La estructura (“deseada y temida”) tiene un juego dinámico ilusorio. Parece que se mueve. Pero no. Es como la “propia versión” de nuestra “novela” vital. Como un hermoso sueño o una pesadilla circular (según predominen los costados escénicos deseados o temidos).
De esa inmovilidad emanan los vapores de lo siniestro. Y por eso es que lo siniestro suministra un clima demoníaco por el que nos sentimos poseídos. Cada estructura conserva a buen recaudo, oculto en lenguaje esotérico, los sentimientos más primitivos que aseguran la inviolabilidad de su misterio.
La estructura de lo que se repite en nuestra conducta se aburguesa en una convicción de preceptos mágicos, de claridad meridiana: lo más irracional suele viajar de polizón en el barco del sentido común, de la sensatez. Es donde mejor se oculta.
Y estos preceptos como por ejemplo: “hay que adaptarse a la realidad”, “hay que ser eficaces y maduros”, “hay que tener claridad en lo que se quiere”, “la confusión es un estado negativo”, etc. – que por supuesto tienden a estrangular lo más sano de nuestra rebeldía aseguran “religiosamente” el presagio de que no podemos cambiar nunca. He aquí lo siniestro.
Por ello, mantenemos desde nuestra técnica profesional, que el único recurso movilizador, terapéutico, es provocar la confusión como matriz positiva de la nueva visión que hace conciente lo siniestro y modifica lo patético, de la discriminación que enseña, de la posibilidad de crear, en una palabra.
Eso es lo que intentamos enseñar en nuestros cursos. En la actualidad, puede decirse que tanto “Escenas temidas del coordinador de grupos” como “El análisis didáctico grupal” (los dos cursos de formación de grupodinamistas que coordinamos – junto con Pavlovsky – en Madrid) son verdaderos talleres de exploración dramática de las estructuras latentes en los vínculos de sus integrantes y que la casi única diferencia entre uno y otro curso está en que en el de “Escenas temidas” los profesionales (psicólogos y psiquiatras) que lo constituyen tienen menos experiencias en psicodrama y técnicas de acción que en los del “Análisis Didáctico Grupal”. Como si el primer curso fuese preparatorio para el segundo. Pero en ambos, nuestra ambición fundamental es enseñarles a “jugar” con la confusión.
En ninguno de los dos nos interesa “lo anecdótico de la vida personal”. Al contrario, pensamos que detenernos en ello es resistencial al objetivo del taller, donde exigimos, sí, el aporte de lo personal pero partiendo de imágenes reales de la práctica profesional y desnudando luego “lo personal del mundo fantástico de la imaginería”. En una palabra: fijarse a lo anecdótico personal es, en el taller, una resistencia a jugar con la imaginación.
Cada integrante puede ser el protagonista y dramaturgo inicial de una escena de su vida profesional. Pero debe estar desde allí, predispuesto para la confusión que habrá de sobrevenir en el transcurso del taller.
La confusión sólo puede sobrevenir de un acto sacrílego: el hecho de someter al autor a la violación grupal de la posesión narcisística de su argumento escénico. Esa violentación, que llamamos multiplicación dramática (elemento fundante de nuestra técnica) o libre asociación dramática (que incluye la multiplicación de sentimientos, acciones, pensamientos e interpretaciones verbales) es el acto por el cual un grupo se apropia de la escena de cualquier protagonista. La toma como “el punteo” inicial de un instrumento musical y cada cual, por turno, consonando con lo que le surge, como si fuese una “jump session”, irá agregando las variaciones escénicas sobre el mismo tema, es decir sobre la misma estructura.
Este es el desarrollo del exorcismo (de lo siniestro y así comienza el final de sentirnos poseídos por la inmovilidad de su desconocimiento. Desde lo lúdico de la multiplicación dramática se comienza a fabricar una vivencia estética colectiva que, jugando a convocar lo fantasmático, logra transformar lo siniestro en maravilloso.
He viajado durante dos años a Sevilla. Trabajábamos allí primero con Emilio y Marta y después con Nicolás. Conocí allí a un alumno, Luis García, gitano “latente” y resurrecto que fue mi primer maestro del flamenco. En Argentina yo no entendía nada de flamenco. Y creo que hasta me daba risa. Me aburría. “Es muy serio el flamenco”, nos dijo Luis. “Pero, claro para eso tienes que conocer primero lo gitano, que es el corazón del flamenco. Es como si para aprender a escribir tuvieras que conocer primero el idioma, el alfabeto. Hay que estudiar. Pero es como el psicoanálisis, no te lo pueden contar, ni te basta con leerlo: hay que vivirlo”.
Entonces me llevó a comer a casa de Juan Peña “El Lebrijano” (Los Peña son una familia gitana de Lebrija). Con Juan nos entendimos “a primera vista”. De melancólico a melancólico. Supimos rápidamente que aunque lejanos de tronco, nos tocábamos por dar una flor parecida: la de poder transformar la tristeza en creación y también por raíces subterráneas: la fraternidad espontánea de los que han vivido la marginalidad en cualquiera de sus formas. “¿Y cómo es tu trabajo?” me preguntó. “Bueno… (le dije) para contártelo en pocas palabras: es como ayudar a la gente a que se dé cuenta que hay miedos reales, concretos que provocan los problemas de la vida y por otra parte hay problemas que nacen de miedos fantásticos, irreales que vienen desde dentro de uno mismo.
Pensé que se lo había explicado tan difuso y en lenguaje tan oscuramente técnico que era imposible que hubiese entendido lo que yo hacía. Sin embargo, Juan sonrió con curiosidad. Se miraron socarronamente con Luis y haciéndome un guiño me dijo: “Bueno hijo. Eso es lo que hacemos con el ‘cante’ los gitanos. Desde que el mundo es mundo”. “¿Cómo? (le pregunté) ¿Me has entendido a lo que yo me refiero?!” – “¡ Seguro!”, dijo Juan. “Nosotros al miedo bien real y concreto, ‘que se puede tocar’, le llamamos hindoy” (se pronuncia jindoi). Y a ese miedo de presagio y superstición, que se supone que no tiene un motivo lógico, racional, “que no se toca” y que es difuso pero “bien claríto”, que está, le llamamos hindama (se pronuncia jindama)”. ¿Y qué te da hindoy?” (le pregunté para probarlo). “Hindoy me da si me quiere coger la policía por ejemplo, cuando no llevo documentos” (me dijo Juan). “¿Qué más?” (seguí preguntando para ver si estábamos o no entendiendo lo mismo)”. Hindoy me daría si un borracho me atacara con una navaja. O si una persona que quiero se enferma” (continuó diciendo).
“¿Y qué te da hindama?” (esta pregunta se la hice con el aire de examen final y definitivo. Ahora veríamos cómo se las arreglaba).
“Hindama me da, por ejemplo, que llamen a medianoche a mi puerta sin saber para qué me quieren. Hindama me da la oscuridad. Las peteneras, los búhos, las culebras”.
Me convenció definitivamente. Hablábamos de lo mismo. Sólo que a mí me costó casi 10 años de “quemarme las pestañas” leyendo en la universidad y el posgrado para aprenderlo.
Y él lo aprendió en su casa y en la calle.
“Además tenemos terapias – de grupo – dijo sonriendo – ya verás”. Esa noche nos invitó a “La noche de los brujos”.
Ese mediodía tenía una ligera dispepsia; pensaba ayunar. Me dolía el estómago. Pero Charo, su mujer, me preparó un guiso con cocido para mejorarme. Y me lo comí a pesar de mi crítica alopática al procedimiento. Lo curioso es que, como a la hora, me sentí mejor. A la noche enfilamos hacia la sierra Gilbain (entre Jerez y Sevilla). Allí, en “algún lugar del monte” cerca de un poblado llamado “El Cuervo” se celebraba la ceremonia gitana. La llamada “Noche de los brujos”.
Nicolás y yo éramos invitados “de honor”. Y palabra que me sentía honrado de haberlo sido.
Todos traían algo para comer y beber.
Se preparaba la comida colectiva revolviendo en un enorme y humeante caldero. Ahí sentí que había algo siniestro. En la mezcla de la comida. En la mezcla de todo tipo de gustos y de Gente. Gitanos “de estirpe” y gitanos “por identificación”. Todos juntos. Se recitaba. Se cantaba. Se bailaba. Cada uno ponía lo que sabía y lo que podía. Cada cante era una exhibición, un regalo y un desafío al que proseguía (¡qué parecido a los payadores criollos!) en la más fina de las ironías. Diciéndose verdades dolorosas a veces, entre ellos; dirimiendo diferencias, pero con respeto. Sin ofender en lo más mínimo.
Ironizándose entre ellos. Violentándose a veces con amor y con humor. De pronto, a medianoche, cada uno de nosotros recibió una escoba y una cinta verde. Verde es el color de Andalucía. ¿Será una ilusión óptica o que lo quiero ver así o es que realmente andaluces y argentinos – en lo bueno y en lo malo – tenemos cosas bastante parecidas?. Hubo que ceñirse la cinta verde en la frente. Ahí sentí el hindama. Palabra, me sacudió un cierto escalofrío. Había descubierto “mi hindama”. Salimos hacia la oscuridad a ubicarnos alrededor de una enorme fogata. Se hicieron los discursos y los sermones de rigor. Y luego Pedro Peña “el mago” de la guitarra flamenca, encabezó la ronda giratoria, mientras voceaba (para que todos lo siguiéramos en coro mientras desfilábamos uno tras otro en un círculo y escoba en mano, alrededor del gran fuego) las estrofas que improvisaba en ese instante a ritmo de “tangos flamencos”.
¿Y esta canción? pregunté.
Luis me contestó: es para convocar a los duendes de los brujos; para que vengan a echar a los “mengues” (diablillos que traen la mala suerte). Es un conjuro Pedro cantaba primero:
“Abra cadabra pata de cabra pico de búho”, y danzando alrededor del fuego coreábamos todos repitiéndolo, cada uno con distintos movimientos corporales, haciendo girar la escoba como a cada uno le surgiese, consonando y multiplicando a placer el movimiento que veía hacer del compañero que danzaba delante suyo.
Y otra vez Pedro cantaba:
“Abra cadabra
pata de cabra
gato l’abúo” (gato sin rabo).
Y todos volvíamos a corear y a improvisar con las variaciones sinfónicas y corporales que nos salieran mejor.
Nos fuimos alegrando cada vez más. Hasta que, finalizado el ritual, antes que empezara a amanecer, fuimos arrojando una a una, las escobas hasta que el fuego se fue y las fue consumiendo -hasta extinguirse.
Cuando estaba por nacer el día, nos fuimos en silencio, cada uno por su lado, de vuelta a Sevilla. Fatigados. Pero bien, muy bien.
Tengo la cinta verde conmigo, en mi casa -es mi “diploma” de brujo, gitano y flamenco.
No me lo olvido más. Fue maravilloso.
“Espacios y Creatividad”: Kesselman, Hernán; Pavlovsky, Eduardo, Ediciones Búsqueda, Bs. As. 1980.