La enseñanza de Dioniso: El Dioniso de Atenas -tal cual aparece en los documentos del siglo V a.C. -es un dios fundamentalmente mundano, afirmador de los valores positivos de la vida terrestre; no existe en él tendencia ascética alguna, ningún misticismo que busque una fuga del mundo como forma de alcanzar la plenitud de sí- contrariamente a formas anteriores de dios y a sus supuestos orígenes extranjeros . Y aunque haya existido otra vertiente de los cultos dionisíacos -ocupada con la inmortalidad del alma, pidiendo la renuncia al mundo real y ascético- no es la que nos interesa aquí. Tampoco importan las discusiones existentes sobre cuál de los dos dioses es el “auténtico”, el “original”. El Dioniso que aquí se busca es aquel donde todo es “exaltación de la alegría, del placer, del vino, del amor, de la vitalidad, de toda esa exuberancia desenfrenada, orientada hacia la risa y hacia la mascarada (…), no en dirección a una pureza ascética, sino a una comunión con la naturaleza salvaje” . Pero todas esas controversias ya muestran, de pasada, cómo Dioniso es un dios de múltiples caras. Presentándose siempre enmascarado, está constantemente desafiando a los hombres a verlo por debajo de la máscara o quizá a partir de ella; su llegada debe traer para algunos, la abundancia y la felicidad, para los que no supieron verlo, la destrucción y la deshonra, pues Dioniso debe enseñarle a los hombres “ ‘a ver lo que es necesario ver’: lo más evidente bajo el disfraz de lo más invisible” . Pero ¿qué es lo más evidente y, al mismo tiempo, más invisible? El devenir incesante del mundo, que subvierte todas las categorías lógicas ligadas a la identidad, a la esencia. “Cruce de todas las formas, juego de apariencias, confusión entre lo ilusorio y lo real, la alteridad de Dioniso depende también del hecho de, a través de su epifanía, todas las categorías resaltadas, todas las oposiciones nítidas, que dan coherencia a nuestra visión de mundo, en vez de permanecer distintas y exclusivas, se convocaron, se fundieron, pasaron unas a otras” . Él será, pues, el dios capaz de mezclar todos los códigos: su cara múltiple y mutante será al mismo tiempo masculina y femenina, griega y bárbara, salvaje y civilizada; él siempre estará lejano y próximo; pondrá lado a lado al joven y al viejo; hará al loco volverse sofista. Deconstruyendo las apariencias, los contornos visibles, revelará así, a aquellos que pudieron verlo, lo no-aparente como condición de lo aparente, lo invisible como fundamento de toda visibilidad posible. Es Dioniso-mágico-ilusionista que, para hacer aparecer las virtualidades invisibles, constitutivas del mundo, realiza milagros y hechizos, por los cuales el absurdo, lo imposible, se tornan realidad: las vides crecen y maduran del día hacia la noche, el vino se derrama en el piso. Entretanto, se equivocan aquellos que sólo ven en el dios arrebato y exceso: ésa es su cara resplandesciente, exacerbada, destinada a convencer a los ciegos obstinados. “Así como el vino, Dioniso, es doble: terrible al extremo, infinitamente dulce. Su presencia, intrusión estupefaciente del Otro en el mundo humano, puede asumir dos formas; manifestarse según dos vías: la unión bienaventurada con él, en plena naturaleza, en que todo constreñimiento fue traspasado, la evasión fuera de los límites de lo cotidiano y de sí mismo. Es esa experiencia que el coro celebra: pureza, santidad, alegría, suave felicidad. O, sino, la caída en el caos, la confusión de una locura sanguinaria, asesina, donde se confunden el mismo y el otro, tomando por un animal salvaje aquello que se tiene más próximo, más querido, su propio hijo, ese segundo sí mismo, que es trozado con las propias manos: horrible impureza, crimen inexpiable, felicidad sin término y sin salida” . Así, pues, aquellos que logran aprender a “ver lo que es necesario ver”, uniéndose al dios y participando de su mirada, son capaces de celebrar la fiesta de la naturaleza mutante, ese invisible movimiento por el cual las cosas pasan unas a otras para constituir un mundo, lanzando chorros de vida por todos lados. Envueltos ellos mismos en ese devenir, sintiéndose fluir en resonancia con el mundo, nómades en lo cotidiano, excéntricos en sí mismos, para ellos la experiencia dionisíaca es eminentemente civilizadora. Pues aprenden, también con el dios, el arte de las mezclas, de los dosajes, capaces no sólo de transformar el vino puro en vino atemperado, como la sangre efervescente de las pasiones desmedidas en las pulsaciones bien dosificadas de un vivir sereno. Para ellos, Dioniso es el dios del corazón, del falo, de todo lo que es vida, palpitación, chorro, intensidad; pero también es el dios que enseña la verticalidad corporal, el equilibrio, el juego de cintura, el salto, la danza . Con el vino atemperado aprenden a celebrar la vida y a olvidar los pequeños infortunios que la atraviesan, aunque conozcan también el poder y los peligros del vino puro, de la sangre crepitante que sube a la cabeza, de la manía destructora y asesina que constituye el otro lado del dios. Porque Dioniso “concede a quienes lo siguen el privilegio de pensar sanamente, con buen criterio y moderación, contrariamente a los grandes espíritus ciegos a aquellos que los supera, cuya vanidad los descarrila, al punto de hacerlos perder la cabeza y la razón”. A los que logran unirse a la visión sabia del dios, el pensar saludable; a los orgullosos, incapaces de percibir que el logos del universo los sobrepasa de punta, la desrazón, la manía: a través de esta selección, el dios señala los límites radicales de la conciencia y de la lógica humanas. Es éste, pues, el Dioniso que se busca, en la psicoterapia genealógica: el dios-principio, capaz de enseñar a ver a través de las cosas, oír a través de las palabras, ser capaz de acoger el eterno retorno de la diferencia, que subvierte lo mismo en todas sus formas . Pues el psicoterapeuta-genealogista sabe que “si el universo de lo Mismo no acepta integrar en sí ese elemento de alteridad que todo grupo, todo ser humano trae consigo sin saber -así como Penteu rechaza reconocer esa parte misteriosa, femenina, dionisíaca que lo atrae y fascina, hasta el horror que ella le inspira -lo estable, lo regular, lo idéntico oscilan y se desmoronan; es el otro, en su forma aterrorizante, la alteridad absoluta, el retorno al caos que aparece como la verdad siniestra, la cara auténtica y aterradora del Mismo”. Resta entonces, incorporar la alteridad, asumir el devenir, entrar en ese juego de mutaciones incesantes y desconocidas para volverse capaz de vivir la felicidad de lo cotidiano, que el coro en Las Bacantes celebra: “Quien, en el día-a-día (Kat’êmar), disfruta la felicidad de la vida, a este lo proclamo feliz como los dioses” . Pero la felicidad de lo cotidiano implica que los hombres puedan “aceptar su condición mortal, saber que nada son frente a las fuerzas que transbordan desde todas partes y quien tiene el poder de oprimirlos”, pues, “el dios no tiene cuentas pendientes; extraño a esas normas, a nuestros usos, a nuestras preocupaciones, más allá del bien y del mal, supremamente terrible, él juega a hacer surgir nuestra vuelta y dentro de nosotros las múltiples figuras del Otro”. A nosotros nos cabe entonces, simplemente acogerlas y participar de su esplendor, o rechazarlas y sucumbir frente al espectro aterrorizante en el cual nuestro miedo las hubo transformado.
El ethos psicoterapéutico y el más allá del hombre– La palabra griega éthos, que más tardíamente pasó a significar carácter, denota originalmente: asiento, morada. Cuando hablo de ethos psicoterapéutico quiero designar aquella apertura psicoterapéutica en la cual toda la constelación humana traída por el paciente puede encontrar asiento, morada. A partir de ahí, quiero señalar como principio básico de esa psicoterapia esa función ética, caracterizada por el acogida y cuya razón de ser se justifica por la propia naturaleza de lo que está vivo. Cierta vez, Richard Strauss dijo a la cantante Ljuba Welitsch -cuando ensayaba para el papel operístico de Salomé– que “en una composición musical cada nota -por pequeña que sea- tiene derecho a vivir” . La misma afirmación se puede aplicar a una personalidad: para la producción de su riqueza armónica, cada faceta, cada personaje y cada circuito afectivo que la componen tiene, por principio, derecho a la vida, lo cual quiere decir también, derecho a la muerte y a la transformación. La función de acogida, designa entonces, el principio más fundamental dentro del proceso psicoterapéutico en la medida en que es ella la que va a garantizar asiento, morada, espacio de vida y transformación a todos los circuitos afectivos y respectivos personajes que, por alguna razón, en la vida cotidiana del paciente, estén aprisionados o marginados, en función de las luchas y conflictos dominantes en su personalidad. Todos sabemos, a partir de Nietzsche, que el gran vencedor en los procesos de lucha y de dominación en la sociedad contemporánea -sea que esa lucha se desarrolle en el plano social, sea en el plano psíquico- tiene un sólo nombre: moral. Es siempre a partir de valores morales o como consecuencia de ellos que las formas de vida son marginadas y los circuitos afectivos aprisionados y travestidos con símbolos y ropajes propios de esos valores dominantes . Es a partir de los valores morales vigentes que los egos se constituyen y se reflejan en el plano intersubjetivo, constituyendo núcleos despóticos en las personalidades y tratando de filtrar todo lo que contraría las normas vigentes y las reglas de la “buena conducta”. Fue también a partir de los valores morales que presidieron la constitución de las ciencias humanas, en los siglos XVIII y XIX, que se desarrolló un poder disciplinar que hoy atraviesa las relaciones humanas y construye subjetividades, jerarquizando, comparando, controlando, normalizando todo el universo humano. Y cuando se reconoce ese poder –productor de realidad– de las fuerzas morales, no se pretende, en absoluto, estar negando la importancia de las fuerzas económicas, ni desconsiderando el carácter fetichista del capital y todo lo importante que el marxismo aportó. Porque la cuestión no es empuñar la bandera de Nietzsche contra Marx . Se trata, eso sí, de percibir que todas esas luchas económicas y políticas que se despliegan en un plano macro-social tienen sus correlatos en el plano micro-social y micro-político o que, en general, tanto en un plano cuanto en otro, la vida está siempre produciendo valores de capital en el plano macro, valores de moral capitalista en el plano micro, donde se construyen subjetividades. Además de eso, produce también valores marginales, subversivos al sistema, en todos los mínimos espacios de lucha. Es buscando la alianza con esas fuerzas subversivas que el terapeuta-genealogista se pone desde el inicio, pues él sabe que son ellas las fuerzas capaces de reestablecer la riqueza multifacética de la personalidad, aprisionada y marginada por los valores morales. Y volverse aliado de esas fuerzas significa, en un primer momento, ser capaz de acoger todas las facetas de la personalidad del paciente, en una dimensión más allá del Bien y del Mal. Aquí me acuerdo de una colega psicoterapeuta que recibió, en su consultorio para una entrevista inicial, a un hombre que había sido torturador durante la dictadura militar brasileña en la década del ’70, sabiamente lo rechazó como paciente; percibió que no habría condiciones para acogerlo en todas sus facetas. Porque no basta -como quieren ciertas escuelas psicoanalíticas- con que el psicoterapeuta ponga su deseo en suspenso; es necesario, de hecho, funcionar en un circuito que -aún siendo un recorte en la personalidad del psicoterapeuta- haya sobrepasado la valoración moral. Lo cual significa decir que la función de acogida debe movilizar, en el psicoterapeuta, el más-allá-del-hombre, esa “nueva manera de sentir, pensar, valorar” que, “ni fruto de un progreso, ni punto culminante de una recta ascendente, (…) interviene en un momento cualquiera del proceso circular eterno, que es el mundo” . El-más-allá-del-hombre designa entonces, un circuito-de-fuerzas que opera en una dimensión supra-moral tanto en el nivel de las sensibilidades, cuanto en el pensamiento; consecuentemente en el nivel de la interpretación, valoración. Como función anónima e inconsciente -en el sentido de inconsciente activo– puede ser movilizada en el trabajo psicoterapéutico, a través de una postura activa, supra-moral, del terapeuta Eso presupone, entretanto, que en el nivel de su propia vida, el terapeuta haya superado, en gran parte, la perspectiva moral y liberado una buena porción de las fuerzas activas que componen su ser/devenir . Incluso aunque la función terapéutica opere en un nivel diferenciado de desarrollo/distanciamiento afectivo -en la medida en que ese vínculo está bastante circunscripto y delimitado por reglas propias- alguien que, en otras dimensiones de su vida permanezca fundamentalmente accionado por valores morales muy difícilmente pueda, en la función terapéutica traspasar esa meseta. Los límites que cada psicoterapeuta va a encontrar en ese sentido -y que van a variar de caso en caso, de encuentro en encuentro, de situación en situación- van a definir justamente el ámbito posible de psicoterapia en cada momento. Pues es a partir del más-allá-del-hombre que la psicoterapia puede ejercer sus dos funciones básicas, la primera de ellas la acogida supra-moral. Esta función, capaz de crear asiento y morada para todos los circuitos de la personalidad del paciente -respetados, claro está, los límites del propio contrato terapéutico- es, no obstante, apenas condición para poder ejercer la segunda función: una selección de orden superior, cuya naturaleza presupone, también, el más-allá-del-hombre. Este circuito por estar dotado de un tipo de sensibilidad capaz de entrar en resonancia con las fuerzas activas, marginales, dondequiera que estén irrumpiendo, logra -a través de esa primera selección- condiciones para una alianza terapéutica. A partir de ahí, a través de la interpretación -como forma de valoración transmutante de valores– podrá operar una segunda selección: extraer de las formas extensivas, históricas -representación aprisionante, código moral que capturó y esclavizó a las fuerzas vivas- las intensidades, fuerzas plásticas tornadas impotentes y aprisionadas en las representaciones . Pero para eso la interpretación tendrá que ser una interpretación genealógica, capaz de deconstruir la representación aprisionante. Cabe precisar más qué significa eso.
Deconstruyendo representaciones, decodificando síntomas: notas sobre la interpretación: En psicoterapia.genealógica se puede denominar interpretación cualquier movimiento -verbal o no- capaz de operar una ruptura, una transmutación de valores. Pero, puesta así, esa noción incluye otra: la de acontecimiento. Se puede entonces considerar, sólo a modo de una descripción más didáctica que descriptiva, que el acontecimiento comprende la dinámica de las fuerzas y la interpretación, la producción de sentido. Digo más didáctica que descriptiva porque, en rigor, todo acontecimiento es por definición, interpretante -o no es acontecimiento; toda interpretación -si fuese, de hecho, efectiva- envuelve necesariamente un acontecer. Eso quiere decir que esas dimensiones no son, de hecho, discriminables, a no ser como expresiones, facetas del mismo movimiento. De cualquier manera, por la definición propuesta, hasta incluso una mirada o una carcajada, en un momento oportuno, pueden funcionar como interpretación. Una dramatización, de la misma forma, puede tener una función interpretante, siempre que su meta no sea primordialmente catártica o reparatoria, como comúnmente se pretende en las terapias psicodramáticas vigentes. El ejemplo de Carolina puede ilustrar esa diferencia y dar un poco más de precisión para la concepción de interpretación que aquí se busca. Se trata de una paciente de un grupo compuesto sólo por mujeres, que funciona hace casi un año, teniendo como terapeutas a Lídia Rosenberg Aratangy y a mí. En la sesión aquí descripta, Carolina comenta que su gordura la hace sentir que su cuerpo está desprovisto de atractivos, un cuerpo masculinizado que, en su vivencia, es una barrera para que los hombres se interesen por ella. Así justifica su soledad. En cuanto habla, otros miembros del grupo la acompañan con atención, bastante involucrados emocionalmente, lo cual probablemente la impulsa a seguir hablando más. Entonces, van apareciendo algunas asociaciones: para ella, la idea de femeneidad, de capacidad de seducción, están vinculadas a las figuras de la madre y de una hermana ya muerta. Esta hermana falleció siendo bebé, cuando Carolina tenía tres años, como consecuencia de una enfermedad que no pudo ser tratada adecuadamente, por falta de recursos en la ciudad donde vivían. También parece que no supieron evaluar la gravedad de la enfermedad y trasladar a tiempo a la niña hacia un lugar con mayores recursos, lo cual -según Carolina- produjo en los padres una vivencia acentuada de culpa, que duró bastante tiempo. En ese momento del relato, su emoción comienza a transformarse en llanto y en una cierta inquietud corporal, en cuanto los otros miembros del grupo se mantienen solidarios, acogedores, participantes, como si un mismo flujo nos traspasase a todos, produciendo en cada uno vivencias singulares, pero manteniéndonos a todos sumergidos en el relato de Carolina. Lo que la torna, en lenguaje psicodramático, una protagonista, etimológicamente: el primer combatiente, es como si en ese momento, las fuerzas presentes en el grupo, aquellas que persisten en la lucha por la vida, se condensasen en aquel punto, en aquella historia, en aquel movimiento que comienza a transformarse en llanto y que, si no fuese bien instrumentado, puede perderse en la pura emoción. La dramatización surge, entonces, como un recurso, en función de esa coyuntura condensadora de fuerzas y como forma de mapear más detalladamente el campo donde se da el combate. Llamada a dramatizar, Carolina monta una escena donde trata de relacionarse con lo que ella denomina su “femineidad”, representada por una compañera de grupo. Son dos mujeres, puestas frente a frente, ejecutando movimientos donde una trata de tocar a la otra sin conseguirlo; la misma imposibilidad aparece en los dos lados, cuando Carolina representa alternadamente cada uno de los personajes. Yo, que desde afuera dirijo la escena, percibo que algo intercepta ese encuentro; entonces le pregunto qué le impide el movimiento y ella me habla de un obstáculo. Le pido que represente ese obstáculo en escena y ella pone a una tercera persona entre las otras dos, puesta de frente hacia la persona que la representa y de espaldas hacia la “femineidad”. Llamada a representar ese tercer personaje, como “obstáculo”, ejecuta un doble movimiento corporal: al mismo tiempo en que intercepta el encuentro entre “Carolina” y la “femineidad”, repite los movimientos corporales de Carolina, como un espejo. Hasta entonces, la escena era ejecutada solamente por movimientos corporales, sin habla. A partir de ahí, pido que Carolina represente nuevamente cada uno de los personajes, poniendo habla en las acciones. Entonces, de repente, brotan nuevas asociaciones: la imagen de mujer con que ella trata de relacionarse no es sólo la femineidad, sino también la hermana muerta. El obstáculo aparece, entonces, como la figura del padre, que quiere defenderla de la muerte y, en cuanto tal, da “femineidad”, identificada con “fragilidad” y con “condición mortal”. Y lo que es más interesante: en cuanto intercepta sus movimientos en dirección a esa femineidad/hermana/muerte, el personaje-padre refleja los movimientos del cuerpo de Carolina a partir del propio. Entonces, mi habla sólo describe y pone en palabras lo que Carolina ya vive en escena: “Percibí: la máscara de hombre que recubre tu cuerpo es el reflejo del cuerpo de tu padre. Ella trata de interceptar tu encuentro con la femineidad, porque la identifica con fragilidad; quiere con eso protegerla de la muerte”. Sorpresa, perplejidad, perdida del suelo, alivio. Fin de la sesión. Primera constatación: la interpretación/acontecimiento, capaz de desmontar, deconstruir la representación “cuerpo masculinizado” comienza en el montaje de la primera escena y termina en el habla del terapeuta; es el recorrido como un todo que es interpretante. Entretanto, la dramatización no tiene ahí finalidad catártica o reparatoria alguna; ella funciona como un proceso de montaje y desmontaje de la máscara: precisamente eso. Percibiéndola como un montaje, una construcción circunstancial, calcada de accidentes de la historia, el paciente puede, entonces, percibir su carácter mutante. Pero para eso es necesario decodificar el síntoma, desmontar el código que sustenta la máscara, para dejar patente que él se produjo por un accidente, una casualidad, quizá una debilidad humana. Entonces, la representación aprisionante se desmorona, liberando a las fuerzas cautivas hacia un nuevo devenir. Cerca de un mes después de esa sesión, tiempo durante el cual la paciente estuvo bastante callada, ensimismada, aunque siempre presente en las sesiones, ella relata una visita de la madre, cuando por vez primera, habían logrado encontrarse para hablar sus asuntos femeninos, contándose experiencias amorosas. Dos meses después, el grupo comentaba los obvios cambios en su apariencia y en la manera de vestirse: más vanidosa, más cuidada, más bonita. Y ella cuenta: tenía un novio. Algún tiempo después, probablemente impelida por una necesidad de testear hasta el fin su femineidad, quedó embarazada. Ella consiguió, pues, aunque parcialmente -y como parte de un proceso de vida- liberarse de las fuerzas morales que aprisionaban su devenir-mujer. Antes la vida era algo a ser buscado en el plano de la inmortalidad, en la ilusión de una representación perenne, indestructible, identificada con el Bien. Ahora ella podía gradualmente ir asumiendo sus fragilidades humanas y lanzarse hacia la aventura y el riesgo: la vida retornaba múltiple, cautivante, seductora y -lo que es mejor- le devolvía su condición de mujer.
La transferencia y el eterno retorno– es necesario decir que, desde que Freud describió ciertos movimientos estructurantes del proceso analítico bajo la categoría de la transferencia, la cuestión no dejó de intrigar y desafiar a diferentes psicoterapeutas, volviéndose punto de pasaje obligatorio de cualquier reflexión seria, independientemente del abordaje teórico desarrollado. Definida por él como un desplazamiento de la carga afectiva originaria de antiguos deseos reprimidos para el psicoanalista, se tornó luego, punto de apoyo privilegiado para el retorno de lo reprimido y, consecuentemente, ocasión propicia para la interpretación. La propia efectividad de ésta, pasó, entonces, a ser descripta como sacando provecho de la formación de esa neurosis de transferencia, en la cual los síntomas neuróticos y las respectivas represiones que los sustentaban, al ser transferidos hacia la relación analítica, eran actualizados y podían funcionar como trama vivencial para la interpretación. Desde entonces, la transferencia ha sido comúnmente descripta a partir de las categorías de la repetición y del retorno: repetición de prototipos infantiles, retorno de lo reprimido. Por ahí comienzan las diferencias. En la concepción que aquí se formula, el pasado, en cuanto acosa al presente como fantasma, permanece, no se repite; además de eso, no hay represión. A partir de esas constataciones, es necesario pensar la repetición y el retorno, en psicoterapia-genealógica, por otras vías. Pero antes de entrar en esa cuestión, conviene explorar mejor la anterior. Nietzsche decía que, si hubiese una identidad estable de las cosas o una posición de equilibrio, eso sería razón para que el mundo no saliese de ese estado de cosas y no para entrar en un ciclo que implicase retornos”. Eso quiere decir que lo que permanece igual sólo puede mantenerse, cuando prolifera mucho, no retorna. Cuando pensamos en el circuito-neurótico, en las fuerzas prisioneras que sólo logran un tipo de potencia: la de tornar impotentes a todas las otras fuerzas que encuentran por el camino, tenemos la sensación de estar en contacto con la permanencia y la proliferación de lo mismo. Pero, en verdad, lo mismo que permanece y que es propagado es la calidad moral del código interpretante que, al diseminarse por las otras fuerzas, las separa de las respectivas potencias, tornándolas reactivas. Ese código puede hasta incluso sufrir transmutaciones a través de ese desplazamiento, pero, por ser moral su origen constitutivo, existe una dirección del movimiento que se mantiene y se propaga: la de aprisionar y castrar las fuerzas vivas, disciplinando su devenir originalmente caótico. Así, cuando ciertos recuerdos invaden el presente, porque el pasado no puede ser digerido o elaborado, es siempre posible detectar ahí la presencia de fuerzas morales que, al imponer su marca a las otras fuerzas y al tornarlas impotentes para cualquier reacción instauran un conflicto de difícil resolución. En el origen y propagación del conflicto está la calidad moral del código, que se mantiene. Pero cuando hablamos de calidad del código, estamos hablando de direcciones interpretativas creadas por los signos. La confusión que el término repetición permite, viene toda de ahí: repetir (del latín repetere) significa “volver a decir o escribir” , o sea, remite directamente al lenguaje. Debido a una larga tradición metafísica y moral, el lenguaje, a su vez, quedó marcado por el carácter homogeneizante y disciplinar, que reducía la polivalencia mutante del devenir a la generalidad abstracta y bien comportada del concepto. Entretanto, ya mostré en otro texto, que no todo el lenguaje es homogeneizante y reduccionista, que existe un lenguaje creativo y productor de sentido; más que eso, que el lenguaje creativo es el lenguaje por excelencia. Lo mismo puede afirmarse de la repetición: todo lo que se repite se vuelve a decir y se produce con sentido nuevo. Existe, sin duda, un tipo de repetición homogeneizante, asociada al lenguaje empobrecido, vulgar, al lenguaje esclavizado por ciertos valores, pero esto designa más una degradación de la repetición que su significado más noble, más rico. Por eso tenemos que decir que un prototipo infantil del pasado permanece y no se repite o, si se repite, no permanece. Pero entonces ¿cómo describir aquí la producción de la transferencia? Pienso que ella se produce en un primer momento como permanencia y en un segundo, como repetición. Es aquello que permanece en cuanto interpretación pasada, invadiendo el presente, que podemos llamar transferencia; caso contrario, la propia noción pierde sentido. La palabra “transferencia” quiere decir precisamente eso: el desplazamiento de un código, de una interpretación, de una situación pasada hacia una situación presente. Además, en la medida en que esta interpretación no es obra de la conciencia del paciente, sino del código que domina y controla el campo de fuerzas aprisionado, la situación presente, ya le está dada con ese sentido que lo envuelve por entero, faltándole cualquier distanciamiento o contraste diferenciador, capaz de permitirle la percepción del origen de la interpretación. Entretanto, en la medida en que se realiza, la transferencia abre camino para la repetición, o sea, para que de vivencia muda y pasiva, ella se vuelva a decir, pase de nuevo a la palabra y pueda, entonces, entrar en un proceso transmutador. Ese proceso transmutador está garantizado por algo que está siempre retornando y que no es lo reprimido, sino la singularidad, la diferencia, el azar o el caos, como posibilidad siempre renovada de una nueva partida de dados, de una nueva combinación, nuevo sentido, nueva interpretación. Estoy hablando de lo que Nietzsche denominó eterno retorno: “No hubo inicialmente un caos, después poco a poco un movimiento regular y circular de todas las formas; (…) si algún día hubo un caos de las fuerzas era porque el caos era eterno y reapareció en todos los ciclos. El movimiento circular no devino, él es la ley original, del mismo modo que la masa de fuerza es la ley original, sin excepción, sin infracción posible. Todo el devenir pasa en el interior del ciclo y de la masa de fuerza” O sea, todo el devenir pasa en el interior del ciclo donde el caos está siempre retornando y es la única ley original. Eso quiere decir que, por más que el universo humano imponga sentidos cerrados o trate de homogeneizar el devenir, ya sea porque el miedo a lo desconocido lleva a la necesidad de control, sea porque el propio devenir queda, a veces, enredado por códigos en sus flujos, el caos es la vida múltiple y desbordante que está siempre retornando, porque es la única ley, sin excepción, sin infracción posible. Sin duda, es siempre posible eludirla y dejar que ella pase de largo; el neurótico puede permanecer años aprisionado en sus prisiones, atormentándose en un sufrimiento sin fin, habiendo transformado el pasado en eternidad. Entretanto, es también posible que la transferencia al pasar por la repetición, pueda entrar en el ciclo del eterno retorno y al volver a decir, se diga con los signos capaces de desmontar el código moral aprisionante y liberar las fuerzas cautivas, haciendo retornar el azar, la multiplicidad, el devenir. Pero- nunca está de más repetir- para eso ella tiene que hacer interpretación genealógica, capaz de desmontar el código y la representación aprisionantes.
Esa ruptura puede venir de cualquier lugar y ser accionada por cualquiera: un miembro del grupo terapéutico en un momento inspirado; el propio paciente en foco; la interpretación del terapeuta en una situación transferencial. El lugar desde el cual vendrá no es, de hecho, decidido por las conciencias involucradas: al ir gradualmente acogiendo la vida haciendo alianza con sus fuerzas, dondequiera que emerjan -ricas, cautivantes, seductoras- el espacio terapéutico estará buceando en el ciclo del eterno retorno. Entonces, cuando menos se lo espera, su presencia se hará sentir, actualizada en algún pliegue del espacio terapéutico: el más-alla-del-hombre, punto de ruptura y de trascendencia, capaz de formular -a través de un cuerpo, de un habla cualquiera- el signo mágico en el momento preciso.. Un poco como en los cuentos de hadas.
Lo cotidiano de la psicoterapia: mapeando fuerzas – un proceso psicoterapéutico no se hace solamente a través de rupturas y momentos iluminados, aunque tampoco se haga sin ello. Existe un cotidiano de la psicoterapia en general menos mágico, menos seductor, envolviendo paciencia y trabajo continuos sin grandes transformaciones aparentes. ¿Cuántas y cuántas veces, psicoterapeuta y paciente no llegan a entrar en un clima de desaliento, hasta de pesimismo, el primero por sentirse perdido, sin convicción de estar logrando acompañar e instrumentar el recorrido del segundo: éste, a su vez, por la necesidad de culpabilizar a alguien por su sensación de fracaso? ¿Y cuántos y cuántos procesos terapéuticos no se interrumpen prematuramente, por la victoria de los mecanismos de defensa movilizados de ambos lados? Por todos esos percances en el camino, es importante saber valorar los pequeños acontecimientos, las victorias aparentemente insignificantes de las fuerzas activas, dondequiera que acontezcan. El cotidiano de la psicoterapia consiste, la mayoría de las veces, en un trabajo de acoger los circuitos y mapear los flujos que lo componen, discriminando las fuerzas activas y las fuerzas reactivas, sus lugares, su tipo de acción, su sentido genealógico. Un ejemplo simple puede ilustrar esa cuestión. Se trata de un paciente recién separado de su mujer, sumergido en una crisis depresiva acompañada de una vivencia de desprotección bastante acentuada. En ese momento, habiéndose investigado en la terapia los mecanismos productores de esos síntomas, pero habiendo una impotencia por parte del paciente para ir más allá, la cuestión que él trae a la sesión es aparentemente simple: decidir si vuelve a trabajar o aprovecha tomarse unas vacaciones atrasadas. Ahí el psicoterapeuta tiene dos opciones: o permanece lidiando con la impotencia -sea hasta investigando su sentido transferencial– o acepta la nueva dirección de trabajo propuesta. Si él cree que su función es descubrir sentidos ocultos, fatalmente elegirá la primera opción, pensando: “la decisión de volver a trabajar o tomarse vacaciones es algo que sólo le compete al paciente, por eso la debe traer a sesión como una defensa contra el trabajo terapéutico”. Pero si cree que una de sus funciones importantes es ayudar al paciente a mapear los campos de fuerzas en los cuales está moviéndose, la nueva demanda puede ser un trabajo instigante y bastante provechoso: discriminar cómo la perspectiva de vuelta al trabajo está transformando el espacio de vida del paciente, qué tipo de fuerzas están siendo movilizadas y en qué direcciones vitales. Aquí no valen las argumentaciones del tipo: “pero yo sólo puedo trabajar con las significaciones que se refieren al campo transferencial” o “nada puedo interpretar respecto de un trabajo ajeno, que desconozco”. El terapeuta-genealogista sabe que ese mapeamiento de fuerzas será hecho primordialmente por el propio paciente; que él será sólo un instrumentador de esa discriminación: que, por otro lado, todo mapeamiento es provisorio y parcial, en la medida en que intenta cartografiar fuerzas en devenir. Pero él también sabe que esta discriminación puede orientar al paciente en dirección a las fuerzas activas, a los respiraderos vitales, dondequiera que se estén formando, un poco como el mapeamiento del cielo estrellado puede servirle al viajero perdido. Sabe también que, en ese momento crítico, es fundamental buscar alianza con las fuerzas activas, discriminar los huecos por donde se están infiltrando, caso contrario el paciente difícilmente conseguirá atravesar la crisis. Este trabajo de mapeamiento, envolviendo una cuestión aparentemente simple como esa, puede entonces, tornarse más importante que cualquier otro, en el cotidiano psicoterapéutico. Pero se podría preguntar: ¿Y si, de hecho, todo eso tuvo un sentido transferencial? Entonces, en algún momento, eso aparecerá de alguna forma o será tratado en cuanto tal. El psicoterapeuta-genealogista no se rehusa a interpretar la transferencia cuando se percibe envuelto en un código del pasado, que desplaza hacia él re-sentimientos no digeridos; pero cuando no lo percibe, no se queda buscando cuernos en cabeza de caballos… Él sabe que la interpretación de la transferencia no ocupa un lugar fijo dentro del proyecto genealógico y que, la propia discriminación de su ocurrencia en la relación terapéutica sólo puede advenir de un mapeamiento de fuerzas focalizado en sus desplazamientos dinámicos. Entonces, él está siempre empeñado en su función de cartógrafo , tanto lanzado en el aquí y ahora relacional cuanto buceando junto con el paciente en los diferentes circuitos a través de los cuales el mundo exterior se presenta, movilizando decisiones y respuestas. Él sabe inclusive que, intuitivamente, estará priorizando ya sea uno de los focos, ya sea el otro, pero que nada ahí está inmóvil y que son las propias fuerzas en devenir que lo afectan e impulsionan en una u otra dirección. Esta simultaneidad foco-móvil, articulando diferentes niveles de envolvimiento/distanciamiento afectivo, constituye la médula del pulsar terapéutico, el movimiento a través del cual terapeuta y cliente pueden, efectivamente, realizar juntos esa función difícil e instigante de intérpretes de la vida, astrólogos del destino. Sólo que ahí las cartas son fuerzas vivas, el juego de búsqueda del tesoro, el caos que eternamente retorna y se lanza, el encuentro terapéutico un pulsar conjunto de sensibilidades en una danza sin coreografía previa.
La psicoterapia individual y la muerte del individuo– El término psicoterapia individual, dentro de la perspectiva genealógica, pierde totalmente el valor si fuese tomado en un sentido dinámico: en ningún momento se pretende estar trabajando con un individuo, en el sentido original de la palabra (que, etimológicamente significa indiviso, no-dividido). La concepción de hombre aquí asumida es siempre múltiple y no totalizable, a no ser en el plano de la representación ególatra que, conforme lo ya señalado, está más ligada a la mirada-espejo de la comunidad que al funcionamiento dinámico de la personalidad . Entretanto, es imposible negar que el término mantiene su sentido en dos planos: primeramente, en el plano de la representación de sí mismo que el paciente hace y que sólo se transforma paulatinamente, a lo largo del proceso terapéutico. Como consecuencia de eso, también en el plano del contrato terapéutico la palabra individuo mantiene su valor: es a partir de esa representación y de su significado vigente. De la crisis de identidad por la cual ella generalmente está pasando, que viene en busca de la psicoterapia y la aceptación de las reglas del contrato terapéutico: frecuencia de sesiones, pago de honorarios (si el psicoterapeuta fuese un profesional liberal) etc. Cuando procura la terapia, en general, el paciente ya percibió que alguna cosa va mal, no funciona bien, que esa cosa pomposa que él llama “yo” no está dando cuenta de su recado. Pero la primera expectativa -que perdura durante gran parte del proceso y muchas veces es responsable por el abandono prematuro del mismo- es de que la psicoterapia va a restaurar esa representación y la confianza en su unidad. Y muchas psicoterapias operan, de hecho, en esa dirección. No es ése, evidentemente, el caso de la psicoterapia-genealógica que, muy por el contrario, espera poder ayudar al paciente a acoger lo desconocido que lo constituye y lo traspasa, la multiplicidad y movilidad de las fuerzas que, todo el tiempo, diseñan y rediseñan el adentro y el afuera en procesos de subjetivación singulares. El psicoterapeuta-genealogista reconoce en esa crisis de identidad y de falencia del ego las primeras señales que apuntan hacia la muerte del individuo y la superación de los valores morales-utilitarios que lo sustentan en cuanto representación. Se puede decir que gran parte de la psicoterapia consiste en ese proceso de superación de las resistencias para que el individuo acepte morir y ceder lugar al self, sus ejes móviles y transitorios, su fondo perenne de muerte y resurrección, en una contínua superación de sí mismo que apunta hacia el más-allá-del-hombre. Ahí se trata de un proceso de muerte libre, para usar la expresión de Zarathustra. Sin duda, lleva algún tiempo hasta que el paciente pueda entender el sentido de esas transmutaciones y elegirlas libremente; desde el inicio, él sólo sabe que no logra contener más esas luchas internas que le amargan el espíritu y le roban el piso. Él viene a buscar el espacio acogedor que su alma no posee. La psicoterapia individual se convierte así, en abrigo, la guarida donde viene a procurar refugio y hospedaje aquellos que se perdieron de sí mismos y se volvieron viajeros involuntarios, sin tierra y sin suelo. Allí buscan la garantía de un territorio hospitalario, en la competencia de un profesional. Realizadas las primeras entrevistas y hecho el contrato terapéutico, la psicoterapia-individual se puede realizar de varias formas: hay terapeutas que prefieren trabajar con el diván porque vienen de una formación psicoanalítica y ven las ventajas en ese abordaje; otros, como yo, que vengo de una formación psicodramática, prefieren la disposición cara a cara, porque aprendieron a trabajar así y se sienten más confortables. De cualquier forma, ahí nada es absoluto en términos de encuadre y de técnica: el diván puede ser bastante ventajosos en momentos donde se necesita una soledad productiva, una mirada hacia uno mismo, pero puede ser muy desalentador en momentos de intensa fragilidad en los cuales la mirada misma del psicoterapeuta puede resultar acogedora. También habrá terapeutas que prefieran trabajar en un nivel exclusivamente verbal y otros que echarán mano a otros recursos: dramatización, relajación, masajes. Pienso que se pueden utilizar innúmeras técnicas siempre que se las domine suficientemente bien en cuanto tales y se tenga un eje metodológico definido y claro. También es importante recordar que las técnicas necesitan ser repensadas, redefinidas y, eventualmente, transformadas para ser utilizadas en psicoterapia-genealógica, no cabe, de forma alguna, la mera transposición de su referencial teórico-metodológico de origen . Si la psicoterapia genealógica permite esa flexibilidad técnica, es porque ella es capaz de mirar la multiplicidad de terapeutas y de pacientes y saber que no existe la herramienta perfecta. Eso no significa, de forma alguna, eclecticismo y falta de rigor; implica, por el contrario, que cada psicoterapeuta al recrear la utilización de determinada técnica, pueda describir y refrendar su uso frente a los objetivos que se buscan. De cualquier forma, la atención fluctuante y la libre asociación son dos herramientas psicoanalíticas que siguen siendo extremadamente útiles: la primera, por permitir una resonancia y una percepción más multidimensional y móvil por parte del terapeuta; la segunda, porque lleva al paciente a expresar el devenir de las fuerzas en sus condensaciones y desplazamientos por las cadenas verbales . Las cuestiones transferenciales y contratransferenciales que puedan ser movilizadas por técnicas corporales evidentemente tiene que ser evaluadas por quien las utilice . La frecuencia terapéutica, en general, varía de dos a cuatro sesiones semanales, dependiendo del tipo de cuidados que el paciente inspire y de su capacidad de elaboración; terapias con una sola sesión semanal son, en general, pobres, funcionando mucho más como descarga emocional y permitiendo acogida y elaboración precarios. Entretanto, nada es imposible: ya oí relatos de procesos terapéuticos bastante ricos y realizados a través de sesiones quincenales, dadas las características de la situación; es así además, como funcionan la mayor parte de las psicoterapias realizadas en hospitales públicos en el interior del país, donde las personas tienen, muchas veces, que viajar de una ciudad a otra para ser atendidas . Cualesquiera sean los recursos disponibles, el objetivo entretanto es uno sólo: abrir el camino para las fuerzas activas, plásticas, dondequiera que estén; preparar el advenimiento de un nuevo funcionamiento de la personalidad donde la maleabilidad, la invención, lo improviso, sean las armas mayores. Del inicio al fin del proceso, como el horizonte que lo posibilita, lo inspira, lo acoge, lo impulsiona, está el deseo de auto- superación, la muerte activamente deseada y escogida como condición para un renacimiento, en busca de la conquista mayor: una envergadura interior capaz de acoger la vida en toda su riqueza caleidoscópica. Como dijo Fernando Pessoa: “Todo vale la pena, si el alma no es pequeña”.
La psicoterapia de grupo en el encuentro de Dioniso: sociabilidades en transmutación– Desde que abandoné voluntariamente la perspectiva teórica psicodramática, he pensado seriamente el lugar de la psicoterapia de grupo dentro del proyecto nietzscheano de transvaloración de todos los valores. Lugar difícil de circunscribir, en la medida en que deben haber existido pocos pensadores más contrarios a proyectos colectivos, gregarios, que Friedrich Nietzsche. Un apologeta de la soledad, vivida y practicada con certeza y defendida teóricamente como lugar de diferenciación, frente a una cultura de masas promotora de valores esclavos, Nietzsche sabía que una visión del mundo que pretendiese denunciar los valores vigentes y traspasarlos estaría condenada a contar consigo misma . Sin embargo, en el interior mismo de su soledad diferenciadora, él fue un cultor de la amistad, hay que tener en cuenta su relación con Peter Gast . También reconocía esa valor como uno de los más nobles de todos los tiempos: una relación simétrica entre hombres fuertes. ¿No sería por ahí que se debería buscar el sentido más amplio de la psicoterapia de grupo? No de forma tan directa: amistad no es la mejor designación para esa relación que acontece regularmente una vez por semana, que envuelve una gran intimidad, pero no continúa fuera de ese espacio determinado . Eso sin hablar de un grupo terapéutico -por la artificialidad de su composición- termina reuniendo personas que, en el mundo social, jamás se cruzarían o mantendrían vínculo alguno, sino que allí aprender a compartir experiencias fundamentales. Por fin, existe una tercera razón, que tiene que ver con una peculiaridad que caracteriza al espacio terapéutico, que es el de poder crear un nivel de intimidad que en la vida social demanda un tiempo mucho mayor y, además de eso, posee otras características. El hecho es que, al finalizar una psicoterapia de grupo, pocos terminan manteniendo una relación de amistad. Tal vez porque han aprendido a percibir que, en un grupo terapéutico, las relaciones primordiales no se tejen entre personas, sino entre circuitos afectivos que o se enfrentan, o se reflejan, vivencias de dolor y de alegría que explotan y se multiplican en formas singulares; fuerzas que o se condensan, ganan potencia y rompen prisiones simbólicas, o se desplazan por todo el espacio grupal, como manos energéticas acogiendo y sustentando las emociones más viscerales . Más un laboratorio de vida social -donde todo es percibido con lentes microscópicas- que un espacio de convivencia, la psicoterapia de grupo crea un tipo de relación que difícilmente encuentre lugar en el mundo exterior . Por eso el término amistad no sirve para designarla, a no ser que lo transmutásemos a tal nivel que él dejase de designar lo que comúnmente designa en la vida social, para asumir ese sentido peculiar. Los amigos, en general, no conocen ese tipo de relación, vuelta al revés y ampliada en las filigranas; incluso las grandes amistades de siempre preservan un cierto pudor, cierto recato. En ese sentido, es importante constatar que la psicoterapia de grupo crea nuevas formas de sociabilidad, que se producen más acá y más allá de las formas vigentes. Acá, en el medida en que se disecan, desmontan las formas vigentes para dejar aparecer los códigos morales que las produjeron y las fuerzas impotentes en ellas aprisionadas; además, en la medida en que, al deconstruir esas formas, terminan liberando las fuerzas cautivas y restaurando la plasticidad creativa del devenir en dirección a nuevas formas. En ese sentido, es posible decir que las relaciones, en un grupo terapéutico, se producen en dos niveles: uno de identificación, ligado a las representaciones: formas extensivas, circunstanciales, históricas, que traspasan a todos y los hacen sentir en el mismo barco; otro, de singularización, ligado a las intensidades: fuerzas plásticas, liberadas, polivalente, virtuales, que tornan cada vida una experiencia única, cada acto, cada palabra, un devenir incomparable. Pues la psicoterapia de grupo es capaz de operar ese tipo de selección, separando aquello que, en la vida social, pertenece a la extensión, a la dimensión del espacio, a las formas históricamente constituidas, de aquello que pertenece a las intensidades, a la dimensión temporal, al devenir como movimiento productor de lo real. Selección que es fundamental en la transmutación de los valores de la vida: es necesario poder abandonar las formas caducas y lanzarse hacia el devenir creador, bañarse en el ciclo del eterno retorno. Entretanto, se podría contra-argumentar que ésa es también la función de la psicoterapia individual y que, hasta ahora, yo no realicé argumentación alguna que diferencie los dos tipos de terapia o que justifique la psicoterapia de grupo. En esa dirección, yo diría que la psicoterapia de grupo favorece la repetición de ciertos síntomas que son característicos de la situación grupal y que difícilmente aparezcan en la relación con el terapeuta en la psicoterapia individual. En segundo lugar, la psicoterapia de grupo posibilita un tipo singular de acogida, que es producto de las diferentes personalidades que componen el grupo y que opera inconscientemente. O sea, los circuitos y máscaras propios que cada uno no logra acoger terminan siendo proyectados y acogidos por otros, en un dinamismo próximo a la identificación proyectiva; ahí el conflicto se torna más soportable en términos de angustia y puede ir siendo paulatinamente elaborado hasta que cada uno sea capaz de acoger toda la diversidad propia. Cuando sucede en la psicoterapia individual, ese tipo de dinamismo crea bloqueos en la relación terapéutica mucho más difíciles de ser superados. En tercer lugar, la psicoterapia de grupo posibilita la producción de transferencias entre los propios miembros del grupo, favoreciendo también en ese nivel, que la relación terapéutica permanezca más libre de bloqueos y pueda operar más libremente. En cuarto lugar, la psicoterapia de grupo permite un nivel de intercambio de experiencias, muy enriquecedor y que también está ausente en la psicoterapia individual. En quinto lugar, tiene un costo bastante menor que el de la psicoterapia individual. Pero también tiene contraindicaciones y comporta dificultades. Pacientes que están atravesando situaciones de crisis vitales o de mucha fragilidad, en general, no soportan la situación grupal, necesitando de una atención y acogida mucho más exclusivas. Y la mayor dificultad de la psicoterapia de grupo es que necesariamente trae hacia el espacio psicoterapéutico los valores morales del mundo exterior, lo cual, incluso siendo interpretado y trabajado todo el tiempo, termina comprometiendo la función ética, de acogida. Siempre se producen identificaciones proyectivas macizas en un único punto del grupo, acompañadas de intentos de destrucción de esa dimensión proyectada y excluída, los valores morales disciplinares pululan como una avalancha. Es verdad que eso se torna cada vez más raro con el pasar del tiempo y en la medida en que el grupo aumenta su capacidad de elaboración. Pero siempre que eso sucede, es importante hacer que esos valores morales retornen a la fuente valuadora y buscar su génesis en la constitución de las personalidades en cuestión: si se permite que ellos crezcan y adquieran volumen -lo cual, además, es poco común en psicoterapias de grupo mal conducidas- ciertos pacientes más expuestos pueden ser masacrados, a veces con la anuencia del terapeuta, también arrastrado por la avalancha moralizadora. Es el fenómeno conocido como chivo expiatorio. No en vano, hay que considerar que la conducción de una psicoterapia de grupo es una tarea mucho más difícil y desafiante que una psicoterapia individual, razón por la cual he trabajado con grupos siempre en co-terapia, en los últimos años Entretanto, es inconmensurable la riqueza que ella aporta a nivel de experiencia afectiva, cuyas modulaciones pueden ir desde la emoción más bruta, incontrolable, animal, a las irradiaciones más serenas, fluctuantes, sublimes. En ese sentido, osaría decir que ella es, tal vez, la forma más rica de psicoterapia entre las existentes, posibilitando, con el pasar del tiempo, una relación simétrica entre hombres fuertes. Al promover, como ninguna otra forma terapéutica, la experiencia de la alteridad, con sus innúmeras caras caleidoscópicas; al tornar irrecusables la multiplicidad, el azar y el devenir, extrayendo de las formas caducas las fuerzas capaces de proseguir en la proliferación singular de la vida, la psicoterapia de grupo produce sociabilidades transmutantes capaces de ensayar formas experimentales hacia el más-allá-del-hombre. Aunque sea en un espacio circunscripto y, hasta cierto punto, marginal, cuyas irradiaciones hacia el mundo exterior son focales y punctiformes: aunque esté destinada a producir formas utópicas cuando se las confronta con el presente, la psicoterapia de grupo afirma su potencia La vida encuentra a Dioniso y hace de él su principio mayor.
Traducción: Andrea Alvarez Contreras
Buenos Aires, 22 de junio de 1999