Hernán, una vez más se embarca en navíos que nos parecen fantasmas, sin mapas, pero con la brújula embrujada de su creatividad de hombre lúdico. Extraña cartografía sin mapas, como en los heroicos tiempos de Enrique el Navegante.
En realidad nuestros años setenta se parecen a los tiempos de Enrique el Navegante, hijo del rey del Portugal, navegante mayor del siglo XV, maestro de Colón. Tal vez Enrique PichonRivière fue nuestro psicoargonauta, hombre que con el tiempo va proyectando una sombra que se agiganta.
La cosa comienza en 1956.
En 1956, año del centenario del nacimiento de Freud, se funda la carrera universitaria de Psicología en Rosario. Ese año también fue importante en el campo de la Salud Mental, ya que Mauricio Goldenberg inicia una experiencia nueva en el policlínico Gregorio Aráoz Alfaro, de Lanús. Goldenberg se rodeó de médicos jóvenes, que pronto brillarán como estrellas de primera magnitud, Hernán entre ellos. Lanús proporcionó la ocasión de experimentar, en una extensión que no se había dado antes, algo que va más allá que el simple desplazamiento del analista al ámbito público, siendo el lugar donde se modificó la relación médico-paciente. Fue la hora de los grupos, de los equipos, de lo multidisciplinario, del brainstorming. A todo esto, las psicólogas poblaban los divanes de Villa Freud y los bares de la Manzana Loca . Sí, pensándolo bien, muchas cosas comienzan a agitarse a partir de 1956 en el Río de la Plata. En ese año se funda la Asociación Argentina de Psicología y Psicoterapia de Grupos. Tato Pavlovsky y Jaime Rojas Bermúdez inician sus experiencias en Psicodrama. En ese mismo año, la operación Rosario tuvo lugar, realizada por estudiantes y médicos jóvenes rosarinos que trabajaban con Enrique PichonRivière en el Instituto Argentino de Estudios Sociales [IADES]. Cerca de mil personas nos cuenta Balán, desde profesores universitarios hasta boxeadores, incluyendo un buen número de estudiantes de Medicina y Psicología, con la coordinación de 20 analistas, se reunieron durante un largo fin de semana para discutir en Rosario, la ciudad donde vivían. El psicoanálisis estaba en la calle. Pues bien, Hernán estaba en todas. Interpretó el espíritu del momento, como cabe a un eximio antropófago. Se puede decir que inauguró un nuevo perfil de terapeuta añadiendo, al mismo tiempo, una dimensión política y una dimensión poética a su quehacer. Este amigo mío tiene un no sé qué de renacentista.
Yo aprendí mucho de él y fui un buen discípulo. Con Hernán me saqué la corbata. Yo tenía mundo y me salía bien en cualquier mesa: sabía reconocer los cubiertos para comer pescado; con Hernán aprendí a tener calle, rayuela y pedana y hasta mejoró mi alcoba. Con él aprendí mis palotes políticos.
Luego fuimos cuatro. Fue la hora de La Casona, lugar donde se potencializó nuestra amistad. Armando, Hernán, Tato y yo, también llamados los Soviet Boys, construimos una utopía de lo casi posible que enriqueció nuestras vidas, en una multiplicación dramática [término que le es caro] con alma de homo gestalt. Una prueba concreta de esa multiplicación dramática ocurrió durante los magníficos e insensatos 49 días del gobierno Cámpora, donde las ideas pipocaron como pochoclo en la sartén, como salmones saltando arroyo arriba para desovar.
Cuando Hernán ganó la cátedra de Psicología Médica, gente de Plataforma se movilizó. A mi me llamó para hacerme cargo de la parte de admisión. En un fin de semana, en el tanque de ideas, una idea fue desovada. Tenía un nombre: Grupo de Espera. El salmón principal fue Tato o tal vez fue Hernán, o pude haber sido yo. ¿Gilou, quién sabe? Muchos espermatozoides espiroquetaban en ese tanque, cosa que, como vimos, sucede cuando un grupo se convierte en más que la suma de las partes.
El Grupo de Espera solucionaba el problema de las colas de admisión. Antes y tradicionalmente, en todos los hospitales, el paciente llegaba, sacaba número y tenía que esperar horas para ser atendido en breves entrevistas individuales. Procedimiento demorado e insuficiente. Con el Grupo de Espera el paciente llegaba, una secretaria llenaba su ficha, y era atendido ese mismo día en una admisión colectiva. El Grupo de Espera contaba con una docena de terapeutas y duraba dos horas. Los 30 o más pacientes se dividían en subgrupos a cargo de dos o más terapeutas y comenzaba una rueda de presentación. Pasada la primera hora los terapeutas se reunían y se hacía una nueva repartición, siguiendo una semiología improvisada. Desde ahí se comenzaba a hacer una pesquisa más apurada. Por regla general los pacientes eran convocados una segunda vez, pero ya en ese primer día se realizaban algunas derivaciones y consultas individuales. El paciente, de esa forma, iniciaba desde el vamos una transferencia con el hospital. Una ventaja del Grupo de Espera era que los estudiantes podían asistir como observadores. El huevo de salmón se convirtió en el Huevo de Colón.
Y ahora, para simplificar o complicar las cosas, Hernán se descuelga con esta autobiografía cuando yo estoy escribiendo la mía. ¿Sincronicidad junguiana? De todos modos llegó el momento en que tenemos que registrar los tiempos en que vivimos. Mimi Langer, gran figura por detrás de esta historia, abrió el camino. Hernán, una vez más, muestra su precocidad. Como dije en algún lugar: Hernán es el Mozart de la geriatría.
Yo le agradezco el no tenerle envidia, yo disfruto de su cosecha como si fuera mía; cosa que, debo admitir, rara vez me pasa.
Emilio Rodrigué
Bahía, abril de 1998
Del libro de Hernán Kesselman, “La Psicoterapia Operativa” (dos volúmenes) I. “Crónicas de un psicoargonauta” y II. “El Goce Estético en el de Curar.”, Editorial Lumen-Hvmanitas, Buenos Aires 1999.