El título del film de Theo Angelopoulos es La mirada de Ulises. Ulises en la epopeya de Homero, La Odisea, es el héroe griego que retorna a su patria después de un largo periplo. Pero el héroe de este film retorna a una patria que él ya no reconoce como tal, y el film es la imagen cruel, melancólica, cargada de los presentimientos más siniestros, de un mundo en ruinas. No es la nostalgia natural de un adulto retornando a los lugares de su infancia o adolescencia y constatando que todo cambió, sino que es la constatación de que el mundo mismo se está destruyendo, que un canto fúnebre se eleva en cada aldea, habitante, paisaje. Es una especie de velorio itinerante sobre el estado del mundo, y no sólo sobre los Balcanes, con sus guerras intestinas y fratricidas, masacres recíprocas, fundamentalismos e intolerancias. Es un film sobre la balcanización del mundo. Por lo tanto, su vigencia crece día a día.
Un cineasta griego exiliado en los EEUU vuelve a su país de origen en busca de los tres rollos de un film perdido, tal vez los primeros testimonios cinematográficos de la región filmados por dos hermanos a comienzos del siglo (XX), y en medio de las brumas, nieve, fronteras incomprensibles que el cineasta es obligado a atravesar, el espectador se va dando cuenta que los rollos perdidos tal vez sean el rastro posible de una mirada inocente sobre aquel mundo ya desaparecido, o de aquello que se podría llamar el alma europea, la civilización, y que la Europa lacerada parece incapaz de reencontrar.
Detrás de la Europa que todos conocemos, brota aquello que algunos denominan Europa espectral, aquella que subyace a lo cotidiano de mercancías y luces, de diversión y consenso, de política y lujuria –la xenofobia, el patriotismo, la purificación étnica, el orgullo de la identidad. Y todo esto en el lugar que ya fue la cuna de la civilización europea.
Según Samuel Huntington, la situación contemporánea sólo podría ser comprendida a partir del choque de civilizaciones. [2] El embate entre las civilizaciones nada tiene que ver con conflicto entre ideologías, como en el siglo pasado cuando el mundo estaba dividido en dos bloques, ni con el choque de intereses económicos, como se pensaba hace algunos años al hacer referencia a Norte y Sur, Primero y Tercer Mundo, etc. Choque de civilizaciones significa embate entre culturas distintas, cada una con sus valores, instituciones, religión, trazos étnicos, etc. La civilización occidental es sólo una, nisiquiera mayoritaria, entre las otras varias existentes en el mundo, aunque ella se considere universal y pretenda imponerse a todas las otras. Además de ella, tenemos la civilización china, la budista (japonesa), la hindú, la africana, la islámica, la ortodoxa (rusos y eslavos) y la latinoamericana, especie de subproducto de la occidental. Esas civilizaciones son muy distintas entre sí, en un cierto sentido incompatibles, y toda geopolítica debería contemplar esa rivalidad multicivilizacional y multipolar. En el film de Angelopoulos, el cineasta viene a exhibir una película suya y despierta un conflicto entre culturas, y a lo largo de su periplo atravesamos la región musulmana, la ortodoxa, la occidental, en una explosiva vecindad que parece confirmar la tesis de Huntington. Al escribir ese libro, hace ya algunos años atrás, él preveía el choque probable entre la civilización occidental y la islámica, de modo que ganó mucha celebridad a partir del 11 de septiembre de 2001.
Plausible a primera vista, la tesis de Huntington es en el fondo extremadamente conservadora, porque alega que el multiculturalismo americano erosiona la civilización occidental. Así, él hace una especie de apología de purismo de la cultura occidental, esencializando la idea misma de cultura. Lo que los autores más interesantes han hecho es mostrar hasta qué punto la cultura en sí misma, y cualquiera de ellas, es ya una mezcla, una hibridación de elementos dispares, una negociación entre fronteras, una composición heterogénea. Tómese al norteamericano mismo, ¿qué es él sin los chicanos, los negros, los italianos, los judíos, los indios mismos que él diezmó y/o incorporó? Cualquier frontera enunciativa es también una gama de otras voces e historias disonantes, disidentes, de mujeres, colonizados, grupos minoritarios, portadores de sexualidades vigiladas. Como dice un analista de origen hindú residente en los EEUU, Homi Bhabha, la demografía del nuevo internacionalismo es la historia de la migración poscolonial, las narrativas de la diáspora cultural y política, los grandes desplazamientos sociales de comunidades campesinas y aborígenes, las poéticas del exilio, la prosa austera de los refugiados políticos y económicos. Entonces, ¿qué es un sujeto, en ese contexto, sino aquel que se forma en los entrelugares, en las fronteras, en el itinerario? Podríamos mencionar varios filmes con esa temática, como Barril de pólvora, Bella aldea bella llama, El tren de la vida, Underground. Andréa França defendió recientemente una tesis al respecto, con el bello título: “Tierras y fronteras, imágenes de itinerarios en el cine contemporáneo”. [3] Ella insiste en que en los tránsitos y flujos de población contemporáneos, en los desplazamientos de masa a los cuales asistimos con la caída de los Estados-nación, se crean nuevas comunidades sensibles, nuevos sentidos de mundo, nuevas tierras imaginadas. La desterritorialización brutal de los últimos años hace que las personas inventen, también a través del cine y de las imágenes, nuevas tierras, nuevas naciones, nuevos pueblos allí donde ellos aún nisiquiera existen. Esas nuevas tierras no son geográficas, son territorios sensibles, afectivos, espacios de solidaridad, nuevos mapas de pertenencia y de afiliación translocales. En ese contexto, la autora insiste en que el pensamiento cinematográfico es un “a pesar de todo” frente a la barbarie y a la obscenidad, es una disidencia para con las imágenes del mundo. Y le cabe al cine rebelarse contra las lecturas étnicas y belicistas que los mass media fabrican, cuando se naturalizan las hostilidades en función de una temporalidad cósmica que supone necesaria, en vez de historizar los conflictos, poniéndolos en perspectiva también en función de las arbitrariedades políticas venidas de las grandes potencias, en sus divisiones, en la violencia de sus intrusiones, en los efectos de su desprecio económico. Porque en los Balcanes, la situación de las fronteras étnicas se agravó con el final del socialismo y la introducción salvaje del libre mercado, momento en que fueron puestas como rivales las etnias para dividirse agresivamente unas contra las otras las migajas del capitalismo mundial, como dice Toni Negri.
Todo eso nos lleva a una conclusión que va ahondando más y más en nuestro consenso: no se trata de un conflicto metafísico entre civilizaciones, ni del pasado arcaico contra el futuro democrático, sino de un conflicto en el interior del capitalismo internacional. El desafío mayor en un momento globalizado, en que quedamos cada vez más perturbados con los términos crecientemente asimétricos de esa globalización obviamente, es repensar todo el tema de las etnias, de las comunidades, de las hibridaciones, de las fronteras, de los itinerarios –en suma, de las culturas y su capacidad de concebir armonía. Pero en todo eso el cine tiene su función mayor, sea cual fuere la nuestra de proporcionar una imagen necesaria. Y la imagen que el cine puede ofrecer, a partir de las brumas, de la nieve, del lodo, de la sequía, de los tiros, de los gritos de terror, no es la misma imagen que nos proporcionan los mass media, con sus clichés, con su sensacionalismo, con su hipnosis paralizante.
Recientemente, Franco Berardi decía al comentar la frase que todos repetían sobre la caída de las torres gemelas: “Es cierto, parece un film de ciencia-ficción, pero los films de ciencia-ficción están destinados a realizarse. Todos. En un momento o en otro, en un planeta o en otro. El imaginario no es la irrealidad, sino la cámara de producción de realidad por venir”. Entonces, sería necesario entender el cine en esa dirección, no como la representación de un estado de cosas, aunque también pueda ser eso, sino como la cámara de producción de realidad por venir.
Las neblinas del film de Angelopoulos tal vez se conecten con lo que Emmanuel Levinas evoca al describir la existencia crepuscular de la imagen estética, la imagen del arte como “el evento mismo del oscurecer, un descenso hacia la noche, una invasión de las sombras”.
Se trata de un tiempo ético de la narración donde “el mundo real aparece en la imagen como si estuviese entre paréntesis”. No obstante, más radicalmente, podríamos agregar: la bruma no es sólo aquel momento en que la civilización iluminista se borra, sino también aquel en que una cierta narrativa iluminista se quiebra y permite, quizá una imagen que Bhabha llama intervalar, imagen de los intersticios. Es posible que nos falte esta imagen necesaria –la imagen del hibridismo constitutivo de nuestras culturas.
VIDA CAPITAL: Ensaios de biopolítica. Peter Pál Pelbart. Iluminuras Editora, São Paulo, Brasil, 2003.
Traducción: Andrea Álvarez Contreras.
(T.A.A.) Traducción autorizada por el autor.
Buenos Aires, 29 de junio de 2005.