-individual saturado de entidades embriagadas, vagas.
Cuando reparamos en esa relación entre la impotencia de la conciencia o de la percepción y la potencia de lo percibido, la frágil pequeña salud y el tamaño que le corresponde vivir y percibir, la salud es como que cambia de lado.
Retomemos el leitmotiv del texto de Deleuze intitulado “La literatura y la vida”, también incluido en Crítica y Clínica. La función de la literatura, es liberar la vida en todas partes en que esté encarcelada. La condición de la literatura, es abandonar el pronombre personal yo, la forma personalista, autobiográfica, identitaria, edípica, neurótica. El proceso de la literatura: la metamorfosis, la manera por la cual experimenta los diversos devenires, devenires minoritarios, devenir-mujer, devenir-molécula, devenir-dios, devenir-sol, devenir-insecto, devenir-indígena… Ya podemos esbozar un movimiento más respecto de aquello que Deleuze considera la salud como literatura: inventar un pueblo que falta.
El pueblo que falta
Es un tema constante en Deleuze, que la literatura pero también las artes en general, e igualmente la filosofía, claman por un pueblo que falta. Eso significa que no le cabe a la literatura representar al pueblo, mucho menos describirlo, ni tampoco dirigirse a él. No suponer un pueblo, sino contribuir a su invención. [20] Inventar un pueblo, qué pretensión… y sin embargo, la idea de Deleuze es la más sobria. Se trata de desmontar una idea maciza, molar, mayoritaria y hegemónica del pueblo, captando las desterritorializaciones que lo atraviesan, los poblamientos minoritarios que en él emergen, los devenires que ahí pululan, las minorías que se forjan todo el tiempo en su interior. Sobre todo se trata de reparar en los procesos de minorías, de diferenciación, de bastardear, de marginar que lo hacen derivar, con todas las lenguas menores que lo sacuden constantemente forzándose a reinventarse. “Aunque cada uno de nosotros tenga que descubrir en sí mismo su minoría íntima, su desierto íntimo”, … no se trata de cambiar la defensa del pueblo por la defensa de las minorías, sea de gays, mujeres, locos u otros tantos grupos que terminan adoptando discursos identitarios, molares, además de albergar o suscitar esos procesos de singularización en que hasta un célibe, en su línea de fuga, forje una comunidad cuyas condiciones actualmente tampoco aún están dadas, como dice Deleuze.
Cuántos solitarios aparecen a lo largo de esos textos valorizados por Deleuze, como Bartleby, de Melville… Esos individuos no revelan sólo el rechazo de una sociabilidad envenenada, sino son el llamamiento hacia un tipo de solidaridad nueva, aún por venir. Al comparar a Deleuze y Wittgenstein, Bento Prado Jr. Afirma que los dos pensadores tendrían en común el hecho de ser “anacrónicos”, desprovistos de arché, combatiendo todo intento de encontrar un principio trascendente y las formas de sociabilidad correspondientes. Y el autor agrega: “Claro está que esa similitud de estilo, va sólo hasta cierto punto, para luego dar lugar a una dramática bifurcación, uno que lleva hacia una ética individualista, impregnada por el espíritu de la fe y otro, hacia una ética que se identifica finalmente con la política. Por un lado un “narodnik” solitario, impregnado por la lectura de Tolstoi, mirando hacia el pasado (hacia la Cultura que desapareció), preocupado sólo con su salvación en el instante presente gracias al milagro de la fe […] completamente cortado de toda preocupación con el futuro. Por otro lado, un “narodnik” solidario (siempre, en todo caso, como Sartre, un traidor de la burguesía) que se dirige contra la barbarie del presente con sus ojos vueltos hacia el futuro, y produce el impiadoso diagnóstico de la “sociedad de control”, apostando a la emergencia de una nueva forma de sociabilidad” [21]
Visiones y audiciones ¿Qué es un devenir minoritario en literatura? El escritor excava en la lengua mayor una lengua menor, a través de una especie de descomposición de la lengua materna. Al crear su propia lengua, él fuerza a la lengua mayor para que descarrile y la hace delirar (del latín delirare, salirse de los carriles). Cuando el lenguaje delira, él alcanza un límite, un exterior, que consiste en Visiones y Audiciones que ya no pertenecen a lengua alguna. Apenas rasgando el lenguaje el escritor puede liberar tales Visiones y Audiciones, que emergen en los intersticios del lenguaje como un Aladino imprevisto. Algo exterior al lenguaje, que no obstante viene a colación únicamente a través del lenguaje. Es donde el escritor se vuelve el vidente, el escucha.
Qué son dichas Visiones y Audiciones, exteriores al lenguaje y sólo posibles a través suyo, de sus rupturas, en su sintaxis desfigurada, en su deformidad, en su minoridad? ¿Cómo puede el escritor entreverlas sino alcanzando en sí su propio punto de subdesarrollo, su dialecto, su tercer mundo, su propio desierto? ¿Cómo volverse el nómade y el emigrado y el gitano y el vidente en su propia lengua?
El mayor ejemplo literario de las Visiones y Audiciones está, según Deleuze, en la novela de T.E. Lawrence (Lawrence de Arabia) intitulado Los siete pilares de la sabiduría. Lawrence tiene en sí un desierto íntimo, Lawrence anda en un desierto real, Lawrence extrae de ese desierto real percepciones insólitas, Lawrence talla en esas percepciones perceptos estéticos, Lawrence proyecta sobre el desierto real imágenes de su desierto íntimo, Lawrence agiganta esas imágenes sobre la pantalla del desierto, Lawrence hace que esas imágenes tengan vida propia, independientemente de él, Lawrence ve crecer esas imágenes, volviéndose fabulosas (fabulación: máquina de fabricar gigantes) y las imágenes ganan Movimiento, se convierten en Luz, Rebelión… Es así que una máquina literaria entra en conexión con una máquina política, y las palabras sueltan Visiones y Audiciones, y esas Visiones y Audiciones ganan una amplitud a un tiempo fabuladora y política. No es la literatura representando el mundo sino liberando en él, a través del lenguaje, Visiones y Audiciones que crean realidad. No reflejan un universo sino producen un universo, o lo pliegan diferentemente. [22]
Lo que le importa a Deleuze es que el desierto interno de Lawrence lo haya impelido en el desierto externo, y está claro que los trazos de su desierto interno corresponden a los trazos vividos por los nómades del desierto, pero no son la misma cosa, justamente porque Lawrence los trasmuta en una cierta Figura, él los modifica y somete a una metamorfosis. La primera condición para que eso ocurra es que él mismo se someta a una metamorfosis. No significa que él vaya a imitar a los árabes. Es verdad que él se viste como un beduino, que habla en árabe, pero él no echa mano de su diferencia, de algún modo él está traicionando a los árabes (finalmente él es un agente británico) pero también está traicionando a los ingleses (de hecho, él está profundamente implicado en la revuelta árabe), lo importante sobre todo es que él sea el traidor de sí mismo, es decir, que él abdique de su propia persona (traicionar su individualidad y su clase) que él no haga reabsorber todo en su diferencia personal sino que la dinamite, que cada bomba que él coloque termine con su propio contorno, personal, nacional… Ésa es la condición subjetiva de la literatura, desprenderse de sí, para poder proyectar sobre el mundo una imagen agigantada, fabulosa, operando una máquina de fabulación.
Lawrence acostumbra a decir que ve brumoso. Es un estado naciente de la percepción donde las figuras aún no se individualizaron en contornos nítidos. Dice Deleuze que se trata de un espejismo en que las cosas ascienden y descienden como bajo la acción de un pistón, y los hombres levitan, suspendidos de una cuerda. Es necesario imaginar esa arena tocando el cielo de un color púrpura que ofusca, donde el mundo parece estar en brasas. Pero no estamos frente a una descripción sólo factual, es toda una aventura de la Luz la que ahí es convocada, y la Luz como una idea que habita el espacio abierto del Desierto. La luz como una entidad que se expande. La propia Rebelión también como una Idea, como una Entidad, como una fuerza que pulsa y se propaga, la Luz y la Rebelión como fuerzas de expansión en un espacio abierto -el Movimiento.
El sueño y la imagen
Sí, Lawrence es un soñador, pero un soñador diurno, a él no le gustan los sueños nocturnos, le interesa el sueño en vigilia, él no es un hombre de acción, interesado en los fines y en los medios, sino más bien en las Ideas -y sin embargo, no se debe entender a las Ideas de modo puramente intelectual, una idea es una fuerza, una entidad, una potencia. Y si a él le gusta el sueño diurno es justamente porque lo que le interesa es esa capacidad de proyectar sobre lo real las imágenes que él puede extraer de sí mismo, habiéndose puesto él mismo en jaque, y las imágenes que él puede extraer de los árabes. Pero una imagen no es una copia de la realidad, de la realidad que fue, existente, concreta –por ejemplo, la vileza, la bajeza de tantos hombres- así como tampoco en el cine la imagen es copia de la realidad. Bergson ya decía que todo es imagen, sería necesario concebir el mundo como un conjunto de imágenes en movimiento actuando y reaccionando sobre todas sus fases. La imagen no es una realidad menor, segunda, ella es primera, ella es absolutamente real. Lawrence es como un proyector de imágenes, y la fuerza de proyectar imágenes no es una propiedad secundaria, ella es política, erótica, artística, la propia proyección se nutre del movimiento de revuelta, no está el mundo de un lado y la pantalla de otro, de un lado la rebelión y de otro la representación de la rebelión, ya que los movimientos que impulsa el proyector es él mismo el movimiento de revuelta… No son imágenes mentirosas o demasiado infladas, incluso porque ellas no tienen intención alguna de representar adecuadamente lo que quiera que sea, y Deleuze lo dice con todas las letras, se trata de producir real, no reproducirlo. Más que Bioy Casares y su bello libro La Invención de Morel, sería necesario evocar a Glauber Rocha para comprender inmediatamente esa dimensión visionaria y no representacional del arte, y por eso mismo mucho más conectada a dicha realidad, pero bajo el modo de su producción a partir de una máquina de guerra estética. La imagen proyectada sobre lo real, el movimiento del proyector viniendo de la propia realidad que supuestamente se piensa estar representando –se cuestiona todo el estatuto de la representación, a favor de la imagen como la propia materia en movimiento…
Velocidad y lentitud
Hecha esa digresión por Lawrence ya podemos volver a la relación de la literatura con su exterior, que sin embargo ella contiene como una virtualidad propia. Si el lenguaje remite a un exterior del lenguaje, a Deleuze le interesa el punto en que alcanza ese límite, ese borde suyo, y en ese borde reencuentra precisamente el Afuera, sus fuerzas, sus velocidades. No importa otra cosa: las fuerzas, sus velocidades. Le cabe a la literatura extraer de esas velocidades y de su furor las audiciones, las visiones, los ruidos y colores y luces que, justamente, no están en la pintura ni en el cine ni en la música, sino sólo en la propia literatura. Es cuando el músico se vuelve un músico, un pintor.
Entonces, es necesario decir que el escritor está alrededor de velocidades ante las cuales él es siempre lento, velocidades que lo atraviesan y que lo tornan tartamudo -o a sus personajes. Recuérdese la escena descripta por Melville, en Billy Bud. Un bellísimo grumete, marinero responsable del mastil, joven, encantador, valiente, un poco primitivo, amado y admirado por todos, inclusive por Vere, el capitán del buque de guerra, por alguna incomprensible razón atrae el odio del maestre de armas Claggart, que inventa una acusación de traición contra él: él estaría maquinando una insurrección entre las tropas del buque –acusación tanto más grave porque la marina inglesa acaba de sofocar una reciente rebelión, y eso en medio de la guerra contra la Francia revolucionaria. El capitán Vere toma conocimiento de la acusación, intrigado e incrédulo, y decide hacer un careo entre ambos. El maestre de armas repite impasiblemente su acusación frente al grumete, en cuanto éste escucha, estupefacto. Al ser interpelado por el capitán tartamudea, en vez de proferir su defensa, aplica al acusador mentiroso una bofetada fulminante, matándolo instantáneamente. Es la velocidad del gesto irrumpiendo de la parálisis del tartamudeo… [23]
Esos “seres lentos que somos”, atravesados por velocidades infinitas en relación a las cuales nos sentimos agotados, y de las cuales extraemos perceptos, afectos, bloques de percepción, bloques de afección. El escritor ve y escucha más que lo que la vida vivida podría contener, él ve y escucha eso que es más veloz, más furioso, más invivible que aquello que una vida comporta. Le cabe a la literatura elevar la vida a la altura de esa visión, de esa audición, de esas velocidades, de esa furia, o simplemente extraer de la mera existencia la vida, como decía Artaud, y de ese modo duplicar el presente con la parte de virtual que se desprende de él y que lo rodea, vacilando arriba suyo: el Acontecimiento. Tomar el Acontecimiento, captar las fuerzas, domar las velocidades, aprehender las visiones y audiciones, dejar pasar la vida, de algún modo todo eso equivale al acto de escribir.
Líneas de vida y muerte
Uno de los mayores ejemplos de la relación de la literatura con la velocidad, con las fuerzas y su torbellino, está también en Melville, en el Moby Dick. Gran novela metafísica, en que vemos al capitán Achab (o Ahab) comandando por el mundo su buque ballenero siguiendo de cerca a una ballena blanca que le arrancara una pierna. Como dice el libro, “incluso admitiendo todo eso, considerándolo de hecho fríamente, de manera razonable, no se podría dejar de juzgar una idea loca, esa de pretender reconocer en el vasto océano sin fronteras a una ballena solitaria, y admitiendo que fuese encontrada, juzgar que su perseguidor la pudiese identificar con la perspicacia de aquel que identificase a un muftí de barba blanca en las calles congestionadas de Constantinopla.” [24] No podemos dejar de citar algunos pasajes, por largos que parezcan, a fin de refrescarle al lector algunos de esos trazos del monomaníaco capitán Achab, por ejemplo en sus noches de insomnio y meditación, que Melville describe así: “Y aquí su cerebro loco se lanzaba a una carrera desenfrenada hasta que lo vencían el cansancio y la debilidad. Y sin poder continuar la meditación, procuraba recobrar las fuerzas al aire libre de a bordo. ¡Oh, Dios! ¡Qué trances tiene que soportar el hombre que se deja consumir por un deseo insatisfecho de venganza! Duerme con las manos crispadas y despierta con las propias uñas clavadas en las palmas ensangrentadas. […] A veces, cuando lo expulsaban de la hamaca las pesadillas intolerablemente vívidas de la noche que, resumiendo los pensamientos intensos del día entero, lo llevaban a una multitud de frenesí que se encontraban y arremolinaban incesantemente en torno de su cerebro en brasa, hasta que el propósito esencial de su vida se tornaba angustia insoportable, y cuando, como sucedía a veces, esa agonía espiritual estremecía totalmente su ser, llevándolo a un estado tal que se diría haberse abierto frente a él un abismo del cual salían llamas bifurcadas y relámpagos y en que los demonios lo acechaban para que saltase, y se reuniese con ellos, cuando ese infierno interior se abría a sus pies, se escuchaba el eco de un grito salvaje en todo el buque y, con los ojos desorbitados, Achab se arrojaba de su camarote como si huyese de un lecho en llamas. No obstante esas manifestaciones, en vez de ser los síntomas irreprimibles de alguna debilidad oculta del miedo, ante su propio designio, eran -por el contrario- las más evidentes pruebas de su intensidad” [25]
A veces, la velocidad no es la del protagonista, sino la del propio mar: el mar como la Vida, el mar como la Muerte, el mar como lo Desconocido, el mar como lo Distante, el mar como el Desierto, el mar como lo Ilimitado, y como él dice, también: “Solamente [el mar] controla su propia furia o bonanza. Exhausto, respirando como un corcel de batalla enloquecido, que perdió a su jinete, el indómito océano domina al globo” [26] El capitán Achab está en perfecta sintonía con ese mar exterior –tal como Lawrence y el desierto-, como si lo habitase un mar interior, revuelto, que lo atravesase o lo excediese, llevándolo lejos de sí mismo.
El escritor es arrastrado por esa entidad interior y exterior, así como cada ballenero, al arrojar su arpón contra la ballena, queda preso a ella por la cuerda del arpón, y cuando la ballena se dispara en fuga desenfrenada, ella lo arrastra tras de sí. Es la línea ballenera que Deleuze menciona muchas veces. Si es el ballenero quien primero persigue a la ballena, ella es la que lo arrastra lejos, a veces hacia la muerte. Cuando un ballenero acierta en una ballena, la cuerda del arpón, arrollada en el bote en un carrete bien ordenado, se desenrolla a una velocidad arrolladora pues la ballena alcanzada sale en disparada. Esa cuerda puede fácilmente estrangular al ballenero si está mal colocada o él mal ubicado. Las variadas descripciones de esa escena son siempre aterradoras.
Y Melville también dice: “Todos los hombres viven rodeados de líneas balleneras. Todos nacen con una cuerda al cuello: sin embargo, solamente cuando se sienten presos por la súbita y vertiginosa rueda de la muerte, los mortales comprenden los sutiles y omnipresentes peligros de la vida. Y si fueses un filósofo no te sentirías la más terrorífica carnada, sentado sobre una ballena, que al atardecer cuando reposás junto a la chimenea familiar manejando no un arpón sino un atizador”. [27] He aquí la línea que arrastra a cualquier mortal, en una velocidad furiosa e incontrolada, línea de vida y muerte, imagen admirada por Deleuze, inclusive para hablar en la estela de Melville, del pensador y del pensamiento mismo: “Se admite fácilmente que existen peligros en los ejercicios físicos extremos, pero el pensamiento también es un ejercicio extremo y expandido. Siempre que se piensa, se enfrenta necesariamente una línea donde está en juego la vida y la muerte, la razón y la locura, esa línea nos arrastra. Sólo es posible pensar sobre esta línea de hechicera, y decirse, no se es forzosamente perdedor, no se está obligatoriamente condenado a la locura o a la muerte” En una entrevista, le preguntaron a Deleuze: “Pero, finalmente, ¿qué es esa línea?” Y él respondió: “Es difícil hablar de ello. No es una línea abstracta, aunque ella no forme contorno alguno. No está en el pensamiento más que en las cosas, pero está en todas partes en que el pensamiento se enfrenta con algo como la locura y la vida, algo como la muerte. Miller decía que ella se encuentra en cualquier molécula, en las fibras nerviosas, en los hilos de la telaraña. Puede ser la terrible línea ballenera de la cual habla Melville en Moby Dick, que es capaz de arrastrarnos o estrangularnos cuando se desenrolla. Puede ser la línea de la droga para Michaux, el ‘acelerado lineal’, la ‘correa del látigo de un carruaje con caballos en furia’. Puede ser la línea de un pintor, como las de Kandinsky, o aquella que mata a Van Gogh. Creo que cabalgamos sobre dichas líneas cada vez que pensamos con suficiente vértigo o que vivimos con bastante fuerza”. Y Foucault, al hablar de Bichat y su concepción de la muerte, en vez de “hacer de eso un punto, como los clásicos, él hace una línea, que no dejamos de enfrentar, y que transponemos en los dos sentidos, hasta el momento en que ella se termina. Es eso enfrentar la línea del Afuera. El hombre apasionado muere un poco como el capitán Achab, o antes como el persa , persiguiendo a la ballena. Él traspasa la línea. Existe algo así en la muerte de Foucault […] En el límite, una aceleración que ya hace imposible que se pueda distinguir la muerte del suicidio”. [29]
Pero la entrevistadora, insiste: ¿cómo hacer viable a esa línea? ¿No habría necesidad de desplegarla? Y Deleuze respondió: “Sí, esa línea es mortal, demasiado violenta y demasiado rápida, arrastrándonos hacia una atmósfera irrespirable. Ella destruye todo pensamiento, como la droga a la cual Michaux renuncia. Ella no es más que delirio o locura, como en la ‘monomanía’ del capitán Achab. Al mismo tiempo, sería necesario transponer esa línea y volverla vivible, practicable, pensable. Hacer de ella todo lo que sea posible, y durante el tiempo que sea posible, un arte de vivir. ¿Cómo salvarse, cómo conservarse en cuanto se enfrenta a esa línea? [30]
Retomemos esa comparación del pensador con el capitán Achab, y ese límite extremo, más allá del cual nos espera la locura y la muerte, pero en el umbral del cual ya hay algo de extenuante, de excesivo en relación a lo que estamos siempre un poco exhaustos, fragilizados. Es lo que expresa el capitán Achab, poco después de su segundo embate con Moby Dick, cuando le dice a su tripulación: “Soy el lugarteniente del destino. Sólo cumplo órdenes […] Hombres, rodeadme. Véis a un anciano mutilado, con un muñón, apoyado en una lanza rota y sosteniéndome con un solo pie. Es Achab… su parte corpórea. Sin embargo, el alma de Achab es la de un ciempiés; se mueve con una centena de piernas. Me siento fatigado, medio quebrado, como las sogas que remolcan a las fragatas desmanteladas en medio de un huracán, y es probable que tal vez sea mi aspecto. Pero antes de que me despedace, escuchadme estallar, y hasta que eso suceda, podéis tener la certeza de que la soga de Achab todavía remolca sus intenciones” [21] Y poco antes de su último embate con Moby Dick, ya en las últimas páginas de la novela, es un día espléndido, Melville escribe: “¡Aquí hay materia para pensar, si Achab tuviese tiempo para ello. Pero Achab nunca piensa! Sólo siente, siente, siente; y eso es demasiada sensación para un mortal; pensar es audacia. Solamente Dios tiene derecho a ese privilegio. Pensar es, o debería ser, frescura y tranquilidad. Y nuestros pobres corazones palpitan, y nuestros pobres cerebros golpean demasiado fuerte para eso” [32] Es donde Melville enuncia con mayor claridad ese punto extremo, en que un exceso de sensación fuerza al pensamiento a lo impensable, en ese límite con la locura y la muerte….
La luz lívida
Varios personajes de la literatura occidental alcanzaron ese punto extremo. Pero Deleuze insiste en que es propio de la novela americana, así como de la rusa, hacer desfilar a esos personajes que desafían cualquier lógica y cualquier psicología. Lo que cuenta para un gran novelista, sea Melville, Kafka, Dostoievski o Musil, es que las cosas sean enigmáticas aunque no arbitrarias. Se trata de una nueva lógica, pero que no nos reconduce a la razón, y que aprehende “la intimidad de la vida y de la muerte”. El novelista, dice Deleuze, tiene el ojo del profeta, no el del psicólogo. A él no le cabe explicar lo que quiera que sea, incluso porque la vida misma nunca explica nada. No es una defensa de la irracionalidad, obviamente. Esos personajes, como el capitán Achab, en general, son figuras solitarias, que lanzan trazos flameantes de expresión, dice Deleuze, y que con su valentía cargan un pensamiento sin imagen, una pregunta sin respuesta, una lógica extrema sin racionalidad. Son figuras de saber y de vida: saben algo del orden de lo inexpresable, viven algo insondable. Lo curioso es que todas esas palabras, lo insondable, lo enigmático, lo inexpresable, lo inexplicable, todo ese cortejo de adjetivos privativos, que parecen arriesgarlos en una esfera completamente extranjera al mundo del común de los mortales, no remite a ningún más allá del mundo. Por el contrario, ellos tienen justamente la función de revelar algo respecto de este mundo, de su mediocridad, de su vacío. Ese tipo de personaje, que Melville llama Original, no recibe influencia del entorno, sino por el contrario, lanza sobre el entorno una luz blanca y lívida, y en su inhumanidad clama por una reconciliación con él de otro orden. El personaje original, en su violencia, o en su locura, termina denunciando a toda una civilización. Entonces, éste que parecía el enfermo, o el arrebatado, o el insano, o simplemente el loco, ése que traza una zona de indiscernibilidad en que termina recorriendo todas las intensidades en todos los sentidos, por ejemplo, Achab con la ballena, o Lawrence con sus beduinos, o el hombre del subsuelo de Dostoievski, termina funcionando como un médico, como aquel que, por su carácter extremo, revela la enfermedad de la civilización, sus debilidades, sus cobardías, su palidez, su mezquindad… Nietzsche decía que el artista y el filósofo son médicos de la civilización. Es en ese sentido, que el escritor, para Deleuze, a través de esa salud frágil, al ponerse a merced de las fuerzas cuya visión y audición lo agotan, en contraposición a una gorda salud dominante, revela una enfermedad mayor –cuyo nombre es el hombre. O, como dice Melville, el hombre blanco.
Hete aquí el fondo biográfico de ese diagnóstico. Melville en su juventud, zarpa en un buque ballenero cuyo capitán le disgusta. En una escala en Taipi, una isla en los mares del Sur, en la Polinesia, a pesar de las advertencias del capitán respecto de los caníbales habitantes de la isla, Melville huye del ballenero y es capturado por los nativos, de quienes se vuelve rehén durante varios meses. Pero es un rehén insólito: es recibido como un invitado de honor y lentamente se va transformando en un nativo, con tatuajes, muchas mujeres, la más saludable de las alimentaciones, en medio de un paisaje paradisíaco. El único inconveniente: se va dando cuenta que está siendo preparado para el gran festín caníbal. Y se escapa. Pero guarda un poderoso recuerdo de esa tribu, y tendrá siempre una gran admiración por su modo de vida. No hay dudas de que el contraste entre esa comunidad y la civilización blanca lo marcó para siempre. Es una descripción exquisita la que hace de su convivencia con los caníbales, en Taipi, Paraíso de los caníbales: “¡Desventurado pueblo! Tiemblo con el sólo hecho de pensar en el cambio que en unos pocos años producirán en el lugar en que residen. Probablemente, cuando los vicios más destructivos y las peores secuelas de la civilización hubiesen expulsado toda la paz y felicidad del valle, ¡los magnánimos franceses proclamarán al mundo que las islas Marquesas se convirtieron al cristianismo! El mundo católico lo considerará un acontecimiento glorioso. ¡Que el Cielo tenga piedad de las ‘Islas del Mar’! La simpatía que la cristiandad siente por ellas les trajo, en muchos casos, la desgracia” [33] Melville, aún habiendo huido de los salvajes, escribió el libro como un homenaje a ellos, y aclara: “El término ‘salvaje’ tal como yo lo concibo, es muchas veces mal aplicado y, en verdad, cuando tengo en mente los vicios, crueldades y barbaridades de toda especie que surgen en la atmósfera degradada de una civilización febril, estoy inclinado a pensar que, en la medida en que se considere sólo la relativa maldad de las partes, cuatro o cinco isleños enviados a los EEUU como misioneros, podrían ser tan útiles cuanto un número igual de norteamericanos enviados hacia las islas en la misma capacidad”.
No se trata de una defensa irrestricta del nativo, o del mito del buen salvaje, ni rosseaunismo alguno, sino una indicación de cómo se relaciona ese complejo de vectores en Melville: un espíritu intrépido, un amor por el mar, una pasión por las colisiones de materia, como dice D.H. Lawrence, por los puros elementos, por las vibraciones del mundo exterior sobre el cuerpo, y un cierto disgusto por el hombre blanco. No es un disgusto por lo que es terreno, sino por la enfermedad de ese animal terreno, por lo que lo envenena y que lo tortura y que lo degrada. Es Lawrence quien dice: “Jamás un hombre sintió más apasionadamente la grandeza y el misterio de una vida no-humana. Él deseaba locamente traspasar nuestro horizonte.. De tanto querer deshumanizarlo, el corazón humano delira” [34] Deleuze diría: Inhumanizar. Al mismo tiempo, continúa Lawrence su comentario sobre Melville, un odio por el sonido de los campanarios de la iglesia (cada vez que escuchaba el sonido de una iglesia quería partir), y la conciencia de que el “animal más feo de la tierra es el hombre blanco” (Melville). De ahí el por qué al finalizar la novela mayor de Melville, Moby Dick embiste con su trompa al buque, Lawrence entiende ese final como el naufragio del Alma blanca, provocado por la Ballena blanca, símbolo de una sangre caliente, de una cierta naturaleza primitiva…
De todos modos, lo más interesante de tal o cual interpretación (hay quienes consideran a la ballena como la encarnación del Mal, y el naufragio como el naufragio de sus enemigos) es el hecho de que su obra está atravesada por un vitalismo radical. A autores como Melville, dice Deleuze, no es la muerte la que les pone fin, es más bien el exceso de vida que ellos vivieron, probaron, pensaron, y que extrapola lo que cabe en un alma blanca. Una vida demasiado grande para ellos … Son los organismos que mueren, recuerda el filósofo, no la vida. [35]
La literatura y la vida
Así, para Deleuze la literatura tiene menos que ver con la muerte que con la vida (a pesar de toda una tradición reciente, y que incluye hasta al mismo Blanchot, decir lo contrario), menos que ver con la forma que con las fuerzas, menos que ver con un virtuosismo que con un agotamiento, menos que ver con el lenguaje mismo que con su límite exterior que no obstante le es interior, menos que ver con la vida vivida que con lo invivible de la vida, menos que ver con la vida tal como ella es que con el Acontecimiento que de ella se extrae – es sobre todo eso que la gorda salud dominante no quiere saber. Ése es uno de los sentidos en los que la literatura es salud. Ella inventa y acompaña procesos y denuncia todo aquello que los impide y los aborta en la noche.
Este capítulo pertenece al libro de Peter Pál Pelbart, “A vertigem por um fío: políticas da subjetividade contemporânea –El vértigo por un hilo: políticas de la subjetividad contemporánea-“, Ed. Iluminuras, São Paulo, Brasil, 2000.
Traducción: Andrea Álvarez Contreras.
(T.A.A.) Traducción autorizada por el autor.
Buenos Aires, 13 de agosto de 2004.