Compondré este texto, que alude a los treinta años de existencia de Actualidad Psicológica, a partir de algunos hechos que iré encadenando.
Ilustra el primero, el ejemplar Nº 1, Año 1 de Actualidad Psicológica, fechado en la primera quincena de mayo de 1975, que en una introducción a manera de editorial, señala que “la publicación será un periódico estrictamente de información psicológica”.
Es decir que Actualidades nació como un periódico que cubría un servicio inexistente hasta ese momento.
El segundo episodio, alude también a la misma publicación. Se trata de una entrevista, excelente entrevista, que se le propuso –cuestionario mediante- a Enrique Pichon Rivière en diciembre de 1975; cuando la revista cumplía su primer semestre. Sin duda se valida así la idea de Treinta años de psicoanálisis. Debates actuales. La misma entrevista conlleva un amistoso debate que incluye coincidencias y discrepancias en la relación –sólo geográficamente distante- entre Jacques Lacan y Enrique Pichon Rivière.
Ya hacía dieciséis años, en 1959, que Pichon Rivière reafirmó, abarcativamente -ahora de una manera muy manifiesta- su interés psicoanalítico por lo social en lo que se llamó la Experiencia Rosario. Participé de la misma y recuerdo nítidamente el escándalo que nos producía a los que éramos psicoanalistas, el hecho que Pichon Rivière se presentase a sí mismo como psicólogo social sin por eso desmentir su pertenencia y su capacitación psicoanalítica.
También hacía un lustro, que se había producido mi primer encuentro con él; hecho decisivo en mi capacitación posterior. De esto hablaré más adelante.
Considero suficientemente importante este reportaje, como para sintetizar lo esencial del mismo. Es más, me permito sugerir a Actualidad Psicológica su reedición dado que son muy pocos los que saben de ella, al menos entre mis allegados. Evoco así el origen informativo de esta publicación. Vale la pena mostrar a un Pichon Rivière capaz de expresar por escrito, de manera clara y consistente, lo básico de su pensamiento en relación con el psicoanálisis y el campo social, hasta podría decir que aquel escándalo, que nunca lo fue del todo, legitima a quien hacía valuarte psicoanalítico con una psicología social, que iba más allá del saber psicológico.
La primera pregunta fue un tanto extraña, pero Pichon pudo superar cierto sesgo imaginario que se le proponía. “Si Ud. fuera Lacan, ¿qué autocrítica se haría?”
Pichon Rivière: “Si Pichon Rivière fuera Lacan, su autocrítica se realizaría siempre desde la perspectiva de Pichon Rivière, ya que nuestra amistad no se fundó en identidades, sino en coincidencias, en una modalidad de pensamiento que a título de diálogo, incluyó la discrepancia.
Nos acercó una común pasión por el psicoanálisis, por su desarrollo; nuestro encuentro –verdadero reencuentro- se dio en el Congreso de Psicoanálisis de habla francesa de 1951, en el que ambos éramos relatores. Encuentro que coincidió con un momento particularmente feliz del psicoanálisis. El pensamiento psicoanalítico se abría a nuevas corrientes como la fenomenología, el existencialismo, el marxismo, desde los aportes de Sastre, Merleau-Ponty, Lefevbre, Politzer.
Me unió a Lacan –entre otras cosas- una convicción militante en relación con las inmensas posibilidades creativas del pensamiento freudiano. Hablo de militancia porque en ese momento la creatividad, en el marco de las sociedades psicoanalíticas, significaba enfrentamientos, combates y rupturas. De todo esto hablamos largamente Lacan y yo. Nuestro encuentro fue un coup de foudre –creo que Lacan me sintió “lacaniano”, así como yo lo sentí “pichoniano”. No somos ni lo uno ni lo otro, pero Freud, el surrealismo, y la cultura francesa fueron la clave de una amistad inmediata, que permanece inalterable en el tiempo, como lo mostraron nuestros sucesivos encuentros; el último de ellos tuvo lugar en París en 1969.
No mantenemos correspondencia pero sí amigos y discípulos comunes, entre ellos Nasio y Masotta, quienes constituyen un nexo y una vía de comunicación entre nosotros.
Ustedes me preguntan qué autocrítica me haría si fuera Lacan. Como decía más arriba, la autocrítica jamás sería tal, sino la que surge desde mi propia perspectiva, la que desde mi esquema conceptual referencial y operativo, puedo plantear a otro modelo teórico y operacional (…) Mi crítica apuntaría al idealismo lacaniano, a ese esencialismo que se desliza en su planteo de la problemática del deseo. Encuentro ese planteo impregnado de la concepción hegeliana del sujeto como esencialmente Deseante de Deseos. Concepción que incluye la dialéctica, y en este sentido permite comprender ciertos aspectos del desarrollo del sujeto, de su historia, de su carácter relacional, pero que escamotea los fundamentos, las bases materiales de esa historicidad. En consecuencia, la historicidad misma queda soslayada.
En tanto idealista, esencialista, lateraliza el para mí fundante interjuego necesidad / satisfacción. Interjuego intrincado en el desarrollo de las narraciones sociales y que en el aquí y ahora está determinado y reglado, en última instancia, desde esas relaciones sociales.
Este Sujeto del Deseo es, antes que nada, Sujeto de la Necesidad y sólo por esto Sujeto del Deseo. Es a partir del concepto de necesidad que se esclarece el carácter social e históricamente determinante de la esencia del sujeto: comprender la dialéctica del sujeto / mundo en sus condiciones concretas de existencia en su continuidad (…). Me interesa en los últimos tiempos trabajar la temática de la necesidad, el rol de la contradicción necesidad / satisfacción, una reflexión imprescindible en la polémica materialismo-idealismo, que remite al análisis de las condiciones de la construcción del Hombre y de la Historia, desde las que se elaboran los distintos modelos conceptuales. Esta preocupación por la ideología conforma los modelos teóricos no especulativos, ya que son estas construcciones las que orientan y organizan los criterios de salud y enfermedad.
La pregunta lleva al señalamiento de las discrepancias con Lacan. Querría subrayar, no obstante, una coincidencia fundamental: la que hace al análisis de la situación triangular básica y del vínculo como estructura de relación, sistema complejo que incluye la presencia estructurante del tercero. Utilizo mi terminología, no la de Lacan, pero insisto, este es un punto de encuentro en el plano teórico.
En 1969 discutimos un trabajo mío. Lacan me preguntaba: ‘Pour quoi psychologie sociale? Pour quoi pas psychanalyse?’ Creo que su pregunta sintetiza las coincidencias y las discrepancias. Al definir a la psicología, en sentido estricto, como social, se enfatiza la cuestión del determinante de los procesos psíquicos, del papel que cabe a las relaciones sociales como condición de posibilidad del orden humano y por ende del psiquismo.
Lacan, al entender que mi planteo era psicoanálisis, marcaba la coincidencia fundamental ya mencionada: la referencia a la génesis del sujeto en el interior de la estructura vincular.
Mi insistencia en caracterizarlo como psicología social, remite a la diferencia que a mi entender existen entre la concepción del sujeto relacional del psicoanálisis, el sujeto relacional de Freud y de Lacan, por un lado, y la concepción del Sujeto Agente Productor, protagonista de la Historia, a la vez que producido, configurando sus sistemas vinculares en tramas más complejas de relaciones que plantea la Psicología Social que postulamos (…). Sentí que mi diálogo con él era profundo. Pudimos en nuestras charlas plantearnos las cosas básicas del psicoanálisis, los temas que ahí emergen.
Nuestro primer encuentro fue seguido por una situación particular que me permitió un acercamiento mayor.
El primer día de mi llegada a París salí en busca de una dirección donde sabía que un siglo atrás había vivido el tutor de Isidore Duchasse, Conde de Lautréamont, Monsieur Avasse; la dirección era 5, Rue de Lille. No encontré rastro allí de Lautréamont ni de Avasse, pero sé que mi interés por el Conde se centró en el número 5 de la Rue de Lille, en el que momentáneamente quedaron varadas mis investigaciones.
Al día siguiente se inició el Congreso de Psicoanálisis. En esa inauguración tanto Lacan como yo leemos nuestros relatos. Lacan se acerca, charlamos y me dice: “Lo espero esta noche a comer en mi casa -agregó con cierto aire de broma-: Tengo una sorpresa para Ud.”. Cuando leo su tarjeta recibo una sorpresa que no era la preparada por Lacan. Allí figuraba como su domicilio el número 5 de la Rue de Lille, la misma casa que yo había visitado la mañana anterior siguiendo los pasos del Conde.
Esquina de encuentro, de asociaciones, de sorprendentes coincidencias; el clima mágico lautreamontiano se instaló entre nosotros. Yo sentía esa noche, cuando caminaba hacia lo de Lacan, que iba hacia Lautréamont. La sorpresa programada por Lacan era la presencia de Tristan Tzar, quien me acaparó esa noche. El tema no podía ser otro que el Conde de Lautréamont, el punto de partida de la poesía moderna, el más grande de los poetas según el surrealismo.”
Aquí cierro la síntesis de esta entrevista que yo desconocía. Pienso, ya lo dije, que es uno de los puntales que justifican, a sus seis meses de existencia, en los treinta años que Actualidad Psicológica acredita, que haya trocado el propósito de prestar sólo un servicio informativo, para transformarse en un vehículo idóneo del psicoanálisis y sus debates actuales.
No me eran desconocidos los temas que plantean en esta entrevista, formaban parte de nuestras conversaciones, con encuentros y disidencias. A lo largo de nuestra amistad mantuvimos un controvertido y amistoso debate, con deportivo espíritu, que operó con valor de transmisión de ideas; se inició en ocasión de la Experiencia Rosario cuando luego de la misma, nos invitó a Bleger, Liberman, Rolla, Franco Di Segni -un crítico de arte- y a mí, a participar junto con él, en un seminario para conceptualizar aquella experiencia, origen en el país de los grupos operativos.
El texto de mi conferencia -si no me equivoco la primera que di, no sólo en relación al psicoanálisis sino la primera de todas- procuró establecer lo que yo entendía como límites diferenciales y articulaciones, entre un dispositivo psicoanalítico y sus efectos, y el operativo y los suyos. En el primero el analista examina los hechos, en cuanto reproducción de lo anterior y de lo que ocurre por fuera de ese dispositivo. Ambas cosas favorecen una captura transferencial del pasado y un reflejo del afuera. Este dispositivo enfatiza lo regresivo y la captura transferencial, como oportunidad psicoanalítica. En tanto los dispositivos operativos, no necesariamente a cargo de psicoanalista, pero también pueden estarlo, utilizan lo que ahí está ocurriendo, con una intencionalidad explícita o no, de ensayar el fuera y el futuro. Esto promueve no ya una regresión, sino una prospectiva. De hecho no es la transferencia en el sentido del dispositivo psicoanalítico la que prevalece, sino la transferencia intertópica, que hace de lo inconsciente posibilidad de consciencia.
Enrique, con quien ya éramos amigos y por nuestros nombres nos decíamos, mostraba cierta disidencia con mi planteo creyendo advertir una crítica hacia su énfasis en la psicología social. Mi objeción no era a lo social, ni a lo operativo –por ambas me interesaba-, sino a confundir el saber psicológico, con el más allá de la metapsicología. Mantenía sí el lugar que, en la lógica conciente, tiene la psicología. Cada vez jugábamos con menos argumentos disidentes; tal vez yo jugando de Lacan, para escándalo de quienes me acusarán -con razón- de usurpación de títulos, y Enrique –no podía ser menos- jugando de sí mismo. Un debate que acordaba en lo esencial, impulsando con pasión la creatividad del pensar metapsicológico que augura el acontecer freudiano. Todo debe ser parte del impacto que esta entrevista me causó.
La pasión por el psicoanálisis me remite al encuentro con Pichon Rivière, ocurrido en 1955. Obviaré algunas circunstancias que me encaminaron a él. Estaba a punto de terminar –en realidad interrumpir- mi pos-grado en psiquiatría. Mis contactos con el profesor Pereyra, un maestro de la psiquiatría con el que supervisé mis primeros pacientes, y mi relación con Mauricio Goldemberg, que había sido mi joven profesor de grado en psiquiatría, hizo telón de fondo con lo poco que me transmitía el pos-grado, impulsándome a abandonarlo. El mismo día asistí a una clase que en el Vieytes daba Pichon Rivière sobre psicosis. Ahí conocí su figura, destacada sobre un pizarrón en el que reafirmaba sus palabras dibujando lo que parecía el lomo de un bisonte en las cuevas de Altamira; treta mágica de cazador, atrapando la atención. En un momento dado escribió, en medio de garabatos y alguna espiral que pretendía dialéctica y ascendente, una “E” y una “U”, con la intención de remarcar un viejo berretín personal en relación a una presunta Enfermedad Única. Quiso el destino que obviara la barra inferior de la “E”. ¿Y qué leí? F. U. ¡mis propias iniciales! Sólo faltaba en el medio, la “O” de “Octavio” para dibujar en francés al loco de la transferencia. Al final de su charla le dije que quería iniciar mi análisis con él. Ya sugerí que traería a colación este encuentro a partir de la afirmación de Pichon Rivière, acerca de una común pasión por el psicoanálisis –en coincidencia o discrepancia- que lo unía con Lacan. Cuando leí en estos días esa afirmación, evoqué aquel primer encuentro, del que sólo relataré lo concerniente al primer paciente que con inesperada atipicidad me derivó. Después supe cuán típica era su atípia.
En una tercera entrevista, en la que terminó convenciéndome de no analizarme, sino estudiar con él –invitándome a elegir otro analista- me propuso ver juntos un paciente que lo estaba esperando -según advirtió preocupado- hacía más de una hora; no le fue fácil convencerme. Yo empezaba a asistir a sus pases de sala en el Vieytes. El paciente, médico sanitarista, en un accidente culposo del que se hacía responsable, había ocasionado la muerte de su mujer y su hija. Se salvó un pequeño hijo varón. Esto lo hundió en tremenda depresión. Resultaron inútiles un gran número de electroshock y otros tratamientos psiquiátricos. Un compañero de estudios, a cargo del paciente, se lo enviaba con la siguiente consigna: ¿Era posible que el psicoanálisis ‘lo salvara’ de la única alternativa que su colega veía como solución: una lobotomía? El paciente entró al consultorio luego de larga espera. Entró vomitando sobre una gran alfombra. Fue mucha mi sorpresa, no la de Pichon, que en tono cordial y convincente le dijo: “Tantas cosas que usted tiene para decirme desde hace tanto tiempo, y yo sumé tiempo a su espera. No se preocupe, me ha dicho mucho más de lo que imagina.” Lo invitó a pasar al otro extremo de un amplio consultorio mientras una mucama limpiaba el vómito. El paciente nos contó la causa de su nuevo brote depresivo: Aquel hijo que se había salvado del accidente –otro salvado, recuerdo que pensé-, se negaba sistemáticamente a tratarlo. Criado y educado por los abuelos maternos, se recibió de médico sin comunicárselo, y estaba a punto de casarse; tampoco lo invitaba a la ceremonia. Por el relato y el apellido, advertí que conocía a este joven médico. Se lo pregunté ya avanzada la entrevista. Cuando el paciente confirmó mi presunción, Pichon, al vuelo dijo: “No sé si el psicoanálisis puede salvarlo de la lobotomía, pero pienso que la pasión por el psicoanálisis, de este joven médico con formación psiquiátrica, pero que aun no ha comenzado a capacitarse en psicoanálisis, tal vez pueda salvarlo de la lobotomía. Yo supervisaré el caso, -y agregó- de esa pasión haremos oficio y, tal vez, su cura, mucho depende de qué pasión aporte usted.” Este fue su comentario, que en el recuerdo posiblemente mejoro, pero traduce lo esencial de aquellas iniciales circunstancias. Luego dirigiéndose a mí dijo: “Este hombre, en su padecimiento, anda buscando un hijo a quien usted conoce; él va a tomarlo a usted ‘de hijo’. No tiene importancia mientras usted ‘no se lo crea’. Pero esto es la esencia de la transferencia, ya aprenderá más acerca de esto.” Obvio otros detalles de aquel primer historial de mi práctica psiquiátrica, que no aun psicoanalítica, en ello estaba por comenzar mis primeros pasos de la mano de un gran maestro. Me encontraba si auxiliado por los recursos de la psiquiatría a la que Pichon Rivière no era ajeno. Me ayudó a que el paciente dijera, en transferencia, acerca de su tremenda soledad, de la que –lo supe mucho más tarde- Alejandra Pizarnik comentó: “La soledad es no poder decirla”. Pudo lograr también decirla a su hijo, con quien me encargué de relacionarlo. Claro que el paciente me había tomado ‘de hijo’; se lo permití siempre con los límites de no creerlo y que él tampoco lo creyera, sin olvidar la enseñanza -al paso- de Pichon:” pero esto es la esencia de la transferencia.”
Algunas circunstancias fortuitas contribuyeron a que, tamaña soledad culposa, sufrida por el paciente durante tantos años, me impulsara a ubicarme en el lugar de un psiquiatra que procura dignificar el síntoma, a través – ya por entonces- no tanto en relación al ‘porqué’ diagnóstico de los síntomas, sino por el ‘para qué’ de los mismos. Sobre todo en relación a aquel accidente, de cuya posibilidad fue advertido en una estación de servicio, alerta que él no tomó en cuenta. Aunque lo aclararé finalizando el texto, ahí se dieron mis primeros pasos en la clínica de la salud mental, como recurso curativo capaz de optimizar los procesos terapéuticos de cualquier naturaleza. Aquí estaban en juego los de la psiquiatría y, de costado bajo la mirada atenta de Pichon Rivière, los del psicoanálisis. Para el caso, este factor curativo, inherente a la salud mental me permitió asumir un acompañamiento psiquiátrico terapéutico –sumando al proceso terapéutico, un factor curativo inherente a la salud mental- que con el tiempo hizo posible que aquel médico sanitarista, recuperada su idoneidad como tal, organizara un plan sanitario específico que en su momento causó suceso.
Curiosamente al cabo de un tiempo armó pareja con su consuegra y así me lo dijo: “Recuperé, después de tantos años de sufrimiento, una familia, mujer e hija de la mano de mi ‘verdadero’ hijo.” Recordando las palabras de Pichon Rivière le dije: Eso no tiene importancia siempre que usted literalmente no crea que son “verdaderos”…, su mujer y su hija definitivamente han muerto. Lo que recuperó es la capacidad de armar una familia que lo acompañe, legítima familia “no sustituta”. Me contestó recordando aquel viejo consejo de Pichon con respecto al ‘mientras no se lo crea’. “El Dr. Pichon Rivière afirmó, en relación a que yo lo tomaría por hijo –de ello habíamos hablado muchas veces en el tratamiento- que esto era lo esencial en la transferencia”. Me quedé pensando y no le contesté nada. Era una de las últimas entrevistas de un tratamiento que duró más o menos un año. No tenía dudas de que era un efecto inherente a la transferencia; no necesariamente una precaria cura transferencial, ‘como sí fuera cierto’. Supe que su acompañamiento familiar adquirió consistencia que además de ‘cierta fue cierta’; un recurso para reiterar lo que efectivamente es cierto, para bien o para mal, dicho por un analizante.
De lo que estoy seguro, en relación a lo anterior, es que esto no es ajeno a la clínica de la salud mental. Desde hace un tiempo, estoy tratando de reconceptualizarla apartándola del lugar que ocupa, ambigua y confusamente, en el imaginario social, incluso en quienes, en el campo de los oficios psi, cumplen tal cometido. Pero esta salud no es cosa privativa de estos oficios, lo es de todos los oficios y, en especial, de los que atañen a una organización democrática de la sociedad. En este sentido la salud mental es una producción cultural con valor de variable política. Son muchos los debates que en relación a ella pueden establecerse.
Esto me lleva directamente a ayer sábado 23 en el transcurso de una mesa redonda enmarcada en el Congreso de Psiquiatría en Mar del Plata –estoy escribiendo hoy domingo 24 de abril; espero que Actualidad Psicológica me extienda el plazo de entrega algunas horas más que mañana lunes.
En esa mesa redonda, un clásico de este Congreso, debatimos habitualmente cuestiones entre psiquiatras y psicoanalistas. Mientras viajaba a Mar del Plata, pensé por primera vez, en términos de clínica de la salud mental. Luego volveré sobre esto.
Siempre a partir de un material clínico, presentado desde una perspectiva de la semiología psiquiátrica, se organiza la discusión entre quienes también con capacitación psicoanalítica, son psiquiatras idóneos en enfoques teóricos, metodológicos, farmacológicos y éticos –esto último suele ser prevalente-. En general, invitamos a otro psicoanalista, aunque esa perspectiva está a mi cargo.
El eje de la discusión se desplegó, en torno a la disidencia, entre el psiquiatra, autor del material discutido, quien fue llamado de urgencia por la familia frente aun nuevo incremento de ansiedad y el riesgo de suicidio, de una paciente que ya había hecho antes dos intentos. En esa primera entrevista, ardua y difícil -la paciente estaba encerrada en un baño- el psiquiatra logró entrevistarla. Aconsejó un acompañamiento terapéutico. El psicoanalista a cargo del tratamiento, en los últimos meses, no se oponía francamente a esta indicación, pero no acordaba con la misma. Habían sido muchas- a lo largo de los últimos años- este tipo de indicaciones, siempre sin ningún resultado positivo. Había hablado largamente con los familiares y estaba dispuesto a correr el riesgo. El psiquiatra interviniente -relator del informe discutido- se inclinaba por un diagnóstico Border; decidió retirase del caso luego de un segunda entrevista, donde ya funcionaban los acompañantes que no sólo la paciente aceptó, sino que pidió que permanecieran por un tiempo. No pensaba quedar atrapado en una situación de desencuentro con el psicoanalista, semejante a la que sufría la paciente víctima atrapada –había elementos para pensar en esto- de la discordancia muy conflictiva entre madre y padre, quienes jugaban su relación matrimonial, desde hacía años, en torno a este serio conflicto. Daba para pensar que cuando uno u otro afirmaban que todos los tratamientos habían sido ineficaces, sugerían, por supuesto fantasmáticamente, una duda. No fueron eficaces ¿porqué la paciente no terminaba de matarse?, o ¿porqué no terminaba de curarse? Son conocidos los efectos deletéreos que, sobre el entorno puede ocasionar una incertidumbre suicida. Fueron buenos y muchos los comentarios hechos por los psiquiatras y por un psicoanalista invitado, también de orientación lacaniana como lo era el que trataba a la paciente, tanto por el público como por los integrantes de la mesa, pero quiero privilegiar –en este texto- una perspectiva desde la clínica de la salud mental. Una breve muestra que reconceptualice esta producción cultural. Ya comenté que en esa reunión, inauguré el concepto de ‘clínica de la salud mental’; esto me permite resolver la habitual confusión de este concepto con las enfermedades mentales. Me permite presentar a la salud mental como una producción cultural, no sólo diferente a toda enfermedad, sino como un recurso ‘curativo’ que optimiza los procesos ‘terapéuticos’ puestos en curso; diferenciando así una clínica de la salud mental de una clínica de las enfermedades, cualquiera sea su naturaleza. Para afirmar mi propuesta comencé por hacer un diagnóstico, en cierta forma específico, en relación a la perspectiva de la salud mental. Propuse que desde el sufrimiento, sin duda muy grande para la paciente, para toda la familia; un sufrimiento que atrapaba la convergencia de recursos. Era importante advertir como la paciente se debatía entre dos polos, atribuibles al sufrimiento. Uno, polo de la resignación que inexorablemente conduce al sindrome de padecimiento. Otro, el de la resistencia al que intentaba aproximarse la paciente a través de una serie de apasionados recursos, entre los que contaba una particular forma de “placer de órgano” que estropeaba su erotismo, pero también sus intentos suicidas; eran una manera de zafar del padecimiento, por los caminos de la muerte.
Describí en que consiste el sindrome de padecimiento, inherente al polo de la resignación frente al sufrimiento. Un diagnóstico que no siendo exclusivo enfoque de la clínica de la salud mental, pues puede serlo desde cualquier enfoque clínico, resulta esencial para un planteamiento desde esta perspectiva. En dicho sindrome estan profundamente lastimados los tres pilares en que se sustenta la salud mental: la pérdida de valentía frente a la vida y sus múltiples infortunios cotidianos, sumando también los múltiples rostros de la enfermedad, y a la inevitable presencia -mediata o inmediata- de la muerte. Es en este sentido, y esto parecerá una chanza, pero encierra un rigor de verdad, que ‘la vida es una enfermedad mortal de origen sexual’. Hace falta la baquía de una ‘mentación saludable’ curadora de esa enfermedad, abriendo lo sexual al corpus erótico. El segundo pilar lastimado es el de la lucidez para leer las contingencias del entorno y del momento. Carente de valentía para esta lectura, prevalece la renegación, aquella que negando las condiciones intimidantes, afirman la costumbre de negar que se niega. Lo opuesto al ‘además de cierto es cierto’. La víctima no sabrá a qué atenerse y termina ateniéndose a las consecuencias.
El tercer pilar dañado es la pérdida del contentamiento, consecuencia de un cuerpo desadueñado carente de la posibilidad de elegir sus acciones, sólo condenado a acciones defensivas reflejas. La desaparición por daño de esos tres elementos: valentía, lucidez inteligente, y pérdida del contentamiento, implica un retroceso de la salud mental, que abre paso a lo que sí puede considerarse como sustancialmente contrario a dicha salud. A este contrario lo llamaré ‘cultura de la mortificación’, donde el término alude no sólo a sufrimiento, sino a luz mortecina que poco alumbra, también llamo a ésto ‘malestar hecho cultura’. No son entonces las enfermedades llamadas mentales lo contrario, sino que éstas configuran uno de los padecimientos a resolver por la salud mental. En realidad la cultura de la mortificación es la forma crónica del padecimiento inherente a la resignación. Una mortificación donde la intimidación se hace costumbre, la queja nunca se recibe de protesta y prevalecen las infracciones que no acceden a la dignidad fundadora de la trasgresión. La trasgresión no solamente puede fundar una salida revolucionaria o al menos revulsiva; también funda la ruptura epistemológica y la toma de conciencia. Es además inherente a la fiesta, no necesariamente dionisíaca o maníaca. Una transgresión que no alude tanto a los pacientes, sino a los que estamos a cargo de ellos. Cuando las leyes del oficio clínico no alcanza a resolver una situación, sea éste, oficio psiquiátrico, psicoanalítico o de la salud mental -para nombrar a los aludidos- se impone la trasgresión atentos, ésto es básico como recaudo ético, a advertir si entre lo trasgredido y la trasgresión pasa una solución creativa o solamente una arbitrariedad.
La clínica de salud mental apunta en primer término a evaluar la índole y la intensidad del padecimiento. Desde esta perspectiva el acompañamiento siempre debe partir de una premisa fundamental, tanto para un equipo que acompaña, una familia que también lo hace, pero sustancialmente para un enfoque psiquiátrico o psicoanalítico. La premisa tiene forma de pregunta –ya lo dije pero insisto- pregunta que va más allá del porqué diagnóstico, que explica una producción sintomática –cosa en sí necesaria- sino que apunta al para qué. En el caso de esta paciente un para qué de sus intentos suicidas. Pregunta que posibilita acceder a un saber más allá de los síntomas perentorios. Un para qué que nos conduce, y ésto es importante a evaluar, desde la óptica de la salud mental, lo que está más allá en este caso de los intentos de suicidio, la soledad que “siempre es no poder decirla”. No tener compañero o compañía en el sentido fuerte del término, el de compani -compartir el mismo pan. Una conseja popular afirma, ‘no saque a pasear a su hijo, salga a pasear con su hijo’; paseo en compañía. Todo ésto es inherente a ese ‘para qué’ difícil de desentrañar. No mide sólo la soledad y el sufrimiento, sino que apunta como actitud, a dignificar el síntoma, aun el más –lo diré con cautela- abyecto. Lo dignificado es el síntoma como desmañado intento que suele atraparse en mero intento de escape sin encontrar salida. El enfoque desde salud mental reconceptualizada, ha ce posible advertir cuál es el grado y cuál es la intensidad de la encerrona trágica que atrapa al paciente. El infierno es un manicomio, metáfora de dicha encerrona, ésta siempre es un manicomio no sólo en una institución psiquiátrica, sino también en sociedad. En esa encerrona, situación de dos lugares, víctima y victimario, se da la angustia con sus picos y sus declinaciones. Puede ser muy intensa, incluso atroz, pero lo propio de la encerrona es el constante dolor psíquico al que no se le encuentra final. Frente a la encerrona trágica, el clínico y también quien no lo sea, tratará de ubicarse en lo que denomino ‘el punto clínico de facilidad relativa’. Aquella postura donde uno es testigo que, diga lo que diga y con la mejor intensión, debe saber que la respuesta del titular de la encerrona, sea paciente, psiquiatra, psicoanalista, acompañante, hijo, madre, padre, etc., tiene derecho y mejor si lo ejerce, en afirmar: ‘claro usted habla porque no está en mi lugar’. Esto es cierto y beneficioso para quien habla como testigo, pero también para aquel que es hablado; de estar en el mismo lugar se hace imposible toda ayuda. Ni a los bomberos se puede llamar. De este testimonio puede decirse lo que Mimi Langer afirmaba del psicoanálisis: “Muchas veces ayuda poco, pero este poco puede ayudar muchísimo”.
La encerrona trágica es uno de los conceptos paradigmáticos en relación a la crueldad y esto me lleva a un último comentario que me permitirá presentar a esta variable política como un contrapoder, en tanto opera desde la ternura frente a la crueldad, en última instancia la crueldad es un fracaso del buen trato; uno de los nombres -el principal- de la ternura. Este contrapoder originado en el buen trato, lo es en primer término contra la disposición universal de todo sujeto hacia la crueldad consigo mismo y con otros. Esta crueldad –lo decía Derrida- supone una resistencia autoinmune -vale por autoagresiva- contraria a la idea de salud mental.
No se me escapa que me he reiterado a riesgo de plagiarme a mi mismo, pero esto apunta a un propósito, a sabiendas elegido, presentar a la salud mental como un contrapoder operando la crueldad, tanto en el orden individual como en el social. Intento así hacer masa crítica, como quien hace público, en el sentido de decir en público y en el sentido literal de hacer un público, capaz de acceder a la comprensión –aun provisoria en mí mismo- de esta reformulación de la salud mental, no ajena a una perspectiva psicoanalítica; y ésto sólo porque es mi oficio, y de él soy responsable; ya dije que la salud mental es incumbencia de todos los oficios, en especial los atingentes a la política.
Publicado en la revista “Actualidad Psicológica”, Nº 330, Buenos Aires, 2005.