Un abogado contrata para su estudio a un nuevo copista (o escribiente, o calígrafo, conforme la traducción) llamado Bartleby. Su tarea consiste en copiar documentos manuscritos. Se trata de un sujeto sobrio, silencioso, medio apagado, con un humor estable. El abogado resuelve ubicar a Bartleby en su mismo despacho, a un costado, frente a una ventana que da hacia una pared gris, y está separado de él por un biombo. Bartleby trabaja muy bien, rápido, en silencio y no causa problemas a nadie. El inconveniente es que él hace el trabajo sin entusiasmo alguno, mecánicamente. En una ocasión el abogado le pide que lo ayude a verificar una copia, y escucha detrás del biombo, la curiosa respuesta: I would prefer not to do it, preferiría no hacerlo. Una de las traducciones disponibles en portugués es, por cierto, insatisfactoria: Prefiero no hacer . Es imprescindible mantener aquí la extrañeza de la fórmula: Yo preferiría no, o sólo Preferiría no [2] . El abogado lo encuentra raro, se queda perplejo, insiste, discute un poco, pero decide dejar de lado el asunto. En otra ocasión, él necesita verificar con urgencia algunas copias importantes, y por detrás del biombo llega la misma respuesta impasible, Preferiría no hacerlo. Nuevamente el abogado es invadido por la perplejidad, pero la respuesta enunciada con tranquilidad, es seca e irrevocable. El abogado -que es el narrador de la historia- llega a decir que nada es más irritante que la resistencia pasiva. Pero también valora que cuando se está frente a algo inusitado y extremadamente irracional, pareciera que todo se invierte, y se comienza a dudar de la propia razón… Es lo que muestra la secuencia. La escena se repite muchas veces, con diversas variaciones. Una vez, con el resto de los calígrafos presentes, otra sin ellos, una vuelta el abogado le pide a Bartleby que vaya al correo, etc. Pero Bartleby sigue impasible, tranquilo, comedido en una especie –dice el libro- de indiferencia cadavérica, pero también de suavidad. Un domingo, el abogado pasa azarosamente por el estudio y percibe que Bartleby está allí instalado, y se da cuenta que él habita ahí desde hace ya varios días. El abogado se va inquietando más y más, está intrigado, exasperado, y oscila entre la compasión fraterna y la indignación, entre la piedad y la repulsión, con ese personaje que vive allí en su oficina, que no habla, que no come, que nunca sale, que está pálido y delgado, que es reservado aunque altivo, y que parece mentalmente perturbado. Todos sus esfuerzos para comprenderlo, para indagar en su historia, fracasan rotundamente, a todo él responde: preferiría no hacerlo, incluso cuando el abogado le pide que sea más razonable, él dice que preferiría no ser más razonable. El estudio es invadido por una extraña perturbación, las personas comienzan a usar el término preferiría sin siquiera percibirlo, y cuando se dan cuenta que están contaminándose por un extraño desasosiego, se quedan aún más desorientadas. El abogado considera que él ya está afectado en su manera de ser, que el otro ya perturbó los lenguajes y las cabezas de los demás funcionarios. Bartleby, que es un hombre más de preferencias que de decisiones, un buen día deja ya de hacer copias, y se queda plantado detrás del biombo, frente a la ventana y a la pared gris, hecho un alma en pena, inmóvil. Ahí, el abogado intenta hacer de todo, le quiere dar un dinero a modo de indemnización, quiere conseguirle otro trabajo, pero a todo le responde del mismo modo: preferiría no hacerlo. Finalmente en una suerte de resignación cristiana ya se acostumbró a la idea de la presencia inútil de Bartleby en el estudio. Comienzan a circular rumores extraños sobre dicho estudio, de modo que para mantener la buena reputación de su negocio –ya que no logra despedirlo- él resuelve cambiar el domicilio del mismo. La secuencia no es menos espantosa.
Ya se ha dicho que la fórmula I would prefer not to do it tiene esa fuerza por no ser negativa ni afirmativa. El abogado se aliviaría si Bartleby no quisiese, pero Bartleby no rechaza, ni tampoco acepta, y nisiquiera afirma aquello que él preferiría hacer en lugar de copiar y verificar. En suma, dice Deleuze, la fórmula es arrasadora porque elimina de forma igualmente impiadosa lo que se prefiere y lo que no. Aboliendo el término sobre el cual incide, y que ella rechaza, pero también el otro término que parecía preservar y que de ahora en adelante se vuelve imposible. Ella convierte en indistintas a las alternativas binarias entre lo preferible y lo no preferido, cava una zona de indiscernibilidad, una faja de indeterminación, que no deja de crecer. Es como si Bartleby dijese: Yo preferiría nada a algo: no es una voluntad de nada, sino el crecimiento de una nada de voluntad. Es un tanto schopenhaueriano, no querer nada, sino conseguir nada querer. Luego, volveremos a esta oposición. De cualquier modo, es un tipo raro de pasividad. Si dijese sí sería de inmediato clasificado de cierta manera, si dijese no sería clasificado de otra; en ambos casos sería considerado inútil, y él sólo sobrevive porque se mantiene en ese suspenso, en esa suspensión, en esa pasividad neutra. Blanchot comenta, en L’ écriture du desastre: hay un tipo de pasividad que nunca es suficientemente pasiva. En ese rechazo a toda formulación, en que se abandona la firmeza de un decir porque se abandona la firmeza de un Yo, de una identidad, hay un rechazo de sí que, justamente, no se frunce en el rechazo sino que se abre hacia un desvanecimiento, una especie de pérdida del ser… Es por ahí que se derrumba una cierta dialéctica porque rehusarse a hacer ya es entrar en un embate que alimenta la máquina de las contrariedades, sólo la refuerza. Pero Bartleby escapa de la contradicción, de la claridad, del sí, del ser. Es un neutro que nada tiene de neutro. El ni/ni, ni esto ni aquello, vacía el eje de sentido, la oposición misma. Elegir uno y rechazar lo otro es siempre sacrificar un lado en favor del sentido, es producir sentido. Lo neutro es exactamente una estrategia para escapar al juego de sentido, a sus oposiciones dadas, a sus capturas, a sus combinatorias prefiguradas.
El hombre gris y los clichés
Deleuze vincula ese análisis de la fórmula, con sus efectos de vacío de sentido, a un contexto histórico mayor. Él, inicialmente, observa que I prefer not to do it puede ser leído al revés, I am not particular, no soy particular, no tengo especificidad. Se trata de un trazo, o incluso de una utopía que habría atravesado a todo el siglo XIX, ya sea en la forma del proletario universal o inclusive en la del hombre norteamericano. El ejemplo más reciente de eso es El hombre sin particularidades, de Musil, traducido al portugués como sin cualidades [3] . Para Musil el gran atributo de ese hombre es que él no tiene atributo alguno, es el hombre cualquiera, el hombre sin esencia, el hombre que se rehusa a fijarse en alguna personalidad estable. Es el hombre de las grandes ciudades, de la impersonalidad, y que, sin embargo, pretende, en la nada que él es, descubrir el principio de una moral nueva para un hombre nuevo. Un inicio que comienza rechazando toda y cualquier cosa, para justamente poder comenzar alguna otra cosa. Si Deleuze puede hacer el elogio de esa idea de un hombre impersonal, gris, masificado, aunque eso contraríe su apología de la singularidad, es porque en esa extinción, en ese desvanecimiento, hay justamente un despegue de los códigos, una especie de decodificación, un desgarramiento imperceptible que puede engendrar nuevas singularizaciones. Ese gris sin características puede representar una especie de resistencia pasiva, apertura hacia un nuevo desasosiego. ¿No es ejemplar que, justamente, un Bartleby gris, inmóvil, petrificado, eche todo a correr, y desencadene una desterritorialización del lenguaje, de los lugares, de las funciones, de los hábitos, haciendo que la totalidad del mundo se deslice en una fuga desmesurada?
El contraste con Moby Dick es total, observa Deleuze. Por un lado, el capitán Achab, que en una frenética empresa atraviesa el océano; por otro, Bartleby que nisiquiera se mueve del despacho del abogado. Por un lado, Achab elige a una ballena y tiene por ella una preferencia absoluta, una especie de amor asesino; y por otro, el escribiente que no tiene preferencia alguna, y que preferiría no hacerlo. Allí el capitán en su pasión de abolición, para quien la ballena es el muro que él tendrá que atravesar, atrás del cual tal vez nada exista, y dice él, tanto peor si así fuera –es su voluntad de nada. Aquí el escribiente que rechaza todo y alcanza una nada de voluntad.
Zourabichvili mostró recientemente cómo esa nada de voluntad, fenómeno moderno, puede ser leída como una estrategia contra los clichés que formatean en nuestras reacciones frente al mundo. Todo lo que nosotros vemos, decimos, vivimos, imaginamos y hasta sentimos, ya lleva la marca del dèjá-vu porque está moldeado por los clichés sobre qué es vivir, imaginar, sentir, percibir. De modo que, una distancia irónica nos separa de nosotros mismos, ya no creemos más en lo que nos sucede, porque ya nada más parece suceder: todo tiene la forma de lo ya visto, de lo ya hecho, de lo preexistente. No obstante, en lugar que esa avalancha de los clichés que antes nos unían al mundo sea pensada como una catástrofe, la explicitación del cliché en cuanto cliché nos obliga a un reencuentro con el mundo. A partir de ahí, la nada de voluntad reconecta con la potencia de encuentro de una situación [4] . El final de los clichés puede así, viabilizar la creencia en el mundo del cual los clichés nos separaban. Es el punto de no retorno del nihilismo.
La enfermedad de la filiación.
La lectura hecha por Deleuze de la obra de Melville parece, inicialmente, contraponer dos tipos de nihilismo, el de Achab y el de Bartleby, la voluntad de nada y la nada de voluntad. Pero, de inmediato, ambos aparecen como el anverso y reverso de una problemática totalmente sorprendente en ese contexto. Uno sería el padre asesino, que lleva a toda su tripulación hacia una aventura sin regreso, y el otro es el hijo suicida, que arrastra a todos a su propio callejón sin salida. Y es como si esas dos figuras, en el exceso de sus características opuestas o complementarias terminasen parodiando su propia filiación, y así destituyendo no sólo la figura paterna sino también con ella todo el cortejo de implicaciones morales, sociales y políticas que carga. Bartleby habría rechazado, en el abogado, al padre que éste quiso ser, y no se ofrece como el hijo que esperaba. Deleuze lo dice con todas las letras: si la humanidad puede ser salvada, es sólo a través de la disolución y descomposición de la función paterna. Es ésa una de las enfermedades de la civilización, denunciada tanto por Melville cuanto por D.H. Lawrence: la filiación, la autoridad paterna, el paternalismo, y con ella la caridad, la sumisión totalitaria y totalizante que esa filiación presupone o realiza. Es un conjunto de peligros que persisten, a los cuales Deleuze contrapone una comunidad célibe, una alianza entre hermanos, una relación de confianza y no de filiación. Es a través de esas características que se va diseñando otra América, archipiélago, sociedad fraterna, patchwork.
Antes de introducirnos en aspectos tan amplios, detengámonos aún un momento en la mencionada polémica de la filiación. Por ejemplo, Deleuze se pregunta: ¿habría una relación de identificación entre el abogado y Bartleby? Y enumera los tres elementos necesarios para que sea posible una identificación: una forma, un sujeto y el esfuerzo del sujeto para asumir esa forma. La forma puede ser una imagen, un retrato, un modelo, una representación, poco importa: en general, es la imagen del padre. El sujeto en general es un hijo. Muchas novelas narran la aventura de ese aprendizaje, de esa formación a imagen y semejanza del padre. Son las novelas de formación. En Moby Dick tenemos la imagen de la ballena, en Bartleby tenemos la imagen del abogado-padre. Lo que a Deleuze le interesa es cuando esa imagen-modelo-paterna es indigna, cuando ella es objeto de alguna incertidumbre, cuando ella misma se deforma y así pasa a desfigurarse el sujeto que sale en su búsqueda. Es sólo ahí, dice Deleuze, que la cosa se vuelve interesante, cuando el modelo paterno se deshace y el sujeto juega en una deriva. Cuando entre la ballena y el capitán surge un tercer elemento, un trazo de expresión, por ejemplo, las arrugas presentes tanto en la ballena cuanto en el rostro del capitán Achab, pero ese trazo de expresión, en vez de producir una semejanza entre los dos, gana autonomía y deshace la forma previa de ambos, arrastrándolos hacia una extraña aventura no-humana. También la expresión I would prefer not to do it tiene esa función. Ya no es Bartleby que copia para el abogado, o que copia al abogado, sino algo de la operación misma de la copia se corrompe en la relación entre Bartleby y el abogado, de modo que es el abogado, ahora, el que corre detrás de Bartleby. La fórmula destituye al padre de cualquier palabra ejemplar, y al hijo de cualquier posibilidad de copiar. Lo que parecía un proceso de identificación se convierte en un proceso psicótico. Dice Deleuze: un poco de esquizofrenia escapa del viejo mundo. Se crea una zona de indistinción entre los dos, una región de ambigüedad, en que ambos retroceden hacia algo anterior a su distinción, en una extraña cercanía. Con eso, toda relación vertical, de filiación, es sustituida por una alianza horizontal, de contigüidad, por un devenir en los dos sentidos, el capitán que entra en un devenir-ballena y la ballena en un devenir-otra cosa… Otros variados ejemplos son mencionados por Deleuze, en que en lugar de que un hijo se debata en un deseo incestuoso con la madre para poder identificarse mejor con el padre, él establece una relación incestuosa con la hermana en la cual se insinúa un devenir-mujer… Es una función de fraternidad que ya no pasa por el padre, que supone la destrucción de la imagen del padre.
El fondo filosófico de esa idea, ya está dado desde Diferencia y Repetición. Y es sencillo. Se trata de debatir el privilegio de la semejanza sobre la diferencia. El texto más explícito al respecto es el apéndice de Lógica del Sentido, intitulado: “Platón y el simulacro” [5] Yo resumo el argumento: Existen las Ideas (que son los modelos), las copias –que pretenden imitarlos-, y los simulacros –falsos pretendientes. Toda la operación platónica consistiría en discriminar los verdaderos de los falsos pretendientes, diferenciar las copias bien fundadas de los simulacros. Siempre se trata de “asegurar el triunfo de las copias sobre los simulacros”. ¿Y por qué las copias le ganarían a los simulacros? Justamente, por traer en sí ese carácter de semejanza, y esa semejanza no es sólo exterior, como cuando dos cosas son parecidas, sino también es interior, yo tengo la calidad de la justicia que me hace semejante a la Justicia y me otorga el derecho de ser el justo, exclusivamente, de representarlo. Por el contrario, los simulacros no son semejantes, agreden a la imagen, al modelo, a la Idea, al padre. El simulacro no es una copia de la copia, una copia degradada, él solo interioriza una no semejanza, una disimilitud, una diferencia. Deleuze entiende la fuerza del simulacro por ese poder suyo de subversión del Modelo, por su capacidad de esquivar lo Igual. De, en otras palabras, subvertir los presupuestos de la representación. A partir de ahí, en cuanto la copia gira en torno de lo Mismo, el simulacro gira en torno de lo Otro, él deviene otro, él se otra [6] , en una operación nítidamente iconoclasta. Entonces, revertir el platonismo significa hacer subir los derechos del simulacro, que termina negando tanto el original cuanto la copia, tanto el modelo cuanto la reproducción, en suma, toda jerarquía. Es la potencia para afirmar la divergencia y el descentramiento. Deleuze, atribuye tanta importancia a esa idea que llega a escribir que es por eso que se reconoce a la modernidad: por la potencia del simulacro (incluso si después se abandona el término, indexado por la onda posmoderna)
Es ése entonces el efecto del procedimiento que se ve en Melville: no hay más modelo ni copia, padre o hijo, cliché de la relación de filiación, sino relación incestuosa de fraternidad, de cercanía indiscernible, que produce otros tipos de asociación. De ahí, ciertas definiciones deleuzianas sobre el americano, hasta incluso en contraste con el inglés, calcos de ese sesgo de pragmatismo. El americano como aquel que se liberó de la función paterna inglesa, un hijo de un padre fragmentado. La América pensada como una combinación de Estados, como un sueño de hacer una nación, una familia, una herencia, un padre, una filiación, sino justamente de constituir un universo plural, una sociedad fraterna, una federación de hombres y de bienes, una comunidad de individuos anarquistas… [7] En esa lógica, ser depositario de confianza no dependería del hecho de ser parte de la nación, el hijo del mismo padre, sino simplemente de ser hombre sin atributos. Es lo que Bartleby reivindicaría, un poco de confianza, no caridad ni filiación, sino alianza. Es lo que Lawrence expresó así: contra la moral europea de la salvación y de la caridad, una moral de la vida en que el alma sólo se realiza ocupando la calle, sin otro objetivo, expuesta a todos los contactos, sin intentar jamás salvar a otras almas, desviándose de las que emiten un sonido demasiado autoritario o demasiado quejoso.
Política de las conexiones
Ya podemos retomar una afirmación hecha en páginas anteriores. Si la literatura es un diagnóstico de las enfermedades de nuestra civilización, una de ellas es la manía del padre, esa lógica de la filiación, y todo el cortejo de clichés y vicios que la acompaña, el paternalismo, la caridad, la carencia, la salvación, etc. ¿Y por qué privilegiar ésa, si hay tantas otras, tan destructivas y nocivas, como por ejemplo la manía de juzgar la vida, tan bellamente expuestas en por lo menos dos ensayos de Crítica y Clínica, uno sobre Artaud y otro sobre Lawrence? Tal vez porque ésa sea (es una hipótesis) la espina dorsal del hombre blanco, queremos decir que la enfermedad del hombre es el hombre blanco tomado como modelo. Más radicalmente, es la idea misma de Modelo la que ahí se cuestiona, el Modelo y sus Copias, la función misma de copista que el rechazo de Bartleby sólo dramatiza. La literatura es también el conjunto de las estrategias que apuntan a destronar esa lógica de la sumisión al Modelo, e introducir la diferencia. Ya no más identificación sino contaminación, no más filiación vertical sino contagio lateral. A partir de esa horizontalidad, se instala una nueva cercanía, una contigüidad volviéndose posible, y los devenires ponen en jaque la subordinación que el mimetismo, la identificación y el cliché reclamaban.
Incluso la definición que da Lawrence está en esa línea: es el lugar de los grandes símbolos vitales y de las conexiones vivas. Pero los judíos habrían sustituido las conexiones cósmicas por la alianza de Dios con el pueblo elegido (alianza vertical, en vez de horizontal), y los cristianos sustituirán eso por el pequeño lazo personal del alma con Cristo (cliché de la relación). Lawrence abomina ese pequeño lazo en que se da amor, o se lo toma; basta de amor –dice él, no amar más, no darse más, no tomar más (recuerda el “Basta de vínculos, apenas contigüidad de velocidades” del personaje de Pavlovsky en Poroto) Pues el amor es ya de un Yo. Sólo un Yo tiene algo para dar o algo para tomar, queriendo amar y ser amado, es ya el reino de la Imagen, del Sujeto, de la Persona. Al paso que el alma es un conjunto de flujos que extiende el hilo de sus “simpatías” y “antipatías” vivas. El alma pensada como vida de los flujos, fluida, móvil. Entonces, la cuestión es cómo encontrar bajo el Yo los flujos en su relación con otros flujos, e instaurar un máximo de conexiones –el cosmos como una física de las relaciones. El problema es cuando de ese flujo nos aislamos en un Yo, un sujeto, un objeto, un predicado, estableciendo entre ellos relaciones lógicas, subordinaciones, filiaciones, trascendencia, a partir de las cuales construimos un sistema de juzgamiento.
Lo que se plantea para Deleuze, ya sea a través de Melville y sus personajes, sea a través de Lawrence, o de la literatura anglosajona, en general, por la cual él siempre mostró una nítida preferencia, es una política de conexión que apuntase hacia una fratría de los flujos. La literatura misma es vista como ese ejercicio de las conexiones entre los diversos hilos.
Este capítulo pertenece al libro de Peter Pál Pelbart, A vertigem por um fío: políticas da subjetividade contemporânea –El vértigo por un hilo: políticas de la subjetividad contemporánea-, Ed. Iluminuras, São Paulo, Brasil, 2000.
Traducción: Andrea Alvarez Contreras
(T.A.A.) Traducción autorizada por el autor
Buenos Aires, 3 de agosto de 2004