1.
Según Giorgio Agamben, los griegos hacían una distinción entre zoé, que expresaba el simple hecho de vivir común a todos los seres (animales, humanos y dioses), y bios, que significaba la forma o la manera de vivir peculiar de un individuo o grupo particular. [1] Agamben sostiene que el poder siempre se fundó sobre esa escisión entre el hecho de la vida y las formas de vida, al aislar algo como la “nuda vida”, objeto a un tiempo de exclusión e inclusión, sometida al soberano y a su arbitrio. El régimen contemporáneo, al suscitar un constante “estado de emergencia” que él se encarga de administrar, en nombre de la defensa de la vida sobre la cual piensa tener derecho, apenas prolonga la lógica anterior. Todavía prevalece y siempre la nuda vida tomada ahora en su modalidad biológica, forma dominante de la vida en todas partes. Hoy en día, toda la discusión sobre la bioética estaría atravesada por una concepción biológica de la vida. La medicalización de las esferas de la existencia, las representaciones pseudocientíficas del cuerpo, de la enfermedad, de la salud, serían expresión de ese dominio de la nuda vida, y sobre todo de la reducción de las formas de vida al hecho de la vida.
2.
Históricamente, esa vida en nombre de la cual se ejerce el poder (concebida como un hecho) y que se dice proteger, estuvo sometida al yugo del soberano. El poder político que nosotros conocemos la reivindica en la medida en que, en la prolongación del régimen de soberanía, se otorga el derecho de separarla de las formas de vida. La vida, entonces, aparece –hoy como ayer- sólo como una contrapartida del derecho que la amenaza de muerte, en un estado de excepción permanente. Como dice Walter Benjamin en la octava tesis sobre el concepto de historia: “La tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción en el cual vivimos es la regla. Debemos llegar a un concepto de historia que corresponda a ese hecho.” [2] Para Agamben, esa idea mantiene toda su vigencia: no sólo vivimos en un estado de urgencia que el poder tiene interés en mantener y explotar, para justificarse e intensificarse, sino que al mismo tiempo la nuda vida, que desde siempre fue el fundamento oculto del sistema de la soberanía, se volvió la norma, y es precisamente lo que merece ser pensado.
3.
La politización de la nuda vida aparece como el evento decisivo de la modernidad. Si Foucault tuvo el mérito de traer a colación nuestro horizonte biopolítico, poniendo con ello en jaque la validez de las categorías políticas vigentes (derecha/izquierda, privado/público, absolutismo/democracia) él no habría visto suficientemente hasta qué punto la nuda vida es el punto ciego de sus investigaciones, capaz de articular los dos procesos que él detectó tan bien, el de las técnicas de individualización y los procesos de totalización. Además, la nuda vida estaría en la intersección entre los dos modelos de poder que él discriminó a lo largo de la historia, sucesivamente, a saber: el jurídico-institucional y el biopolítico. Como se ve, a diferencia de Foucault, Agamben postula una continuidad de fondo entre el poder soberano y el biopoder, por lo menos desde el punto de vista de la incidencia sobre la nuda vida. Como lo escribe él: “la implicación de la nuda vida en la esfera política constituye el núcleo originario –aunque encubierto- del poder soberano. Se puede decir, además, que la producción de un cuerpo biopolítico sea la contribución original del poder soberano. La biopolítica es, en ese sentido, por lo menos tan antigua cuanto la excepción soberana. Por lo tanto, ubicando a la vida biológica en el centro de sus cálculos, el Estado moderno no hace más, que reconducir a la luz el vínculo secreto que une el poder a la nuda vida, continuando así (…) con el más inmemorial de los arcana imperii.”
4.
Haciendo retroceder la biopolítica hasta la antigüedad, Agamben toma como punto de partida la enigmática figura del derecho romano arcaico, la del homo sacer, a un solo tiempo insacrificable y matable. El hombre sacro es aquel que, juzgado por un delito, puede ser muerto sin que eso se constituya en un homicidio, o una ejecución, o una condena, o un sacrilegio, ni siquiera un sacrificio. Se sustrae así a la esfera del derecho humano, sin por eso, pasar a la esfera del derecho divino. Esa doble exclusión es, paradójicamente, una doble captura: su vida, excluida de la comunidad por ser insacrificable, es incluida en ella por ser matable. De ese modo, la nuda vida está desde el inicio en una relación de excepción con el poder soberano, en una interdependencia recíproca que puede ser expresada del siguiente modo: “Soberana es la esfera en la cual se puede matar sin cometer homicidio y sin celebrar un sacrificio, y sacra; es decir, matable e insacrificable, es la vida que fue capturada en esta esfera”. [3] Si esa hipótesis fuese correcta, y la vida sacra fuese ese “préstamo original de la soberanía, tendríamos razones para suponer que cuando se quiere hacer valer la sacralidad de la vida contra el arbitrio del soberano, se ignora que es precisamente dicha sacralidad, históricamente, la que garantiza la sujeción de la vida a un poder de muerte. La vida sacra, que excede tanto la esfera del derecho cuanto la del sacrificio, es el elemento político originario, y el referente del vínculo soberano, de la decisión soberana. Por consiguiente, ella es también la forma originaria de la implicación en el orden jurídico-político, bajo la paradójica forma de la exclusión-inclusión. El derecho a la vida, en ese contexto, es la contraparte de un poder que la amenaza de muerte.
Si como tal la figura del homo sacer está ausente de nuestra cultura contemporánea es porque, tal vez, la sacralidad se haya despegado “en dirección a zonas cada vez más vastas y oscuras, hasta coincidir con la propia vida biológica de los ciudadanos”, lo cual significa que todos somos virtualmente homines sacri.
5.
En Foucault, cuando el poder ya no incide sobre un territorio sino sobre una población, la vida biológica y la salud de la nación se convierten en problemas políticos, que hacen al gobierno ser gobierno de los hombres. “De ello resulta una especie de animalización del hombre efectuada por las técnicas políticas más sofisticadas.” [4] En una dirección paralela, ya en la década del ’50, Hannah Arendt en La condición humana, había llamado la atención sobre el proceso que por medio del trabajo condujo al primado de la vida natural sobre la acción política, haciendo declinar el espacio público.
En un sentido mucho más amplio, al conectar la investigación de Foucault y la de Arendt (también en otros aspectos, sobre todo el del totalitarismo), Agamben pretende demostrar que los regímenes políticos contemporáneos, tanto el nazismo, cuanto la democracia, desde un punto de vista histórico-filosófico, se apoyan sobre el mismo concepto de vida: la nuda vida. La biopolítica del totalitarismo moderno, por un lado, y la sociedad de consumo y el hedonismo de masas, por otro, constituyen dos modalidades que se comunican. Como contrapartida, lo que caracteriza a la democracia moderna, sería paradójicamente, el intento de transformar la nuda vida en vida calificada, o como lo dice Agamben, intentar encontrar el bios de la zoé, en la lógica ya señalada por Foucault, donde se pone en juego la libertad y la felicidad en el punto exacto de la propia sumisión –la “nuda vida”. Lo paradójico, en ese juego entre la resistencia y el poder, es que cada vez que se conquistan libertades y derechos, se da una “tácita, pero no obstante creciente inscripción de sus vidas en el orden estatal ofreciendo así una nueva y más temible instancia al poder soberano del cual desearían liberarse.” [5]
En todo caso, cuando la política no reconoce otro valor sino la vida, y hace del hombre viviente no sólo un objeto político, sino un sujeto político, ella expresa inmediatamente el contexto biopolítico en que se sitúa, operando una politización de la vida (la nuda vida del ciudadano), y volviendo indistintos zoé y bios, hecho y derecho, voz y lenguaje. En el fondo, Agamben intenta desplazar el pensamiento político de la doble categoría amigo-enemigo (formulada por Carl Schmitt) hacia este par más originario y decisivo, zoé-bios.
6.
Siguiendo a Foucault, Agamben sostiene que el totalitarismo nazi es esencialmente biopolítico. Es el “primer Estado radicalmente biopolítico”, porque es el Estado tomando decisiones sobre la vida, y confundiendo un dato natural con una tarea política –ya que para los nazis se trataba de asumir políticamente su herencia biológica. La política nazi es aquella que realiza la indistinción de la vida natural y de la vida políticamente calificada, pero bajo el telón de fondo de su separación. O sea, el nazismo separa la nuda vida de las formas de vida, y después subsume las formas de vida a la nuda vida. En ese sentido el racismo es secundario en el nazismo, no en el sentido de que fuese menos importante, sino que es una derivación de esa praxis biopolítica más general. Agamben observa que los historiadores, tan centrados en la eliminación de los judíos, no lograron suficientemente situarla en el interior de un contexto biopolítico más general, una política de eugenesia, de mejoramiento de la raza y de sus condiciones de reproducción. El antisemitismo debería ser leído a la luz de la producción de un cuerpo colectivo sano. No es el antisemitismo el que puede dar cuenta del nazismo, al contrario es su eficacia en la política nazi que se explica por un cuadro más general, biopolítico.
7.
El campo de concentración es el lugar en que un estado de excepción fue transformado en regla, donde la excepción perdura y donde el hombre, privado de sus derechos, puede ser asesinado sin que eso se considere un crimen. No se trata, como a veces quiere la historiografía judía, de una especie de sacrificio, presente en el término Holocausto, porque es justamente la dimensión sacrificial la que está suspendida: el judío está suspendido del orden humano y del orden divino, en una exclusión normatizada. El soberano hace incidir su poder sobre aquel que su ley excluye, la nuda vida en cuanto tal. A su vez, la salud de la población exige la eliminación de la vida indigna de ser vivida. Es la biopolítica transformándose en tanatopolítica. El campo de concentración es el paradigma biopolítico contemporáneo.
Así, Agamben conecta las dos puntas de su investigación, lo más arcaico y lo más reciente: si el soberano siempre tuvo la prerrogativa de decidir, en un estado de excepción, qué vida podía ser eliminada sin que eso fuese calificado como homicidio, en la época de lo biopolítico ese poder tiende a emanciparse del estado de excepción para transformarse en un poder de decidir a partir de qué momento la vida deja de ser políticamente pertinente. En la biopolítica moderna el soberano es aquel que decide acerca del valor o de la falta de valor de la vida en cuanto tal o, más radicalmente, donde esa prerrogativa desliza hacia las manos de la propia especialidad que se encarga de la vida, la medicina –cosa ya ampliamente esbozada en el propio III Reich. El racismo no es el dato fundamental, en el sentido de que él deriva de la preocupación por la vida, heredada de las ciencias de la política del siglo XVIII, tal como Foucault lo demostró. Allí la política era lucha contra los enemigos, en cuanto policía era la preocupación por la vida en todos sus aspectos. No entenderíamos nada de la situación presente si no viésemos cómo esos dos planos se vuelven indistintos, de modo que la preocupación con la vida se convierte en la lucha contra el enemigo. Es esa identidad entre vida y política que constituye el fundamento del totalitarismo en el siglo que terminó –es cuando la vida y la política se identifican, cuando la vida como valor biológico y la política como salud de la vida se conectan.
El campo de concentración es un espacio donde norma y excepción se volvieron indiferentes, es la estructura en la cual el estado de excepción es realizado normalmente, de manera estable. El campo es el espacio biopolítico más puro porque lo que él tiene delante suyo es la nuda vida, la pura vida, sin mediación alguna. La cuestión no es cómo se pueden cometer crímenes tan abominables contra los seres humanos, sino por qué dispositivos jurídicos y políticos los seres humanos pudieron ser privados de sus derechos y prerrogativas al punto que cualquier acto cometido contra ellos dejó de aparecer como delictivo. La esencia del campo consiste en la materialización del estado de excepción y de un espacio donde la nuda vida y la norma entran en un umbral de indistinción, y desde ese punto de vista, un estadio donde la policía italiana reúne inmigrantes albaneses clandestinos en 1991, el velódromo de invierno donde los judíos fueron reunidos antes de la deportación por el Régimen de Vichy, las zonas de espera de los aeropuertos internacionales donde son detenidos los extranjeros, las instituciones para menores infractores, la base de Guantánamo, territorios bajo ocupación militar, todo eso puede ser considerado en esa óptica: un espacio donde el orden jurídico normal está suspendido, y esa suspensión se convierte en norma. En la planetarización del estado de excepción, donde una medida provisoria y excepcional se vuelve técnica de gobierno, como después del 11 de septiembre de 2001, el estado de excepción se convierte en un umbral de indeterminación entre democracia y absolutismo. Como dice el autor, los talibanes capturados en Afganistán no tienen ni el status de prisioneros ni de acusados, son sólo detenidos, por lo tanto, completamente sustraídos a la ley y al control judicial. La única comparación posible es la situación jurídica de los judíos en los campos de exterminio nazis, que habían perdido con la ciudadanía, toda identidad jurídica, pero preservaron al menos la de judíos. [6]
La conclusión del autor es la siguiente: el paradigma biopolítico de Occidente es hoy el campo de concentración, y no la ciudad, y cualquier reflexión política debería pasar por esa constatación de que lo que se encuentra frente suyo es la nuda vida. Y si la esencia del campo consiste en la materialización del estado de excepción, y en la creación de un espacio para la nuda vida en cuanto tal, debemos admitir que estamos frente a un campo cada vez que es creado ese tipo de estructura, independientemente de los tipos de crímenes ahí cometidos. No queda duda que dicha estructura se extiende hacia el planeta como un todo, en la progresión irresistible de lo que fue definido como una “guerra civil mundial”.
8.
Retrocedamos ahora hacia el concepto central de toda esa reflexión presente a lo largo de la obra de Agamben, a fin de indicar a partir de él, la dirección última de su pensamiento político. La nuda vida, como se sabe, no puede ser pensada como un estado biológico natural, que existiría originalmente, para después ser anexada al orden jurídico por el estado de excepción. Porque ella es precisamente, junto con el poder soberano, el producto de esa máquina biopolítica. Siendo así, a partir de la indisociabilidad entre vida y derecho, de su imbricación recíproca, tal vez pueda intentarse, dice Agamben, mostrar la nuda vida en su no relación al derecho, sin que sea necesario, ni siquiera posible retornar a estadío originario alguno. Ahora, dicha indicación, apenas alusiva, aunque cargada de promesas políticas, está en Agamben rodeada de cuidados. Por ejemplo, no puede significar, como Foucault lo dejó entrever en el final de su libro La voluntad de saber, “otra economía de los cuerpos y del placer”, una vez que el cuerpo ya está preso de un dispositivo, y no podría ofrecer un terreno firme “contra las pretensiones del soberano”. Ya no tenemos, tampoco, condiciones para reeditar la distinción entre zoé y bios según los moldes antiguos, a saber: de la vida en casa y de la vida en la pólis, porque la vida “privada” se convirtió inmediatamente “política”, siguiendo la definición original de Foucault sobre la biopolítica como “socialización” del cuerpo, en un sentido, ahora ampliado. En suma, es como si no pudiésemos regresar más acá de la nuda vida producida por el campo, ni superarla con un concepto cualquiera de cuerpo placentero o glorioso. La célebre fórmula de Foucault, de que seríamos animales en cuya política está en cuestión nuestra vida de seres vivientes, debería ser entendida también en el sentido inverso, de que somos ciudadanos en cuyo cuerpo natural está en cuestión la propia política.
9.
La conclusión de Agamben es sólo indicativa. Sería necesario, dice él al finalizar su primer libro sobre el homo sacer, “hacer de la propia nuda vida, el lugar en que se constituye y se instala una nueva forma de vida toda vertida en la nuda vida, un bios que es solamente su zoé ”. Idea del todo enigmática, indicando tal vez otro sentido posible para esa zoé (“si denominamos forma-de-vida a este ser que es solamente su nuda existencia”) y que quizás se ilumine con la afirmación de que cada día parece más inaceptable la escisión operada por el poder entre el hecho de la vida y la forma-de-vida, y que sólo cuando la vida deja de ser concebida como un mero hecho podrá convertirse en un abanico de posibilidades, es decir, variación de las formas de vida. Sólo entonces se puede pensar la conjunción indisociable entre vida y forma-de-vida –pero la vida concebida ya como potencia de variación de las formas de vida. [7]
10.
Como se ve, el concepto de nuda vida parece más que pertinente en la lectura de un vasto abanico de fenómenos contemporáneos, desde la “biologización” de la vida hasta el estado de excepción como política de gobierno. Sin embargo, es necesario admitir que él no es unánime. Valérie Mérenge recuerda que los relatos literarios de los sobrevivientes de los campos de concentración muestran siempre signos de una afirmación vital y política. Incluso en el relato de Robert Antelme, La condición humana, u otros, hay un elogio del simple hecho de vivir en sí, despojado de las superestructuras morales y sociales –una especie de vida desculpabilizada (en un cierto sentido, el mismo Agamben lo admite). Lo que ella quiere decir es sencillo: no es que esa vida que parece nuda y animal sea bella, sino que ella sólo es nuda en apariencia, porque ya es siempre composición de relaciones, amistades intensas, vida viva, naturaleza natural, fuerza productora de formas de vida, de estrategias, de valoraciones –incluso la vida de aquellos que según el relato de Primo Levi eran llamados musulmanes. Hasta el silencio, el rechazo a hablar o alimentarse ya puede ser expresión de una riqueza de relaciones. [8] Cuando es designada por los poderes como nuda vida, desprovista de toda calificación que la protegería la vida no tiene elección para resistir, sino pensarse más allá del juzgamiento y de la autoridad que la condenan, como potencia autorizándose a sí misma, rechazando toda autoridad. Entonces, la nuda vida ya no se somete a una soberanía que le es exterior, y afirma la suya propia. Es la inmanencia pura de la cual nos habla Deleuze, a propósito de esos momentos extremos en que una vida cesa de ser personalmente calificada y se rehusa a todo despliegue dialéctico. El error sería someter dicha inmanencia como objeto para la reflexión del sujeto, que se preguntaría qué de esa materia informe, podría él representarse… Nada. Pero sólo permaneciendo en la inmanencia pura, en la inmanencia de la inmanencia, se puede considerar que también en el campo de concentración la vida como objeto político se volvió contra el sistema que quería controlarlo. Algo como: no es necesario del hombre para resistir, la vida se basta a sí misma, a veces es necesario liberarse del hombre, demasiado humano. La autora usa el ejemplo de los autistas, en los límites de lo humano, allí donde el sistema del juicio estaría suspendido, razón por la cual, dice Deleuze, sería necesario escribir para los idiotas… Incluso Canguilhem, dice ella, hablaba de la potencia artística y lingüística en obra en el “manierismo original de la vida”…
VIDA CAPITAL: Ensaios de biopolítica. Peter Pál Pelbart. Iluminuras Editora, São Paulo, Brasil, 2003.
Traducción: Andrea Álvarez Contreras.
(T.A.A.) Traducción autorizada por el autor.
Buenos Aires, 20 de abril de 2005.