En lo que va del 2007, pasó inadvertido quizás, un hecho muy significativo para los amantes del cine, sobre todo para quienes profesamos un gusto especial por el cine independiente, ése que en la era de la globalización se lo identifica por la denominación de cine indie.
No es un detalle menor, pensar que se cumplen cincuenta años de un hito histórico en la cinefilia, ése que marcó un punto de inflexión en la vida del actor norteamericano John Cassavetes, quien en 1957 decidió dedicarse a la dirección, sin abandonar en ningún momento la actuación.
Es un secreto a voces que, sus trabajos en el circuito de la industria de los grandes estudios, le posibilitaban financiar sus propias producciones independientes. Tranquilamente, se podía haber quedado sólo con el cine comercial, en una posición muy cómoda, era un actor muy requerido, tenía perfil y destino de star hollywoodense. Sin embargo, él fue por más y apostó. Pegando un salto al vacío, que lo convirtió en un faro y en un referente indiscutible para varias generaciones de cineastas a escala planetaria hasta la actualidad.
Desde su primera incursión detrás de cámara hasta la última* (sin privarse de estar ante la cámara misma, componiendo personajes inolvidables) tuvimos el placer de dejarnos atravesar por ese flujo descomunal, por esa vibración infinita, por esa corporalidad en estado puro, por las emociones más diversas, por la sutileza de su mirada, por ese afán suyo de caminar por los bordes, por la experimentación constante, por esa sabiduría para plasmar en escenas las temáticas más prosaicas y terrenales trabajándolas con la paciencia y la maestría de un orfebre.
Él no iba en busca de trascendencia alguna, su cine se caracteriza por el abordaje de las cuestiones más comunes y silvestres, historias sencillas que van cobrando forma, solidez y contundencia gracias a su capacidad de observación de la conducta humana, de los sentimientos que unen y separan al hombre, narraciones de encuentros y desencuentros, de desolación y de sosiego, de ternura y de abismo.
Un cine visceral donde el azar juega un rol fundamental. Un cine de autor que es una suerte de río salvaje.
En Cassavetes confluyen: su profundo conocimiento de las relaciones humanas y de la dinámica grupal, sus dotes para la dirección de actores (en especial, actores niños), su sensibilidad, su culto de la amistad, su devoción por la música (el jazz, por excelencia), su concepción del carácter primitivo de la puesta en escena, el despliegue de la sensualidad, el humor, el alcohol como presencia central e ineludible y, a su vez, como motor vital de las acciones de sus personajes -lejos de una mirada punitiva o misericordiosa-, las pasiones que alcanzan niveles paroxísticos, la desesperación, el desconsuelo, el dolor, los miedos, la fragilidad, la búsqueda, la deriva, y por sobre todas las cosas: el amor.
Amor desenfrenado, amor que no se ajustará jamás al molde de la mesura sino todo lo contrario. Es un amor que se expande, que se contagia, que se rebela y se nos revela, que se expresa, que se pierde, que se gana, que se quiere recuperar.
Amor que explota con toda su potencia, en múltiples direcciones y en múltiples sentidos, en secuencias memorables.
En el panorama de la cinematografía independiente de aquella época, en los Estados Unidos, ya habían logrado un halo de respeto las propuestas estéticas de Jonas Mekas y de Nicholas Ray, ellos de algún modo fueron los pioneros de esa nueva forma de hacer cine, en la estela de Orson Welles.
Cassavetes, se lanzó entonces a la aventura con ese antecedente a su favor, más la influencia de su paso por la American Academy of Dramatic Arts de New York, su flirteo con el Actor’s Studio y posterior distancia de “El Método”, su admiración por Samuel Beckett, Anton Chejov, Henrik Ibsen y Tennessee Williams, en cuanto a dramaturgia, condimentándola con el deleite por el cine de Akira Kurosawa y de Luchino Visconti. De este último, heredó un modo singular de trabajar, un estilo, ése que caracterizó a algunas de las películas del Neorrealismo italiano, cuando Visconti en plena posguerra salió a la calle para buscar personas e incorporarlas a sus proyectos fílmicos. Cassavetes también se permitió sumar a sus elencos a actores no profesionales, fusionándolos en algunos casos con los ya consagrados, que conformaban su clan de cómplices incondicionales: Genna Rowlands, Ben Gazzara y Seymour Cassel.
De hecho, gran parte del rodaje de su primera película, Shadows (1957) se hizo en la calle con un grupo de amigos y con actores desconocidos.
Ésa fue la experiencia fundante del universo cassavetiano, a la que hoy, a cincuenta años, le rindo mi tributo.
Esto es sólo a modo de introducción de un análisis y desarrollo más exhaustivo de su producción estética y su filmografía en un Ciberdossier Cassavetes, de próxima publicación en este sitio.
Buenos Aires, 27 de septiembre de 2007.