A Marie Langer la vi por última vez en su casa de la calle Juncal, la mañana del 3 de diciembre de 1987. El país vivía todavía en la efervescencia de los comienzos de la democracia, después de esa noche espesa que fue la dictadura militar y Mimi, como la llamábamos, había regresado de Méjico con la intención de morir en la Argentina y no es una metáfora la expresión. Eligió ese final. Si no fuera por su enfermedad estoy segura que Mimi se habría quedado en Méjico, rodeada por el amor de sus dos hijas y nietos y de sus muchos amigos, pacientes, compañeros de militancia, aunque sus dos hijos varones vivieran en Argentina. Allí Mimi había reconstruido su piel resquebrajada por la pérdida del país, por la pérdida de lo que ella era en ese país, en este país del que huyó perseguida por la triple A, los escuadrones de la muerte conducidos por López Rega. Seguramente estuvo en la misma disyuntiva que otros exiliados. Con el advenimiento de la democracia, los exiliados dejaron de serlo y tuvieron que elegir en qué país seguir viviendo. Algunos retornaron y otros se quedaron, a veces sin razones muy razonables. Sostengo que Mimi se hubiera quedado en Méjico porque se fue quedando hasta que supo lo de su enfermedad y todavía más, hasta que su enfermedad se agravó y se hizo carne en el cuerpo.
Recuerdo que dudé ese día. Me daba miedo ir a verla, enfrentarla en su agonía, a ella que había peleado en tantos frentes, porque era mujer de dar batalla. Dieron testimonio de ello tanto los partisanos de la Guerra Civil española, como sus colegas en el campo de la Salud Mental, tanto los combatientes de la Nicaragua sandinista, como las mujeres de las muchas agrupaciones feministas que ayudó a crear. La llamé por teléfono alrededor de las 10. Le reconocí la voz de vienesa porteña arrastrando las erres hasta hacerlas guturales. De su acento mejicano no oí ni el rastro. Es increíble la resistencia de la lengua en el exilio, en cuántos rincones se oculta para no perder su forma. Quería verme, cómo no. (No, por favor, Mimi, no quiero que quieras verme.) Me dijo que fuera a las 12. Había pasado un año desde el último encuentro. ¿No fue en El Hangar? ¿En el homenaje que se hizo a nuestra llegada?
El barrio me era familiar, porque viví en él desde mi casamiento hasta cerca de mi exilio. Ella conservó su casa, recuerdo que pensé. Una de sus hijas me abrió la puerta. ¿Vos aquí?, le pregunté. Todos aquí, me dijo. Mimi estaba sentada en el sillón del living. Un turbante de colores cubría su cabeza con coquetería. Los mismos ojos de siempre, me dije, tan ojos de gata siamesa, como decía Rodrigué. La vi notoriamente más delgada, con esa delgadez que muerde los ojos de quien mira. Estaba sentada en el mismo lugar donde hacía casi 20 años se había fundado Plataforma, movimiento que expresó el sentir de un grupo de psicoanalistas entre los que ella se contaba a pesar de ser una didacta, es decir “una de ellos”. Plataforma cuestionó el elitismo, el dogmatismo, la falta de compromiso político y social de la Asociación Psicoanalítica Argentina y también de la Internacional de Psicoanálisis. Mimi se había comido muchos años los ideales revolucionarios para poder permanecer en la Institución y ahora volvía al llano, a su Tina Modotti, como la apodaba Hernán. Eran los tiempos del mayo francés, de la contracultura, de la antipsiquiatría, del avance de los socialismos nacionales.
En el living, Mimi conversaba con dos mujeres, creo que psicoanalistas porque hablaban en la jerga típica. Esbocé el gesto de quien no sabe si molesta, pero Mimí me hizo sentar a su lado y me presentó con la naturalidad envidiable de siempre, esa naturalidad que permitía a cualquier persona sentirse bienvenida. Mientras las mujeres conversaban, Mimi se me acercó y tomó mi mano. Con su mano blanca, huesuda, tibia, tomó mi mano que había quedado helada. Con su mano segura tomó mi mano temblorosa de niña asustada. En voz baja me preguntó por mis hijos, por mi marido, por cómo me sentía en el país y cómo nos íbamos adaptando. Tuve la impresión de que ella me estaba confortando a mí, justo a mí que se supone debía confortarla. Mimi en su casa de la calle Juncal era otra vez una combatiente, una partisana recogiendo el cuerpo herido de un compañero, una heroína de la psiquiatría rebelde, una mujer que seguía cantando sus himnos en la batalla de la vida. Himnos que algunas veces oigo, cuando me animo a ser valiente.
(Publicado en la Revista “Campo Grupal”, N° 47, julio de 2003)