Hoy, las prácticas clínicas participan directa o indirectamente en la composición de territorios subjetivos. Las teorías son diferentes intentos de cartografiar los paisajes de la subjetividad y, los procedimientos diferentes modos de intervenir en sus relevamientos. La región del territorio subjetivo donde inciden las prácticas clínicas es la de su encuentro con los territorios de la ética y la cultura. Pero ¿qué tiene que ver la subjetividad con la ética y la cultura? ¿Y qué tienen que ver las prácticas clínicas con la confluencia de estos tres paisajes?
Para tratar de desarrollar estas cuestiones, haremos un viaje virtual hacia la subjetividad. Éste, se realizará en siete etapas, teniendo en la mira a las regiones en que el territorio subjetivo se cruza con el ético y el cultural.
Primera etapa: Aún un tanto distraídos, lo que vislumbramos de la subjetividad es el perfil de un modo de ser -de pensar, de actuar, de soñar, de amar, etc.- que recorta el espacio, formando un interior y un exterior. Nuestra mirada distraída ve, en la piel que traza este perfil, una superficie compacta y una cierta quietud. Eso, nos hace pensar que este perfil es inmutable, así como el interior y el exterior que separa. No vale la pena que nos demoremos en esta visión tan banal. Pasemos de inmediato, a una segunda etapa de nuestro viaje.
Aquí convocaremos a una cierta potencialidad de nuestro ojo que denominaré “vibrátil”, de modo que el ojo pueda ser tocado por la fuerza de aquello que ve. Luego, sin demasiada dificultad, notamos que la densidad de esta piel es ilusoria y que es efímero el perfil que ella envuelve y delinea. La piel es un tejido vivo y móvil, hecho de las fuerzas/flujos que componen los medios variables que habitan la subjetividad: medio profesional, familiar, sexual, económico, político, cultural, informático, turístico, etc…
Dado que estos medios -al margen de variar a lo largo del tiempo- hacen entre sí diferentes combinaciones, otras fuerzas entran constantemente en juego y se van a mezclar con las ya existentes, en una incesante dinámica de atracción y repulsa.
En la piel se forman las más diversas constelaciones que, se van acumulando hasta que se configure un inusitado diagrama de relaciones de fuerza. En ese momento, nuestro ojo vibrátil capta en la piel una cierta inquietud, como si algo estuviese fuera de lugar o de foco. A esta altura de nuestro viaje, no logramos saber mucho más que eso. Pasemos entonces a la tercera etapa.
Recurriremos aquí a un artificio un tanto insólito. Vamos a extender la piel, deshaciendo el perfil que ella diseña, de modo tal de transformarla en una superficie plana.
Aquello que nuestro ojo vibrátil presencia es la piel comenzando a reaccionar ante la incomodidad causada por el nuevo diagrama: ella se dobla, formando una especie de curva. Sorprendidos, vemos emerger del interior de este pliegue el escenario de todo un modo de existencia. Es como si el diagrama que le da a la piel su actual tesitura, se hubiese corporificado en un microuniverso.
Reencontramos aquí, un perfil de la subjetividad. Sin embargo, él no es el mismo que veíamos en el comienzo. Fascinados, resolvemos prolongar esta etapa de nuestro viaje.
Luego, observamos que otros flujos van entrando en la composición de la piel, formando otras constelaciones; en breve, otros diagramas de relaciones de fuerza emergen y así sucesivamente. Cada vez que se forma un diagrama, la piel se curva de nuevo –en esta dinámica, donde había un pliegue, éste se deshace; la piel se vuelve a extender, curvándose en otro lugar y de otra manera; un perfil se diluye en cuanto otro se esboza. Queda claro que, cada modo de existencia es un pliegue de la piel que delinea el perfil de una determinada figura de la subjetividad. Ahora sí, podemos pasar a una cuarta etapa.
Aquí, examinaremos atentamente de qué está hecho el adentro y el afuera de cada figura de la subjetividad que se esboza. A diferencia de aquello que veíamos en el inicio -antes de activar lo vibrátil de nuestro ojo- adentro y afuera no son meros espacios separados por una piel compacta que delinea un perfil definitivo.
Percibimos que, ellos son indisociables y, paradójicamente, incompatibles. El adentro detiene el afuera y el afuera desintegra el adentro. Veamos cómo: el adentro es una desvigorización del movimiento de las fuerzas del afuera, cristalizadas temporariamente en un determinado diagrama que gana cuerpo en una figura con su microcosmos; el afuera es una permanente agitación de fuerzas que termina deshaciendo el pliegue y su adentro, diluyendo la actual figura de la subjetividad hasta que se perfile otra.
Un tanto perplejos, nos damos cuenta que aquí, adentro es nada más que el interior de un pliegue de la piel. Y, recíprocamente, la piel a su vez, es nada más que el afuera del adentro. Cada vez que un nuevo diagrama se compone en la piel, la figura que hasta entonces ella circunscribía es empujada hacia fuera de sí misma, a tal punto que termina formando otra figura. Es sólo en este sentido que, podemos hablar de un adentro y un afuera de la subjetividad: el movimiento de fuerzas es el afuera de todo y cualquier adentro, porque él hace que toda y cualquier figura salga de sí misma y se convierta en otra. El afuera es siempre otro del adentro, su devenir.
Definitivamente, afuera y adentro en la actual etapa de nuestro viaje ya no tiene más que ver con meros espacios. Por el contrario, afuera es una naciente de líneas de tiempo que se hacen al amparo de la casualidad. Cada línea de tiempo que se lanza es un pliegue que se materializa y se espacializa en un territorio de existencia, su adentro. Sin embargo, ninguna materialización, ninguna espacialización tiene el poder de estancar la naciente; otras líneas de tiempo se van engendrando en la piel de este adentro que, terminarán por deshacerlo. Cada figura y su adentro dura tanto como la línea de tiempo que la diseñó: son diversos los micro universos posibles, tanto como lo son las líneas de tiempo.
Al parecer, logramos avanzar un poco en la aprehensión de la indisociabilidad incompatible entre el afuera y el adentro: el afuera/naciente, este plano de las fuerzas es ilimitado; en cuanto que, los adentros que se materializan o se espacializan en territorios de existencia siempre son finitos.
De modo que, estamos viendo las cosas –hasta parece que ese proceso fluye como agua corriente-, una visión un tanto simplista. Tenemos que tratar de ir más lejos, examinar cuándo, cuánto y cómo fluye, de hecho, este proceso. Es hora de pasar a la quinta etapa.
En ella abandonaremos nuestro artificio, liberaremos la piel. Es que, para explorar aquello que nos interesa en este momento no es conveniente mantenerla tensa; por el contrario, necesitamos acompañar en vivo y en directo a la piel, trazando el contorno de diferentes figuras de la subjetividad. En compensación, tendremos que afinar más aún la vibratilidad de nuestro ojo para, captar con la mejor agudeza posible los escenarios que, con certeza veremos emerger.
De inmediato, percibimos que las cosas se complican un poco. En ciertas subjetividades, el proceso de formación y desintegración de figuras parece fluir más que en otras. Un ejemplo de subjetividad que nos da la impresión de una cierta fluidez es la del artista. Notamos que, los grandes creadores culturales –sea cual fuere el ámbito de su producción- tienden a ser especialmente capaces de soportar el vértigo de la desestabilización provocada por una relación de fuerzas inusitadas –aquella inquietud que hace poco veíamos agitar la piel, como si algo estuviese fuera de lugar. También, especialmente capaces de hacer un pliegue impulsado por este nuevo diagrama, como si su piel reaccionase antes que las demás frente al desasosiego que él provoca. Es en la obra, donde el artista materializa el diagrama que siente vibrar en su piel, independientemente de corporificarlo o no, en alguna nueva figura de su subjetividad, la cual además puede ser de lo más intrincada.
Todo indica que, es primero en micro universos culturales y artísticos donde las relaciones de fuerza inéditas ganan cuerpo y, junto con él, sentido y valor. Estos micro universos constituyen cartografías –musicales, visuales, cinematográficas, teatrales, arquitectónicas, literarias, filosóficas, etc.- del ambiente sensible instaurado por el nuevo diagrama. Tales cartografías quedan a disposición de lo colectivo afectado por este ambiente, como guías que ayudan a circular por sus desconocidos paisajes.
Pausa: todo indica que, nos acabamos de topar con una confluencia de paisajes de la subjetividad y de la cultura. Por cierto, existen otras pero lo que ya podemos vislumbrar es que, cuando se hace un pliegue y junto con él, la creación de un determinado mundo, no es sólo un perfil subjetivo que se delinea sino también e, indisociablemente, un perfil cultural. No hay subjetividad sin una cartografía cultural que le sirva de guía; y recíprocamente, no hay cultura sin un cierto modo de subjetivación que funcione según su perfil. En rigor, es imposible disociar estos paisajes. Fin de la pausa. Pasamos a una sexta etapa de nuestro viaje.
Aquí, retomaremos lo que estábamos explorando: cuándo, cuánto y cómo fluyen los procesos de formación y desintegración de figuras. Es evidente, que no sólo existen subjetividades artistas; lo que observamos es que esta procesualidad no siempre fluye así tan fácilmente. Por el contrario, lo más frecuente es que ella se interrumpa en varios puntos y de varias maneras. Denominaré “adicción a la identidad”, a la modalidad de interrupción que más se presenta ante nuestra mirada: ésta prolifera en gran escala y en cualquier punto del planeta –independientemente del país, clase social, sexo, edad, color de piel, raza, etnia, religión, ideología, etc. Además, cada una de estas categorías es una oportunidad para ejercer este vicio –reivindicar identidad es considerado políticamente correcto y encuentra amplio respaldo social.
El vicioso de identidad tiene horror al torbellino de líneas de tiempo en su piel. El vértigo de los efectos del afuera y del adentro lo amenazan a tal punto que, para sobrevivir a su miedo él intenta anestesiarse, dejando –de todas las intensidades del afuera- vibrar en su piel sólo aquellas que no pongan en riesgo su supuesta identidad. A través de este recalcamiento de la vibratilidad de la piel, es decir, de los efectos del afuera en el cuerpo, él tiene la ilusión que el proceso se desacelera. Pero como es imposible impedir la formación de diagramas de fuerza, el estado de extrañamiento que dichos diagramas provocan termina restaurándose en su subjetividad a pesar de la anestesia, Este hombre, entonces, se ve obligado a consumir algún tipo de droga si quisiese mantener el espejismo de una supuesta identidad. Algunas son sus opciones.
En aquellos momentos en que aún tiene alguna esperanza de permanecer en el mismo pliegue, él procura reestablecer su ilusoria identidad estremecida por los nuevos diagramas. En este caso, él apela a fórmulas mágicas de toda especie -ángeles, duendes, manuales de auto-ayuda o cualquiera de las prácticas religiosas que vienen proliferando en los últimos tiempos; esto cuando no apela a las drogas propiamente dichas, a su disposición en los promisorios mercados de la farmacología y el narcotráfico.
Ya en los momentos en que pierde toda y cualquier esperanza de permanecer en el mismo pliegue, para mantener asimismo su ilusión, él toma algunas dosis de identidad prèt à porter. Se trata de una droga altamente disponible en el mercado mediático, bajo todas las formas y para todos los gustos: son espejismos de los personajes globalizados, vencedores e invencibles, envueltos por un aura de incansable glamour, que habitan las etéreas ondas sonoras y visuales de los mass media; personajes que parecen oscilar sobre las turbulencias de lo vivo y de la finitud de cualquiera de sus figuras. Mimetizándose con uno de estos personajes, él pasa a hablar en una lengua-argot plagada de clichés, sin anclaje en sensibilidad alguna, que suena especialmente freak cuando se trata de un repertorio con una sofisticación intelectual. Obviamente, él nunca llega hasta allí porque es un espejismo. Y cuanto más se frustra, más retrocede; y cuanto más desorientado, agotado, ansioso, perseguido, culpable, deprimido, panicoso, él más se droga. Un círculo vicioso infernal. ¡Ufa!, aquí el paisaje se oscureció sensiblemente, el aire quedó tan cargado que no se puede respirar: es hora de llamar a un terapeuta. Pasemos entonces a la séptima y última etapa de nuestro viaje.
¿Por qué nos acordamos del terapeuta en este punto de asfixia de nuestro viaje? Es que, es exactamente en las interrupciones del proceso cuando se convoca al terapeuta para intervenir, además la adicción a la identidad -por ser la modalidad de interrupción más frecuente en el mundo contemporáneo- es obviamente la que más encuentra en su clínica, sea cual fuere la línea en que estuviese trabajando. Ahora, si es con las interrupciones del proceso que el terapeuta tiene que enfrentarse, aquello que definirá sus diferentes posturas no serán simplemente sus referencias teóricas o técnicas, ni las instituciones a las cuales pertenece, sino básicamente su ética -es verdad que, las instituciones, las teorías y las técnicas pueden favorecer más ciertas éticas que otras, sin embargo por sí solas nada garantizan.
Nuevamente una pausa. Ahora, parece que nos topamos con la segunda confluencia que buscábamos, la región donde los paisajes de la subjetividad y la ética se encuentran. Pero ¿qué estoy circunscribiendo como parte del territorio de la ética? La relación que cada individuo establece con la irremediable incompatibilidad entre la finitud del movimiento de fuerzas formando diagramas y la finitud de los mundos dictados por cada uno de ellos. Al no ser posible superarla, tal incompatibilidad define nuestra condición como trágica -existe un malestar que nada puede hacer ceder- ya que es el dolor de la desestabilización, reiteradamente repetida a lo largo de nuestra existencia, es efecto de un proceso que nunca se detiene y que hace de la subjetividad “siempre otra”, “un sí y un no” al mismo tiempo. Pero ¿qué tiene que ver esto con la ética? Es que la ética nos habla respecto a la afirmación de la vida en su potencia creadora; ahora, cuánto puede fluir la vida en cada momento, antes que nada depende de la relación que se establece con lo trágico. Cierra la pausa.
Existen muchas formas de enfrentarse con lo trágico en las prácticas clínicas. En uno de los extremos de nuestro terreno –más próximo al lote del antiguo Conductismo, hoy ocupado por la Neurolingüística y la Psiquiatría Biológica; próximo también al lote de la religión de antaño, hoy ocupado por las prácticas clínicas mágicas de lo más variopintas -tendríamos la más completa negación de lo trágico. Es cuando creemos que, adentro es un espacio dado cuyo equilibrio puede ser encontrado, bastando para eso algunos trucos; y el día que logremos esa proeza tendremos la felicidad de permanecer como ganado, instalados en ese adentro nuestro para siempre. Cuando pensamos así, es esto lo que les prometemos a nuestros “pacientes” con la mejor de las intenciones.
Esta visión de las cosas recuerda aquella primera etapa de nuestro viaje, cuando la vibratilidad del ojo no se había aún activado y solamente disponíamos de una visión distraída, pautada por el sentido común. Ahora, incluso es posible entender por qué abandonamos rápidamente aquella primera etapa. Es que, desde la perspectiva de una subjetividad viciada de identidad, la cual tiende a cerrarse en su pliegue, que afuera y adentro se reduce a una visión espacial -como es el caso en el extremo de las prácticas clínicas. Esta concepción drogadicta, no permite pensar la producción de lo nuevo. Me explico: si la subjetividad es simplemente un espacio interno, formando con su exterioridad un par de opuestos en una relación de causalidad, en la mejor de las hipótesis dialéctica, todo está dado desde siempre y para siempre, y no hay cómo pensar en el cambio. Más imposible aún, pensarlo si considerásemos que sólo tenemos acceso a la exterioridad a través de la proyección de un mundo interno, especie de film rodado con las fantasías de nuestra primera infancia, que nunca dejaríamos de proyectar –como reza una de las versiones del Psicoanálisis, marcada por esta misma perspectiva espacial. Tal concepción se basa nítidamente en una domesticación de los efectos de las fuerzas del afuera en la piel: se anula el estado de extrañamiento provocado por la condición desconocida de sus diagramas; neutralizándose así, sus efectos disruptivos. Definitivamente, esta posición es mucho más comprometedora desde el punto de vista ético.
Ya en otro extremo del vasto terreno de las prácticas clínicas, que va del lote psicoanalítico en adelante, están los intentos de aliarse a las fuerzas de la procesualidad. Esta alianza pasa por estar atento a la escucha del dolor causado por la desestabilización, anunciante de la finitud. Ahora, para lograr escucharlo junto a nuestros pacientes es necesario -más que cualquier otro tipo de aprendizaje- soportar este dolor en nosotros mismos e improvisar modos de existencia que den sentido y valor a aquello que el malestar de nuestra piel nos inspira. Aquí ya no se trata más de alucinar un adentro feliz y para siempre, sino de crear condiciones para la conquista de una cierta serenidad para devenir siempre otro. En esta tarea, es imprescindible que estemos conectados con la producción cultural, para proveernos de recursos cartográficos que nos ayuden a crear teorías y procedimientos más acordes a la exigencia de los nuevos diagramas. Quedarnos sólo con aquello que se produce en el terreno de las prácticas clínicas -incluso en su lote psicoanalítico- puede llevarnos a trazar cartografías que pasen por alto los cambios ya acontecidos en el paisaje subjetivo contemporáneo –paisaje de la subjetividad de nuestros pacientes y también de la nuestra. El efecto probable de tal actitud, es el de interrumpir el flujo, impidiendo que nuevas correlaciones de fuerzas encuentren vías de concretarse en nuevas formas de existencia.
Una última pausa. Aquí, llegamos adonde queríamos cuando nos lanzamos a esta aventura: una región en la cual, las prácticas clínicas inciden en el paisaje de la subjetividad, exactamente en su confluencia con los paisajes de la ética y de la cultura. Es verdad que, los paisajes no sólo se cruzan en esta región pero lo que aquí importa es el descubrimiento de que, más que las confluencias propiamente dichas, lo que conecta a estos tres paisajes es: una transversalidad que promueve diferentes composiciones de sus fuerzas. Esta transversalidad es el oxígeno de lo vivo en su versión humana. Su cantidad es bastante variable a lo largo de la existencia: de un grado casi cero, propio del vector “hombre medio” a un grado casi máximo, propio del vector “subjetividad artista”. Vimos que, es a partir de la falta de este oxígeno cuando se llama al terapeuta para que intervenga pero también vimos que, la calidad de su trabajo depende igualmente de la tasa de este oxígeno en su propia subjetividad –en este caso, en su práctica profesional, especialmente. Cuanto más inviste el terapeuta esta transversalidad, cohabitando éticamente con lo trágico e involucrándose sensiblemente con la producción cultural, él está en condiciones de ejercer su oficio con rigurosidad. Cierra la última pausa. Finaliza aquí nuestro viaje.
Traducción: Andrea Álvarez Contreras.
(T.A.A.) Traducción autorizada por la autora.
Buenos Aires, 17 de mayo de 1996.